19/3/23

Discos para una república invisible XXVI


Siempre pensé que la portada de Flyin' Shoes, aquel verso perdido en la discografía de los setenta de Townes Van Zandt, era un homenaje velado al segundo volumen de Tim Hardin. A esa imagen doméstica y honesta desde el alfeizar de la ventana. Desconozco si tal era la intención del tejano. Ya saben, como todo lo que nace del deseo y la imaginación, la idea resulta sugerente y magnética. Imposible olvidarla después de haberla visto por primera vez. Lo que sí es cierto es que tanto Van Zandt como Hardin recorrerían sendas paralelas a su paso por este mundo. Genios precoces, aplaudidos desde sus primeros compases en esto de la música, en algún momento alguien pensó que podrían llegar a convertirse en punta de lanza de su generación. Ellos, que siempre creyeron más en el sacramento de la canción que en el púlpito del éxito, decidieron abdicar de su propio destino. Recorrer los surcos ásperos de la carretera, sucumbir a la adicción -cada uno a su manera- y vagabundear en busca de una verdad que casi nunca aparece bajo los focos.

En el caso de Hardin, el pecado original aparecía ya en su debut de 1966, santo y seña de ese sonido económico y sencillo del Greenwich neoyorquino. Reason to Believe tenía un estribillo fabricado para esos tiempos en los que palabras como 'amor' o 'esperanza' parecían salir de los labios de cualquiera. Lo que muchos desconocían es que bajo ese título inocente se escondía una historia de despecho y negación. No, al final de esta película el chico no acaba casándose con la chica de sus sueños. En How Can We Hang on to a Dream -la canción que cerraba aquel álbum- ese mismo deseo de encontrar un final feliz reaparecía convertido ya en espejismo. Curioso para alguien que acompañaba la edición de su segundo trabajo con una elegía a la paternidad y al milagro del nacimiento.

En la portada del elepé editado por Verve Hardin aparecía acompañado de su mujer embarazada mientras sujetaba un cigarro y oteaba a través de la ventana. La estampa filtrada a través del cristal de la ventana servía de metáfora a un disco de sonido hogareño y a ras de suelo, de idénticas costuras al debut de 1966. Con canciones que algún caso no superan los dos minutos, el norteamericano se erige como el maestro de la economía lírica. Como si quisiera evitar que el oyente tuviera ni un segundo para apartar la atención de su voz y su guitarra, Hardin es capaz de levantar una historia con la simple ayuda de tres acordes y ese susurro hosco y profundo, versado en la tradición del blues. Lo demuestra en Black Sheep Boy, que oculta sus orígenes rurales bajo el velo de los arreglos de cuerda. Idéntica senda sonora toma Baby Close Its Eyes, inspirada sin duda por la eminente paternidad de su autor.

En Tribute to Hank Williams Hardin rinde homenaje al gran maestro de la canción triste y polvorienta. Recorre sus últimos pasos hasta aquella muerte trágica la noche de Año Nuevo de 1952 en el asiento trasero de un Cadillac. Se calza su traje maldito, anunciando tal vez la senda que recorrerán los huesos del propio Hardin hasta su final repentino en 1980. “He sang from his heart / Took the pain from his sins / We watched the pain in his heart / And they sang and they clapped their hands”. En aquellos versos rotos dedicados al autor de I'm So Lonesome I Could Cry se resume la propia trayectoria del de Oregon como si de un oráculo divino se tratara. Cuando cuatro años más tarde Hardin aparecía con sombrero de vaquero y barba prominente en su debut para Columbia -el imprescindible Bird on a Wire- algunos se preguntaron donde estaba el inocente trovador del Greenwich. ¿La respuesta? En algún punto perdido del mapa norteamericano siguiendo las enseñanzas de Hank.

O sencillamente haciendo buenas las palabras de If I Were A Carpenter, estandarte de este Tim Hardin II. Fijada en la memoria colectiva tras el paso del trovador por el Festival de Woodstock, en ella el de Oregon deja transpirar su verdadero anhelo vital, ese deseo de seguir una vida sencilla y sin adjetivos. Aquellas líneas iniciales -If I were a carpenter and you were a lady / Would you marry me anyway? Would you have my baby?- todavía retumban en los oídos de todo aquel que la haya escuchado al menos una vez. Nos recuerdan que hay otro camino. Tal vez más gris e irregular, plagado de pequeñas derrotas. Pero infinitamente más honesto y satisfactorio. El camino de las canciones y de la vida. Ese mismo que recorrió Tim Hardin durante treinta y nueve años antes de que su voz se apagara un 29 de diciembre de 1980.


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