21/1/23

David Crosby, el hijo ingobernable del sueño hippy



Poco a poco se van apagando las luces de esa pendiente por la que un día ascendieron todas las estrellas del firmamento musical. Una ladera al costado de Hollywood bautizada como Laurel Canyon y en la que a principios de los setenta terminarían coincidiendo toda una generación de artistas en el nexo que une el folk con el rock y sus afluentes. Y entre todos ellos, quizás el más obstinado aunque también el mas soñador, David Crosby. Un escritor de canciones mágico y caleidoscópico, poseído por el hedonismo de la quimera hippy y hondo como el surco más profundo de la llanura norteamericana. Él fue el primer cowboy cósmico y el pájaro demasiado libre como para permanecer enjaulado entre los barrotes de una banda al uso. El tipo que se bebió la vida, sucumbió a la adicción como ningún otro y todavía tuvo tiempo para contarlo. Que haya sobrevivido hasta las ochenta y un años es la prueba definitiva de su carácter tozudo y peleón.

David Crosby nunca se casó con nadie y hasta sus últimos días permaneció en la trinchera de la polémica. Aquello le valió la fama de intratable e incluso le enemistó con muchos de sus más cercanos colegas del gremio musical. Sin embargo, consciente de que la música sólo merece la pena si es compartida, casi siempre actúo al abrigo de una formación. Como si intuyera que libre de cualquier atadura su galopar salvaje le terminaría llevando directo a la tumba. O simplemente porque necesitaba del puntapié competitivo inherente a cualquier banda de rock. Sus excesos, sus exabruptos, quizás no eran más que una manera de hacerse notar en un firmamento musical al que no le faltaban estrellas y aspirantes al trono. Todo lo que tenía de ególatra lo tenía de dulce y cándido. Especialmente en esos últimos años en los que, sin perder ese verbo afilado, hizo proposición de enmienda hasta lograr hacer las paces con un pasado plagado de errores y traspiés personales.

Crosby había comenzado su andadura musical a comienzos de los sesenta acompañando a un joven Terry Callier, confirmando esa necesidad inevitable de compartir escenario que le acompañaría durante toda su carrera. Pero no sería hasta su encuentro con Gene Clark y Roger McGuinn que el californiano encontraría su primera gran plataforma musical. Hijos del Greenwich neoyorquino, los Byrds lograron con sus versiones de Mr. Tambourine Man y Turn! Turn! Turn! transformar el folk sepia de los cafés de Manhattan en una explosión technicolor. En apenas tres años editarían cinco álbumes que sentarían las bases del movimiento folk-rock, mojarían los pies en las aguas de la psicodelia y abrirían las puertas a ese regreso al campo que algunos describirían bajo el rótulo de country cósmico. Pocas bandas quemaron tantas etapas en tan poco tiempo. Algo que el propio Crosby parecía anticipar en canciones como Everybody's Been Burned y que terminaría pasando factura, abriendo una brecha insalvable entre David y el resto de miembros de la formación.

Para cuando McGuinn, Crosby y compañía se presentaron en 1967 en el legendario festival de Monterrey, el combo angelino era ya toda una institución en el incipiente negocio de la música popular. Tal vez por eso o por ese deseo irrefrenable de acaparar los titulares, el deslenguado David decidió aprovechar los focos de la convención californiana para ejercitar su vocación de profeta. Justo antes de atacar una solemne He Was A Friend Of Mine, el guitarrista decidió presentar su versión de los hechos en torno al reciente asesinato del presidente Kennedy. Un sermón que no sentó nada bien entre los miembros de la banda que no compartían el afán de protagonismo de Crosby. Meses después y tras unas accidentadas sesiones de grabación para un disco que terminaría siendo bautizado como The Notorius Byrd Brothers, el angelino era expulsado del nido musical de los Byrds.

Poco tardaría el cantante en encontrar un nuevo refugio con la ayuda de Stephen Stills y Graham Nash. El debut del trío permanece todavía como el molde indeleble de ese primer fogonazo a orillas del cañón del laurel. Su versión más inocente y cristalina, triángulo equilátero todavía inmaculado del manto blanco de la cocaína y de la envidia verde del dólar. Con la incorporación meses después de Neil Young -un compositor que compartía con Crosby ese carácter nómada y vitriólico, puro mercurio- se completaba el cuadrado imperfecto de una de las mejores conjunciones de talento de la historia de la música. Demasiado bueno para durar. En septiembre de 1969, la misma semana que el debut de Crosby, Stills & Nash alcanzaba el disco de oro, la novia de Crosby fallecía en un accidente de carretera marcando para siempre el tono solemne de su cancionero. La escena musical se acostumbraría pronto a la tragedia durante aquellos primeros compases de los setenta. Pero antes de que perdiéramos a Hendrix, Joplin y un largo etcétera, el antiguo miembro de los Byrds ya había tenido su encuentro con la guadaña. Hasta en esto fue pionero.

De aquel golpe nacería la obra más torrencial salida de la pluma de Crosby. If I Could Only Remember My Name es una atalaya y una pira funeraria, un recuerdo para los que se fueron y un camino abierto para los que vendrán. Sus aires de western no tienen nada de épico. Tampoco de ese espíritu iconoclasta de los Byrds del Sweetheart of the Rodeo. La intención es más sencilla y terrenal. El conjunto, tenue y tétrico, como de cristalera gótica, dibuja contornos difusos que tan pronto adquieren forma de road-movie como celebran la vida con ese eslogan eterno: Music is love. La ausencia de letra en algunos de los cortes del discos no debe entenderse como falta de inspiración sino como la necesidad de que sea la música, sin significado concreto, la que marque el paso. Crepuscular a ratos, intenso cuando el ánimo acompaña, los laberintos sonoros se entremezclan hasta convertir a este If I Could Only Remember... en un pasadizo secreto a la psique de un Crosby herido. Un álbum astral y sanador, para escuchar en los días en los que la vida aprieta y necesitamos encontrar refugio en el oasis de la música.

A pesar de que su voz, su fina pluma de mercurio, aparece en cada uno de los surcos, es el debut en solitario de Crosby una muestra única del talento inabarcable de ese Laurel Canyon. A lo largo de la decena de canciones del álbum hacen acto de presencia miembros de Jefferson Airplane, Grateful Dead, Joni Mitchell -a la que Crosby había producido su estreno discográfico-, el propio hermano de David y hasta viejos conocidos como Graham Nash y Neil Young. Un gran álbum familiar de toda ese generación de vaqueros cósmicos espolvoreados por las colinas de Hollywood. Ellos cambiaron la música para siempre. Ellos tuvieron en Crosby a su átomo más reactivo y a su chispa más ardiente. En canciones como Laughing u Orleans el angelino rompía los moldes del folk-rock al uso y se entregaba al libre albedrío de las musas. Un camino que pronto se tornaría pedregoso.

A la vuelta de CSN&Y en 1974 todo parecía haber cambiado en el negocio del rock. Aquella gira mastodóntica, destinada a hundirse en sus propios excesos, anunciaba el final del sueño hippy que había alumbrado la propia banda con su debut hace apenas un lustro. También para el propio Crosby que iniciaría su lento declive personal hasta acabar entre rejas a mediados de los ochenta. Durante años su nombre aparecería en los periódicos más por sus encontronazos con la ley o la incontrolable adicción que por sus esporádicas aportaciones musicales. Huérfano de una banda que le espoleara a seguir creando, su libro de melodías apenas se ampliaría hasta prácticamente nuestros días en la que un rejuvenecido Crosby entregaría algunas de sus mejores páginas. Media decena de álbumes desde 2013 que parecían retomarlo donde lo había dejado el ya lejano aunque todavía legendario If I Could Only Remember My Name, santo y seña de la senda sonora del californiano.

Un Crosby especialmente trascendental y reflexivo, echando un vistazo por el retrovisor, con intención de enmendar errores pero sin necesidad de caer en la autocompasión. Un tipo que parecía agradecerle a la vida esa segunda oportunidad regalándonos una tanda de discos cargados de sabiduría y tesón. Un sentimiento que terminaría plasmado en un documental que tomaba su nombre del título de aquel disco de 1971. Memoria sin una pizca de nostalgia, reconforta ver al músico hacer ejercicio de introspección confirmando su fama de indomable y testarudo. Pero sobre todo provoca una sonrisa verle todavía sobre un escenario. Consciente de que todo este tiempo que le resta es un tiempo prestado, impensable para los que vaticinaron que las drogas le llevarían al otro barrio de manera prematura. Crosby lo sabe y por eso exprime sus últimas gotas de mística en discos para enmarcar como Lighthouse, Sky Trails o For Free. Escribe canciones como I Won't Stay Long que cerraría su ya último álbum a este lado del río. En sus versos se resume toda una vida dedicada a la música y a la búsqueda de una libertad que siempre fue compartida. “I don't know if I'm dying or about to be born / but I'd like to be with you today / Yes, I'd like to be with you today”.


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