Había una vez unos músicos sin más
patria que las canciones. Venidos de aquí y de allá, desembocaron en
una cabaña de madera, un castillo inexpugnable convertido en refugio
contra el mundanal ruido. Allí, durante varios días que se
convertirían en meses por arte de la imaginación, tocarían la
música más grande jamás tocada. Un sonido puro y fino, que bebía
de las fuentes de la tierra y el campo, de los caminos que atraviesan las colinas altas de color dorado y marrón. Aquellos tonalidades
ocre, aquellos olores intensos, terminarían impregnándose en sus
instrumentos de madera, en unas melodías que recordaban a tiempos
pasados pero que, sin una pizca de nostalgia, permanecían erguidas y
firmes como el primer día. De este manera, aquella reunión en torno
a unas canciones y una botella de vino terminaría convirtiéndose en
una celebración de la vida. Una congregación de cientos de personas
que, casi como una especie de peregrinación, se unirían a la fiesta
aquel fin de semana en el pueblo burgalés de Frías.
Los que allí estuvieron cuentan que
hubo risas y abrazos, reencuentros con viejos amigos y alguna que
otra amistad de nuevo cuño. Los niños correteaban y los mayores
bailaban. O al revés. Los chavales lucían sus mejores galas con
aquella camiseta bordada con hilo dorado. La gente del pueblo miraba
y aplaudía. Todos eran felices al ritmo de ese vals sencillo y
popular. También el castillo, convertido en refugio y verbena,
mirando de reojo desde lo alto de la torre, consciente de que en sus
varios siglos de historia no había presenciado una noche más
emocionante que aquella. Tampoco nosotros, que lo vivimos desde
abajo. Agarrados al hombro del compañero, ebrios, nos zarandeábamos
como si el calor y las guerras no existieran. Por dentro, sin embargo,
sentíamos el ardor de la música, las guitarras brincando y el
sonido de la mandolina. Las canciones de Robbie Robertson y Rick
Danko, las voces de Levon Helm y Richard Manuel acompasadas, el
órgano con fuelle de Garth Hudson.
Porque sí, esto era un homenaje a la
gran banda. Tan grande que, a pesar de que celebraba sus tres cuartos
de siglo, Dylan, el genio de Minnesota, tuvo que ceder el
protagonismo, al menos durante aquellos días, a las canciones más
puras y terrenales jamás escritas. Still River, la banda de la ría
y el Mississippi, resucitaron el álbum marrón con
reinterpretaciones de Look Out Cleveland y Across The Great Divide.
Danny & The Champions of The World hicieron por fin justicia a
Bobby Charles, heroe olvidado de Nueva Orleans, miembro de
pleno derecho de The Band. Copernicus Dreams clavaron el It Makes No
Difference más sublime que he escuchado en mi vida. Bantastic Fand elevaron Hazel a las altares mientras se dejaban arrastrar por la arruga dylaniana en Love Sick. Walnut & Co.
demostraron que el espíritu de Levon Helm, el aroma de las montañas
y los graneros, sigue vivo en canciones como The W.S. Walcott
Medicine Show o Twilight. El propio Bosco, batería de la joven banda
bilbaína, terminaría regresando al escenario para entonar un himno
como The Night They Drove Old Dixie Down junto a The Fakeband, tan
osados y de Bilbao como para atraverse a recrear buena parte la noche
de Acción de Gracias de 1976.
Y es que; al igual que aquellos cinco
músicos norteamericanos que, como una broma entre amigos o como la
apuesta más arriesgada jamás hecha, se habían bautizado
simplemente como La Banda; los getxotarras The Fakeband se juntaron
en Frías representando como nadie aquel espíritu de camaradería,
las melodías imperecederas y el sustrato de la tierra. Poco
importaba que cantaran canciones de cosecha propia como Don't Save
My Life o Kate, o afilaran con brío aquel Don't Do It que abría y
cerraba al mismo tiempo The Last Waltz. Con Frank, la delicada banda
donostiarra, entonaron el Evangeline de Emmylou Harris. Rockearon con
una versión macarra del Who Do You Love. Sonaron majestuosos en The
Shape I'm In y Helpless. Redondearon la noche, como no podía ser de
otra manera, con Caravan, ese himno que cambió la vida de tantos la
primera vez que la vimos en carne y espíritu en la película de
Scorsese.
Y así, con el eco de esas patadas
flotando todavía en el aire, nos abrazamos por última vez.
Celebrando un poco de ese bullicio alegre, esa música tallada sobre
la roca de un castillo que, desde aquellos días, permanecerá en la
memoria de esos cientos de personas que se juntaron en Frías con la
única intención de vivir intensamente la vida. Puede que si
preguntas a alguno de los estuvieron allí te digan que aquel fin de
semana perecimos un poco por dentro. Quizás tenga razón. Aunque sólo sea
porque algunos dejamos un pedazo de nuestra alma adosada a aquella
torre que nos miraba de reojo, oculta entre aquellos ladrillos
convertidos en muro inexpugnable contra el frío y la tormenta, contra
el pesimismo y la desilusión. Gracias a los que lo vivisteis. Gracias Joserra por dejar que nos
refugiemos en tus canciones y en tus palabras.
Fue la hostia, inolvidable.
ResponderEliminarSalud.
Fue acojonante, una parte de nuestra alma ha quedado instalada en frias,no tenemos palabras para agradecer a joserra y a sus fieles amigos el regalo que nos han brindado.esperemos que haya algun dia mas canciones y palabras donde refujiarnos.
EliminarSalud, amigos. Frías ha sido una cosa tan grande que todo lo que diga se queda corto. Maravilloso.
EliminarTotalmente de acuerdo en todo. Han sido días inolvidables. Ké derroche de pasión y amor por la música. Maravilloso. Un hilo invisible nos unirá para siempre a los ke estuvimos allí.
ResponderEliminar(Soy Maki,la bajista de Copernicus Dreams)
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarCreo que algunos estamos todavía en shock después de lo de este fin de semana. Tardaremos mucho en olvidarlo, eso seguro. Un placer brincar y bailar contigo al borde del escenario, Maki! ;)
EliminarTotalmente de acuerdo en todo. Han sido días inolvidables. Ké derroche de pasión y amor por la música. Maravilloso. Un hilo invisible nos unirá para siempre a los ke estuvimos allí.
ResponderEliminar