7/4/20

Discos para una república invisible XI



Repasando la biografía que la periodista Erin Osmon le dedicó al desaparecido Jason Molina me encuentro con un párrafo en el que el músico de Ohio, preguntado por un compañero de profesión en apuros, expone su ritual a la hora de componer. Como de costumbre con Molina, la cosa tiene miga.
  1. Levántate una hora antes de lo habitual. No enredes con esta hora. Bebe un vaso de agua y ve al baño y siéntate frente a un escritorio y escribe. Una hora y no con un ordenador. Ajusta la alarma en el reloj de la cocina. Es mejor escucharla sonar desde otra habitación que mirar al reloj todo el rato. No estás escribiendo una canción o un poema o una obra maestra. Solo escribe. Ayuda tener un buen diccionario y mejor si es uno de los años cincuenta porque tiene todo lo que necesitas y es anterior a cuando comenzaron a estropear muchas de las cosas importantes. Elige una página. Tan solo elige una palabra que te guste, que no sea al azar. Entonces escribe algo que sea lo contrario a la definición. O escribe una pequeña frase de ocho palabras sobre dos cosas al azar a partir de la página que tienes en frente. Una pila de drogas y Mark E. Smith y ya tienes una canción de The Fall. Personalmente creo que es peligroso.
  2. Un buen libro. Consigue una copia buena no una barata. Lee tres páginas antes del paso número uno. Leelas rápido y reléelas y ya que se trata solo de unas pocas páginas toma notas. Además no escuches música durante este tiempo. Solo estas generando ideas. Crea tus propias listas y notas y así tienes estos pequeños fragmentos y ya verás como seguir desde ahí. Durante esa hora en el paso numero uno explota ese buen diccionario. Deja que te lleve a donde sea. En una hora o así tendrás buenas palabras y nada académico y fácilmente podrás poner tu propio lenguaje personal y material en mitad de esa dura batalla para escribir. La música será lo siguiente. Eso es otro capitulo. Cuidate. Tuyo en la buena batalla. Abrazos.
Dibujar a un Molina con papel y lápiz, componiendo cual funcionario frente a su escritorio resulta cuanto menos chocante. Errático en sus apariciones en directo, pudiendo pasar de lo sublime a lo calamitoso en apenas unos minutos, cualquiera que conozca la historia del líder de Magnolia Electric Co. sabrá de sus problemas con la bebida. A la larga serían estos los que terminarían llevándose al músico al otro barrio antes de cumplir siquiera los cuarenta. Atrás dejaba una discografía fascinante, deudora del mejor rock norteamericano, capaz de emocionarnos con la más sencilla de las melodías.

Sobresalían dentro de aquel corpus las canciones dedicadas a la luna y a las estrellas, al horizonte y a la autopista 71. Palabras como 'ghost', 'dark' o 'magnolia' se repetirían una y otra vez a lo largo de su obra. Palabras sacadas de aquel diccionario de los años cincuenta desgastado por el uso y que, más por costumbre que por pereza, terminarían dibujando el universo lírico del de Ohio. Un mundo en blanco y negro, en el que la luz y la oscuridad luchaban por hacerse hueco y los hombres lo abandonaban todo sin ni siquiera echar la vista atrás. Siempre defenderé que Jason Molina era un simple músico de blues. Podría poner un puñado de ejemplos.

Sea como fuere, su cancionero terminaría convirtiéndose en testimonio de esa vida a trompicones, vivida de la mejor manera que pudo. No hay tristeza en su relato. Solo la tragedia de saber que, como en muchas de sus canciones, hacía tiempo que la suerte estaba echada. Él nunca bajó los brazos, aunque cantara como si el tren hubiera pasado de largo. Siguió componiendo hasta que le fallaron las fuerzas, escribió algunas de las mejores canciones de nuestra colección, nunca dejó de emocionarnos. Le echamos de menos.

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