20/12/20

Todos los buenos tiempos (II)


El álbum de fotos del trastero

Una de las pequeñas victorias que más hemos celebrado en casa en este año pandémico ha sido la publicación de las basement tapes de la pareja formada por Gillian Welch y Dave Rawlings. Los que acostumbran a seguir al matrimonio de Nashville sabrán de su habitual parsimonia a la hora de editar material nuevo. Perfeccionistas hasta la médula, Welch y Rawlings llevan años habitando su propio espacio dentro de la escena tradicional yankee. Su ritmo pausado, su trote majestuoso, tiene mucho de protesta contra las formas contemporáneas. Una reivindicación de esa manera sencilla de entender la música que siempre latió en las canciones de una América que hoy parece estar en peligro de extinción.

En primavera, cuando el mundo se replegaba sobre sí mismo, Welch y Rawlings decidieron intentar algo nuevo: sentarse los dos en una habitación con una grabadora y un puñado de canciones y dejar que la cinta corriera sin freno. Al resultado lo titularon All The Good Times y es lo más cercano que ha estado la pareja del espíritu salvaje y rudimentario de la Harry Smith Anthology. Al comienzo de Oh Baby It Ain't No Lie se puede escuchar el crujido de las paredes del estudio segundos antes de que entre la guitarra de Rawlings. Un detalle menor, una mota de polvo en la lente de la cámara de fotos. Una imperfección que otros hubieran pasado por alto. No el dúo norteamericano, acostumbrado a entregarnos discos de producción limpia y tacto barnizado. En un año en el que hemos escuchado las vigas del edificio crujir y a los vecinos del piso de arriba reír y llorar, All The Good Times recupera parte de esa algarabía colectiva. Tiene algo de espectáculo privado y de placer compartido. Podría haber sido grabado en un sótano de Nashville o en el salón de tu casa. A veces, cuando lo escucho, juraría de hecho que ha sido grabado en el salón de la mía. Espero no ser el único.

Hay en esa mezcla de clásicos modernos y folk centenario un intento por crear una antología propia del género. Una colección de himnos prosaicos, canciones de amor y piezas sacadas del songbook de nuestros abuelos que reconforta con su aroma a roble y chimenea. Poor Ellen Smith y Fly Around My Pretty Little Miss, dos ejemplos de esto último, hace tiempo que perdieron su autoría para convertirse en patrimonio común. Jackson, el estándar de Johnny Cash y June Carter, agita las ramas del árbol genealógico de la Carter Family mientras imagina las historias de indios y vaqueros que veíamos los domingos en la sobremesa. Abandoned Love -aquel capítulo perdido de la enciclopedia de canciones de ruptura- y Señor recuperan por su parte al Dylan más sentido y montaraz. Confirmando de paso que, de haberse presentando la ocasión, Welch y Rawlings hubieran encajado a la perfección en la caravana ambulante de la Rolling Thunder Revue.

Completa la colección una lectura canónica del Hello In There de Prine, que en la voz de Welch adopta tonos ocres y silueta melancólica. Ella y Rawlings están todavía lejos de alcanzar la edad con la que el songwriter de Illinois nos abandonó en abril, pero hace tiempo que lograron destilar la fórmula de su oficio. Sinceramente no encuentro en mi colección de discos otra pareja que exprese mejor ese sentimiento de pérdida que me provoca la canción de Prine. Tenerlos todavía aquí es una alegría. Aunque nos recuerden cada día que algunos nos estamos quedando obsoletos. Demasiado viejos como para navegar en las aguas de un mundo que parece agotarse. Su tesón por recuperar los sonidos sencillos de la tierra y el campo puede sonar a simple nostalgia, pero sirve de consuelo para los que hace un tiempo abandonamos el confort de la capital de provincias para instalarnos en la gran ciudad.

Hace unas semanas mis padres decidieron hacer el camino de vuelta y cambiar las aceras de Madrid por los campos de Castilla. Un viaje de regreso a las raíces que recuerda extrañamente al paisaje que dibujaba Prine en Hello in There. No les culpo. Nadie debería vivir en una casa esperando simplemente a que los árboles crezcan y los hijos regresen el día de Navidad, como en la canción del norteamericano. Una parte de mí les imagina como en las viejas películas del oeste colocando trastos sobre el techo de una diligencia, mientras mi madre intenta hacer hueco para aquella mecedora que la abuela nos dejó en herencia. Las mudanzas ya no son lo que eran, ya sé. Solo espero que por el camino no se pierdan ninguna de las fotos que guardábamos en la buhardilla. Especialmente aquella en la que mi abuelo con sombrero, bigote y pintas de dandy se agarraba a mi abuela en alguna plaza de Madrid que nunca supimos descifrar. Estoy casi seguro que los libros de 'elige tu propia aventura' y aquella copia destartalada del Decade con la que descubrí a Neil Young seguirán en un trastero hasta el siguiente traslado. También aquel juego de café de la boda de mis padres que nunca llegamos a utilizar. Algunas cosas existen con el único fin de ocupar espacio en el camión de mudanzas.

Algo parecido les pasó a Gillian Welch y Dave Rawlings cuando a comienzos de la década pasada decidieron enterrar varios rollos de cinta en el sótano de su casa. Durante años aquellos estuches llenos de canciones, inéditas en su mayoría, se dedicaron a viajar de estudio a estudio coleccionando polvo. Hasta que a comienzos de 2020 un tornado inundó la ciudad, incluyendo la base de operaciones que la pareja tenía en Nashville. Entre los objetos rescatados de la ruina estaba aquel álbum de fotos musical que recoge las composiciones que el dúo escribió en los años que mediaron entre la publicación de Time (The Revelator) y Soul Journey. Publicadas finalmente en este 2020 de sequía para muchos de los que se dedican a la música, los tres tomos que forman Lost Songs recogen un periodo especialmente fértil para la pareja. Una etapa endulzada por el éxito de la banda sonora de la película de los hermanos Cohen Oh, Brother, Where Art Thou?, pero que no modifica un milímetro el rumbo libre de su música.

Como en las cintas piratas de la Big Pink, aquí hay un poco de todo. Ciudades sin ley y personajes sacados de una película de John Ford, funerales y ferias del condado, zapateos bluegrass y bocetos country-folk, pecado y redención. No faltan tampoco canciones ya conocidas -Make Me Down a Pallet on Your Floor- y otras que lo parecen -Happy Mother's Day-. En Papa Writes to Johnny Welch y Rawlings recurren al género epistolar para emular a Prine. En Picasso la metáfora pictórica sirve de excusa para dibujar el perfil dorado del Dylan de When I Paint My Masterpiece. Es una pena que Rawlings no se atreva con la armónica más a menudo. O que hayan tenido que pasar viente años para escuchar canciones como Valley of Tears o Here Comes The News. En la espera coinciden penitencia y recompensa. Con el tiempo -eso que tanto nos enseñaron a apreciar la pareja Welch-Rawlings- los tres volúmenes de este Lost Songs serán recordados como la rosa de los vientos de los de Nashville. Su brújula y su catálogo de virtudes más allá de géneros y épocas. Sólo ellos son capaces de cruzar de punta a punta el surco jondo del paisaje norteamericano con la simple ayuda de dos guitarras y dos voces.   

Al final como en todo buen viaje -y Lost Songs lo es- queda esa sensación única, a mitad de camino entre la extrañeza y la familiaridad. Lo que fue y lo que pudo ser. La misma clase de extrañeza y familiaridad que asoma cada vez que miramos a una foto de nuestra infancia. Aquel suéter de lana que nuestra madre nos hacía ponernos cuando teníamos nueve años. Las Navidades del 98 en el que nos regalaron nuestra primera micro-cadena de música para desgracia de los vecinos. Aquel directo de Crosby, Stills, Nash & Young que nos abrió las puertas del cielo y que nos marcó para siempre. Lo que fue y lo que será. Nueva y vieja normalidad. El primer abrazo a mi madre cuando todo esto pase. El primer concierto y ese viaje a Madrid que tenemos pendiente desde primavera. Escribir ese libro sobre el country forajido de los noventa que nunca pude empezar. Promesas para romper y tirar a la basura. Las mejores. Las que nos permiten imaginar un futuro todavía imposible. Welch, siempre certera, lo resume en apenas unos cuantos versos en One Little Song: “tiene que haber una canción que no haya sido cantada / porque no es posible que alguien haya pensado en todo / una pequeña nota que no haya sido usada / una pequeña palabra que no haya sido desgastada mil veces / en mil rimas”.  Seguimos intentándolo.


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