15/11/20

Jim Sullivan: autopistas, desiertos y ovnis

La versión oficial asegura que Jim Sullivan fue visto por última vez el 5 de Marzo de 1975 en las inmediaciones de Santa Rosa, localidad a mitad de camino entre Alburquerque y Amarillo. Dos días antes el músico había dicho adiós a su mujer, a su hija y a su vida en San Diego y había puesto rumbo a Nashville, en busca de un éxito que parecía esquivarle. El 8 de Marzo, tras varias horas de búsqueda, la policía del condado localizaba el Volkswagen Bug de Sullivan en uno de los caminos a las afueras de Santa Rosa. Entre los objetos encontrados en el interior del coche se encontraban una guitarra de doce cuerdas y varias copias de los dos primeros discos que el californiano había grabado hasta la fecha. Un cuaderno de notas, ropa y la cartera de propio Sullivan completaban el último bodegón de un músico que lo intentó, pero del que desgraciadamente ya nunca más se supo.

Comienza aquí la leyenda de Jim Sullivan. Un artista que dejó tras de sí dos docenas de canciones y un centenar de interrogantes todavía sin resolver. ¿Qué hacía aquel tipo de casi dos metros de alto y pinta de cowboy bonachón en un pueblo como Santa Rosa? ¿Por qué la noche anterior a su desaparición la propia policía había parado a Sullivan para hacerle un control de alcoholemia? ¿Por qué el músico había decidido reservar una habitación en La Mesa Motel si, según los informes policiales, nunca llegó a hacer uso de ella? ¿Qué extraño suceso había obligado a Sullivan a abandonar su coche en mitad de un camino de tierra dejando atrás sus escasas pertenencias? Y, finalmente, ¿qué misterio contenían aquellas cintas que el californiano había dejado abandonadas en el maletero de su Volkswagen?

Rescatadas estos días por los arqueólogos del sello Light In The Attic, las canciones de Jim Sullivan remiten a un tiempo en el que los músicos no tenían miedo a cruzar fronteras, ya fueran físicas o simplemente estilísticas. Sin ir más lejos su primer disco, editado originalmente en el año 1969, presentaba al mundo a un artista de raíz vaquera, pero lo suficientemente flexible como para moverse a sus anchas entre arreglos de piel barroca e intención pop. Con un título entre lo psicodélico y lo extraterrestre, las canciones de U.F.O. hablaban de autopistas, desiertos y ovnis presentando una galería de personajes en busca de algo a lo que agarrarse, cuando no directamente en plena huida hacia un futuro incierto. Con los años muchos verían en aquellas referencias paranormales una excusa para elucubrar fantasías sobre la desaparición de Sullivan. Según algunos, los más atrevidos quizás, el californiano, lejos de haber simplemente desaparecido, había sido víctima de una abducción interplanetaria. Otros, quizás más terrenales, afirman que en aquella noche del 5 de Marzo Sullivan sencillamente decidió abandonar su coche para perderse en la inmensidad de la llanura de New Mexico y nunca más ser visto. Un final digno del mejor western crepuscular.

Sea cual sea la teoría escogida, lo cierto es Jim Sullivan siempre intuyó que su vida estaba destinada a salirse de los cánones de lo ordinario. Como asegura su hijo, “la idea de tener que ser un currito y tener que trabajar para otro le era probablemente tan repugnante como cortarse una mano”. Su mujer, Barbara, se ganaba la vida como secretaria en las oficinas de Capital Records lo que hacía de aquella vida rutilante, centrada en lo artístico, algo no del todo extraño para la familia Sullivan. Irónicamente Jim había cumplido con nota con el papel de adolescente arquetípico de finales de los años cincuenta. Popular entre sus compañeros de pupitre, capitán del equipo de fútbol americano, el joven Sullivan terminaría casándose con la reina del baile del instituto en un guión que sin duda provocaría sudores fríos en el personaje de James Dean en Rebelde sin causa. Sin embargo, de manera inesperada para muchos, el joven de San Diego terminaría encontrando en la guitarra su verdadera vocación.

En los sesenta Sullivan se convertiría en habitual en los cafés de las inmediaciones de Los Ángeles. Cuentan los que le vieron en acción que su estilo desnudo y poderoso traía a la memoria el sonido de otros songwriters de la época como Tim Hardin o Fred Neil. No obstante, incapaz de emular la capacidad de estos dos para escribir himnos como If I Were a Carpenter o Everybody's Talkin', el de San Diego sufriría para encontrar a alguien interesado en publicar aquellas canciones de temática espiritual y rastro polvoriento. Ni siquiera sus contactos en el sello Capitol a través de su mujer le ayudarían en este aspecto. Nada de esto desanimó a Sullivan, que a finales de la década se convertiría en fijo en la programación semanal de The Raft, uno de los garitos más hip de la costa de Malibú. Sería allí donde el músico terminaría coincidiendo con tipos como Lee Marvin, otro fuera de la ley dentro de la escena de Hollywood, o Harry Dean Stanton, que años más tarde protagonizaría Paris, Texas, película en la que Stanton encarna el papel de un hombre que regresa a la civilización tras años perdido en el desierto de Texas. Rellenen la línea de puntos.



También allí, en Malibú, Sullivan entablaría amistad con Dennis Hopper, actor y director que había comenzado su carrera cinematográfica con un pequeño papel en la mencionada Rebelde sin causa y que, especialmente tras el estreno de la archiconocida Easy Rider, se convertiría en santo y seña de la contracultura norteamericana. De alguna manera, con su mostacho y su larga melena, Jim Sullivan parecía seguir los pasos del cineasta. No sólo en lo estilístico, obvio si miramos a alguna de las escasas fotos que se conservan del músico, sino también en lo que concierne a ese espíritu libre y aventurero. De piel inconformista y corazón forajido, Billy -el personaje interpretado por el propio Hopper en Easy Rider- encapsula todo aquello que no encajaba en la sociedad bienpensante norteamericana de finales de los sesenta. El cowboy, el motero, el hippy y, en definitiva, todo aquel que, como Jim Sullivan, parecía empeñado en surcar los márgenes del sueño americano. El mensaje parecía claro, sólo había que esperar a la próxima curva para encontrarlo.

Curiosamente el propio Sullivan terminaría apareciendo de manera efímera en la película de Hopper y los que todavía conservan la memoria recuerdan que muchos de los participantes de la cinta terminarían coincidiendo en la casa del músico en el último día del rodaje. No correría igual suerte su música, que con su tacto de cuero y su aroma esotérico podría haber encajado como un guante en el metraje de Easy Rider. Cuentan los libros que en un primer momento Peter Fonda, compañero de reparto de Hopper en la cinta, tuvo en mente contratar a los recientemente formados Crosby, Stills, Nash & Young para grabar una banda sonora con material completamente original. Hopper, siempre un paso más adelante, desechó la idea en favor de una colección de éxitos que incluía a tótems del momento como Jimi Hendrix, The Byrds o Steppenwolf, malgastando sin duda una oportunidad para dar a conocer a un escritor de canciones único como Sullivan.

Así, para cuando Easy Rider comenzaba su andadura por los cines, el californiano todavía estaba luchando para encontrar a alguien interesado en publicar alguna de sus canciones. Tendría que ser otro de sus contactos en el mundillo de Hollywood el que le brindaría aquella primera oportunidad. Al Dobbs, habitual también en las noches de Malibú, parecía haberse tomado como un empeño personal ayudar a Sullivan en su tarea y en poco tiempo juntaría el dinero suficiente para montar un pequeño sello discográfico con el que publicar las canciones del bardo. “Creo que muchos de nosotros estábamos buscando, intentando encontrar algo con lo que llenar nuestras mentes”, aseguraría Dobbs. “No estoy seguro si Jim estaba buscando algo, creo que lo que Jim estaba intentando es sacar lo que tenía dentro”.

Eso que Sullivan tenía dentro era una decena de composiciones de cosecha propia. Canciones que iban desde lo polvoriento -Plain as Your Eyes Can See- hasta lo crepuscular -Highways-. La admiración por viejos conocidos como Hardin o Neil seguía presente en su manera de cantar, pero, tras su paso por el estudio, el artista había logrado engalanar sus composiciones con una colección de arreglos que otorgaban al conjunto un aire majestuoso. Todavía tendría que pasar un tiempo hasta que Gram Parsons acuñara el termino, pero lo que Sullivan estaba intentando hacer en U.F.O. era un claro ejemplo de esa 'cosmic american music' que el líder de los Flying Burrito Brothers practicaría en la primera mitad de los setenta. Un cruce de caminos en el que se daban cita las raíces acústicas y el dramatismo pop, el deseo de fundirse con el horizonte y la búsqueda de un futuro que no estuviera marcado por el tic-tac de los relojes. Carretera, rebeldía y libertad.

Un mensaje quijotesco, ingenuo como todo buen debut que se precie, para el que Sullivan echaría mano no obstante de algunos de los músicos más curtidos de la ciudad de Los Ángeles. Jimmy Bond, Earl Palmer y Don Randi, todos ellos miembros de la legendaria Wrecking Crew, formarían el grueso de la banda que acompañaría al californiano en aquellas primeras sesiones de grabación. No estamos muy seguros de qué pensarían aquellos tipos bregados en cientos de grabaciones -de Frank Sinatra a Phil Spector pasando por los Beach Boys y The Mamas & The Papas- de un novato en el negocio como Sullivan, pero lo cierto es que el sonido final se asemeja más al de un tipo con callos en las manos que al de un recién llegado a la industria. Aquel despliegue de arreglos de cuerda y viento escora las canciones del californiano hacia terrenos más cercanos al rock y la psicodelia. Nada que objetar. Bajo la superficie sigue asomando ese bardo de piel folk y espíritu vaquero. Los que tuvieron de la suerte de conocerle aseguran que, tanto en su versión más pulida como en esa otra acompañado simplemente por su guitarra acústica, la voz del californiano seguía siendo imponente.



Por suerte hoy en día podemos hacer la prueba. Editado en 2019, If The Evening Were Down recoge algunas de las canciones de aquel debut en su estado primigenio, con Sullivan a solas frente al micrófono. Un ejercicio de memoria que nos devuelve al espíritu de aquellas noches en los clubes de Malibú, cuando el artista intentaba hurgar en las mentes del ambiente hip californiano acústica en mano. No estamos, como alguien pudiera pensar, ante un simple rescate de demos de tacto rugoso y sonido desaliñado. Más bien una ristra de composiciones completamente definidas, quizás necesitadas de ese toque de cincel que separa lo bueno de lo sublime, pero que, en su versión desnuda, abren un ramillete entero de posibilidades. Canciones como Roll Back the Time y So Natural, despojadas aquí de su cubierta pop, intuyen un compositor de imaginación desbordante. What is My Name y Close My Eyes -inéditas en la versión original de U.F.O.- avisan de que, de no haber abandonado el edificio, hubiéramos tenido Sullivan para rato. Preside la colección el dibujo del propio músico perdiéndose en el horizonte del desierto, anticipando el desenlace de esta historia trágica.

Pero antes de aquel truco final todavía quedaba un capítulo más que añadir a la rocambolesca epopeya de Sullivan. Una segunda oportunidad que llegaría de mano de uno de los más inesperados personajes de la fauna californiana. Si U.F.O. había terminado viendo la luz de manera modesta gracias a la ayuda de alguno de los amigos de Sullivan en el mundo del celuloide, su segundo disco tendría como socio capitalista a uno de los millonarios más excéntricos de Los Ángeles: Hugh Hefner. Pocos se acuerdan hoy, pero, años después de crear la primera revista para adultos de tirada general, el fundador de Playboy había abierto su propia sucursal en el negocio de la música en un intento por adaptar su imagen a los nuevos tiempos. Como era de esperar, Playboy Records nunca pasaría de mera anécdota más allá de media docena de éxitos menores en las listas de pop y R&B, condenando a la mayoría de los nombres de su catálogo al vagón de cola de la historia. Incluido por supuesto nuestro protagonista, que, con su look desaliñado y sus canciones cargadas de honestidad, parecía chocar de frente contra todo lo que representaba Hefner y su imperio del conejo.

De portada ocre y título homónimo a lo The Band, Jim Sullivan conectaría al de San Diego con esa nueva generación de songwriters de piel de cuero y barba prominente. La silueta country-folk, quizás más acusada en esta ocasión, toma prestada el pincel de bluegrass y el soul ampliando la paleta de brochazos melódicos. Hay algo de ese espíritu inocente que presidía su debut – el guiño a The Byrds en Don't Let It Throw You-. Sunny Jim y I'll Be Here siguen la estela de los sonidos sedosos que triunfaban en las ondas radiofónicas de aquel año 72. Biblical Boogie se ayuda de los vientos para sumergirse en el pantano del swamp-blues. Tom Cat se atreve incluso con el funk sudoroso a lo Isaac Hayes. Reaparece Sandman, composición que cerraba U.F.O. y que en esta ocasión se ayuda de una second line criolla para subrayar aquel ritmo saltarín. Más sobria, Lonesome Picker se descubre como la gran joya de la colección. En su letra se concentra el credo vital de Sullivan, brújula para todos aquellos que, como él, encontrarían en la música un salvoconducto contra la monotonía del orden establecido.

I often get the feeling that I'm talking to the wind and no one hear 
No one listens in 
Then I start singing songs and music makes the whole world feel like home 
Sing a song and you're not alone  

Por desgracia el disco seguiría la misma suerte que su antecesor, lastrado por su conexión con el sello de Hefner. Algunos incluso especulan que aquella asociación con la revista picante -y sus lazos con la mafia- sería la razón última de que Sullivan terminara poniendo millas de por medio. A estas alturas de la historia piensen ustedes lo que quieran. Lo único cierto es que en 1974 el californiano, cansado de intentarlo, intuyendo quizás que su música tendría mejor acogida en la Music Row, haría las maletas rumbo a Nashville. Aquel viaje, convertido hoy en leyenda, sería lo último que el músico emprendería antes de que la tierra de Santa Rosa se le tragara. Décadas después Robert “Buster” Ginter, manager de Sullivan durante sus años en San Diego, contaría que al final de una noche que se había alargado hasta el amanecer los dos amigos acabarían discutiendo sobre la mejor estrategia en el caso de que alguno de ellos tuviera que desaparecer del mapa. “Comenzaría a andar por el desierto y nunca volvería”, comentaría Sullivan. Y así sería.


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