1/10/22

Bruce Springsteen, la promesa inquebrantable del rock


"And when the promise was broken
I cashed in a few of my dreams"

The promise, Bruce Springsteen


Durante años la música de Bruce Springsteen fue la música de mi padre. Esa última balda de su colección de vinilos a la que no me atrevía a echar mano. Escuchar a Bruce era como cruzar aquella puerta que nunca quisimos atravesar, reconocer que nos habíamos hecho mayores y que las noches en la parte trasera de la barra se habían convertido en una anécdota para rememorar tiempos pasados. No mejores, aunque sí más cargados de nostalgia. Su épica callejera, chupa vaquera, óxido y gloria rockera, tenía mucho de esa vida adulta todavía lejana, de esos problemas que uno sólo afronta cuando no le queda otro remedio. Bruce era sinónimo de realidad y compromiso, martillo y herradura, a lo hecho, pecho.

Poco importaba que en sus portadas asomara como ese chico rebelde y peleón. Que los títulos de sus canciones dibujaran cadillacs rodados y sueños de perdedores. Los únicos sueños posibles, por cierto, pues los que todo lo tienen no necesitan de semejantes artimañas. Sueños en definitiva que se parecían a los tuyos y los míos. Había algo en la manera de cantar de Springsteen, una sensación imposible de explicar que me llevaba a pensar que, una vez enganchado a su madeja, me resultaría imposible volver a ver la vida con los mismos ojos, regresar a esa existencia ingenua en la que todo era posible. Inocente que era uno, ya ven.

Todo cambiaría con Darkness of The Edge of Town. O casi todo. Al menos lo suficiente como para que ya nunca hiciera falta echar la mirada hacia atrás. Bruce estaba de mi parte y eso era razón de sobra para seguir creyendo. Reasons to believe, que aullaba el propio Bruce al final de Nebraska. Si la memoria no me juega una mala pasada, recuerdo haber recorrido anteriormente los surcos de The River, disco monumental que había supuesto una puerta de entrada a un nuevo mundo para muchos, me consta. También para mi padre. Pero había algo en ese disco de 1978 que me atraía especialmente.

Primero, su portada pillada al vuelo. Cruda, un poco claustrofóbica. Ni el optimismo contagioso de Born to Run ni el azul neón de The River. Algo más personal y privado. Un lugar pequeño, tal vez hecho un poco más a mi medida. A la medida de los hombres de carne y hueso. A los que tropezamos y nos equivocamos cada día. De fondo, una habitación de hotel que invitaba a refugiarse, un rincón oscuro al final de la ciudad. El mensaje parecía asomar en la solapa de cartón, en aquellos títulos traducidos al español. La tierra prometida, La habitación de Candy, La fábrica. Los problemas, aquella vida adulta imposible de eludir, seguían acechando. Pero al menos nos quedaba una última bala, una última noche, una última oportunidad para prender las calles de fuego y rock&roll. El tanque estaba lleno y Springsteen era nuestra banda sonora.

Desde aquel momento Bruce se convertiría en mi confidente y en mi columna vertebral. Su fe ciega en el poder de la música, su aliento incansable, nunca me han fallado desde entonces. Su promesa inquebrantable con el rock, consigo mismo y con cada uno de los que siguen escuchando su música permanece en pie. Y eso, en estos tiempos en los que la lealtad y la honestidad cotizan a la baja entre los mercaderes, ya es toda una hazaña. Y es que hay en sus canciones hueco para cada momento y para cada estado anímico. No sólo ese ardor incandescente de la carretera, el primer flechazo de amor que te hace perder el norte, aquel latigazo juvenil. También el sabor amargo de la derrota se desprende de sus acordes. El zumbido silencioso de los días grises que no pasaran a la historia, pero que, pieza a pieza, van construyendo la biografía de los hombres y las calles sin nombre.

Tal vez por ello, tal vez porque mi padre lo solía poner en el coche después de que se lo regalásemos en las Navidades del 98, recurro con frecuencia a un disco menor, infinitamente menos transitado por la parroquia springstiniana, pero que me sigue curando las heridas como el primer día. Me refiero al último cedé de la colección Tracks, aquella caja de tesoros en la que el norteamericano reuniría algunas de esas canciones que se habían quedado por el camino. Allí, en ese cofre glorioso, los seguidores del de New Jersey podían encontrar los primeros bocetos de ese Bruce todavía en construcción. También parte del material que aparecería más tarde en las ediciones especiales de sus discos más laureados. Ese hilo subterráneo que une épocas y cosechas. Y al final de todo, al borde de esa ciudad de canciones huérfanas, un último trago para los que todavía guardaban fuerzas.

Ciertamente no uno para todos los gustos, conviene advertir. Acostumbrados al Springsteen bigger than life, al tipo que se comía el escenario como se comía la vida, resulta chocante enfrentarse al artista de carne y hueso, al humano demasiado humano. Construido en su mayoría a partir descartes de las sesiones de Human Touch, aquel disco rompía con la leyenda del hombre capaz de conquistar cualquier montaña. Y eso que durante su carrera Springsteen las había escalado de todos los tamaños. El ascenso inesperado al vagón del éxito y la decepción posterior, la vuelta al júbilo de las canciones sencillas y la sensación de que, al final del día, él era el único capaz de plantar batalla. Human Touch -y su hermano mellizo, Lucky Town- tenía un poco de todo eso, pero sobre todo era un intento consciente de bajarse de aquel tren desbocado que amenazaba con llevarse por delante hasta al propio Springsteen.

Pero volvamos a aquellas sensaciones de juventud.



Recuerdo quedarme fascinado con aquella caja color sepia. Con aquel título sencillo y ambiguo. Tracks. Con aquellas cuatro fotografías que identificaban a cada uno de los cedés que asomaban de la carpeta interior. La ilusión del tiovivo, la herrumbre oxidada de las llantas de coche, las barras y estrellas ondeando sobre la bandera yankee. Y en ese cuarto cedé de color verde -mi favorito- una imagen de un retrovisor surcando la carretera. "Esto es América" parecían decirme aquellas cuatro postales. Esto era América, al menos para ese chaval de doce años. Bruce Springsteen, ese Bruce de botas vaqueras y barba rizada que aparecía en la portada de Tracks, podría haber venido de Marte, que yo me lo hubiera creído. Todavía quedaban años para que las películas del oeste y la música country se convirtieran en mi credo y América en la tierra prometida. En aquel momento Bruce era el habitante de un continente perdido.

Sin embargo, bajo aquella fachada de tipo duro y curtido, demasiado adulto para un joven adolescente, yo encontraba un refugio de canciones nobles y cercanas. Aquel último cedé con la fotografía del retrovisor -el único con la firma del Boss que recuerdo sonar en casa o en el coche- se convertiría sin quererlo en mi primer contacto con un tipo convertido con los años en profeta y compañero de viaje. Un Bruce sereno, extrañamente relajado, surcaba los minutos de esa colección mágica. No entendía, claro, la mayoría de las palabras que cantaba, aunque intentaba desentrañar su significado a partir de aquellos títulos escritos con tinta divina. Brothers Under the Bridge, Sad Eyes, Trouble in Paradise, Seven Angels. Y sobre todo intuía -sabía- que bajo esa voz poderosa, imponente y desenfadada se escondía alguien que sólo sabía cantar con el corazón.

Leavin' Train, la canción que daba el pistoletazo de salida a aquel viaje, abría la apuesta desde el desfiladero del rock. Seven Angels y sus acordes majestuosos seguían una senda parecida, aunque para cuando llegaba al estribillo la música lograba elevarnos al cielo, en volandas, empujados por esos siete ángeles celestiales. Estoy seguro que Springsteen ha escrito canciones más memorables, himnos que permanecerán en el tiempo, ráfagas de energía incandescente que todavía relucen cuarenta años después. Y que lo harán dentro de otros cuarenta. Pero ninguna me llega de la misma manera que cuando su voz enfila el estribillo de Seven Angels. Os lo juro, amigos.

Le sigue Gave It A Name, pasaje que invita a apagar las luces del salpicadero, bajar las revoluciones del coche y dejar que la inercia de la carretera sirva de único impulso. Una de esas canciones en apariencia menores pero imposibles de olvidar una vez escuchadas. Sad Eyes en cambio siempre fue capaz de ganarnos desde el principio. Con ella uno se ve obligado a bajar todas las defensas, dejarse llevar por la emoción y reconocer que aún en sus épocas más grises e insulsas el genio de New Jersey se las ingenió para dejarnos canciones eternas. Tiene este volumen unos cuantas más de estas, por suerte. 

Trouble In Paradise y Happy asoman como diferentes caras de una misma moneda. La primera, simplona en su melodía, adquiere forma de catálogo de reproches domésticos. Tiene algo de culebrón y de sirope melodramático. De intento por emular los viejos duetos de la Motown. La falta de contrapartida femenina hunde el aguijón de la soledad siquiera de manera más profunda en el corazón del de New Jersey. Happy en cambio es todo lo contrario. Donde en Trouble In Paradise son todo dudas, en esta encontramos a un Bruce convencido y directo. Una declaración de amor sencilla, cursi si quieren, pero con la que es imposible no emocionarse. Lejos quedaban esos días en los que los críticos más afilados acusaban al norteamericano de intentar agotar todo el catálogo de palabras del diccionario.

Cierra la colección una nueva explosión de amor romántico -la incandescente Back in Your Arms donde regresa el saxo de Clarence Clemons- y un aviso de lo que estaría por venir -Brothers Under The Bridge, descarte del enraizado The Ghost of Tom Joad, cuya letra parece anunciar la vuelta a la camaradería de la E Street Band-. Con ella se completa el retrato de ese Springsteen en letras minúsculas, de sombra quizás menos alargada, atravesando el desierto de la mediana edad. Esa misma que, curiosamente, comienza a asomar para algunos de nosotros. No importa, amigos. Bruce sigue de nuestra parte. Con más arrugas en la cara. Tal vez menos inspirado en estos últimos compases del nuevo milenio. Siempre nos quedarán, eso sí, sus obras magnas, memoria de aquellos tiempos en los que el rock era capaz de hacernos mover el culo, inspirarnos y ponerlo todo patas arriba, todo al mismo tiempo.

Y para algunos pocos, entre los que me incluyo, quedará también aquel disco final de Tracks. Seda y melodía. Costumbrismo y romanticismo de folletín. La sencillez de la vida hogareña y esos primeros viajes más allá de la frontera del barrio. Nos hicimos mayores porque empezamos a escuchar a Bruce. O quizás fuera al revés y empezamos a escuchar a Bruce porque nos hicimos mayores. Aunque, por supuesto, no lo supiéramos en ese momento. Aunque nos costara entender que la vida adulta es esa en la que dolor y pasión, gozo y derrota, se mezclan día sí, día también. Ahora que lo sabemos es demasiado tarde para dar marcha atrás. No importa. Por el camino aprendimos una lección para toda la vida: el rock, la música con mayúsculas, su promesa indestructible y su capacidad de salvar la más insípidas de las noches, se hizo carne en Bruce Springsteen. Y nosotros tuvimos la suerte de vivirlo. Ahora sólo queda cumplir con nuestra parte del trato.


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