30/6/14

Un Dylan sagrado


Que las canciones de Dylan pueden disfrazarse casi de cualquier manera lo lleva demostrando su propio autor durante años, noche a noche, cada vez que se sube a un escenario y convierte una serenata noctámbula en un rock de los años cincuenta o una inocente tonada folk en puro soul áspero y sentido. A su lado, la tan extendida etiqueta de la Americana parece un juego de niños. En los surcos de sus vinilos podemos encontrar un catálogo de todos los grandes géneros de la música popular del último medio siglo. Sin caer en el simple ejercicio de estilo (si exceptuamos, claro, esas primeras grabaciones en las que el joven Dylan se presentaba como el más fiel discípulo de Woody Guthrie), siempre llevándose a su universo particular las etiquetas, los estilos, los sonidos, hasta dejarlos casi inservibles. En sus canciones se oye el eco de Elvis Cash, de Charlie Patton y Frank Sinatra. Pero muy a lo lejos, como un recuerdo de que, ahí, sigue habiendo un ancla conectada con la música que hacían nuestros antepasados.

Quizás por ello, al igual que ha ocurrido con los Beatles (otro grupo todoterreno, capaz de pisar todos los charcos y salir indemnes), el cancionero de Dylan se presta especialmente al juego, a la relectura en clave lúdica, sabedor cualquiera de que las huellas están ahí. Sólo hace falta recorrer de nuevo el camino de vuelta, desenrollar ese, a ratos indescifrable, lenguaje y convertirlo en simple melodía. Y ahí, convertida la canción en esqueleto, desprovista de su aparato de idas y vueltas, de personajes imposibles y ecos tragicómicos, se encuentra uno con una composición virgen, dotada de infinitas posibilidades. Tantas como el intérprete ose a intentar. Con la libertad que da beber de las fuentes de un autor que, lejos de sacar pecho, esconde su ego, abandona sus creaciones para que cualquier haga con ellas lo que desee. No, Dylan nunca fue un guardián de las esencias ni un artista celoso de su obra. Cualquiera tiene vía libre para hacer con ella lo que le plazca.

Eso al menos debió pensar el legendario productor Lou Adler (The Mamas & The Papas, Sam Cooker, Carole King) cuando decidió dirigir las sesiones de Dylan's Gospel, un álbum que devuelve el legado de Dylan a las iglesias. Allí donde se habían educado musicalmente buena parte de los artistas que nutrirían la jukebox del norteamericano (desde Sister Rosetta Tharpe hasta The Staple Singers), allí donde el propio músico terminaría buscando refugio en aquellos años 80 de travesía por el desierto. Y es que, en el fondo, aunque el artista hubiera renunciado a mediados de los 60 a aquel folk simplón y directo, a esas canciones hechas para cantar al unísono en una nueva iglesia -la calle, el escenario, el monumento a Washington-, en su música seguía latiendo el espíritu del gospel. Sólo hacía falta pulirlas.

Aquellos que estuvieron en los estudios Sound Recorders durante aquellos calurosos cuatro días de 1968 recuerdan la historia con júbilo y alegría. Cantantes, músicos, ingenieros de sonido, familia y amigos fueron recibidos en esa iglesia de puertas abiertas (por algo Adler firmaría la colección bajo el título de Brothers & Sisters), en aquella congregación llena de fe en la que los únicos dioses eran las canciones. Tampoco faltaron, como era de esperar, las musas. Merry Clayton (meses antes de grabar Gimme Shelter junto a Jagger y convertirse en la corista más cotizada del rock de comienzos de los setenta), Gloria Jones (efectivamente, la responsable de la primera versión de Tainted Love) y Edna Wright (miembro del combo vocal Honey Cone) sobresalen en aquel coro de iglesia que, tan pronto, abre el templo con una sentida Mr. Tambourine Man (The Byrds ya la habían convertido en material sacro con aquellas armonías pop) como dulcifica Just Like A Woman (junto a I Want You, la canción más aterciopelada del doble Blonde on Blonde).

No obstante, de haberse quedado aquí, el intento hubiera sonado bello, precioso, estéril. Si para algo sirve versionar una canción es para trazar un nuevo mapa, inventar un nuevo trayecto sobre unas coordenadas dadas de antemano. Sólo así surgen nuevos matices, reflotan caminos secretos que el autor había dejado escondidos para los más valientes. Por una de esas sendas transita All Along The Watchtower. Si en la versión canónica de Jimi Hendrix la tensión la ponían aquellos riffs abrasados, aquel ritmo pesado de blues-rock; aquí son las voces, las únicas protagonistas del álbum, las que mantienen el pulso. Empujada por un hammond que suena a soul sureño, a Booker T. y a Stax, la canción prende poco a poco hasta arder del todo. “Las palabras de Dylan nunca sonaron tan emocionantes” diría más tarde Lou Adler.

Y no andaba mal encaminado, no. Aunque no acertado del todo. De todos aquellos que se han atrevido a recorrer el cancionero del de Duluth, quizás sólo haya habido uno capaz de entender esa mezcla de soul y sonido de raíces, esa encrucijada en la que iglesias y cárceles, rascacielos y ranchos dibujan el paisaje. Hablamos de Richard Manuel, el tristemente desaparecido miembro de The Band, que firmaría su Gioconda en 1969 con aquella interpretación de I Shall Be Released que cerraba el debut de 'La banda'. Compuesta mano a mano por el propio Manuel y Dylan, aquella canción resulta merecedora de un santoral completo. Imposible pasarla por alto. En Dylan's Gospel, la melodía avanza lenta, sin sobresaltos ni estridencias, como las canciones destinadas a permanecer inmutables durante siglos.

Más osadas suenan The Mighty Quinn y Lay Lady Lay. La primera con una Merry Clayton haciendo las veces de hermana mayor de la congregación, anticipando los grandes éxitos de The Staple Singers para la casa Stax. La segunda, hija de esa joya nunca reconocida del todo -Nashville Skyline-, metiéndose de golpe en las valijas de la Motown, pidiendo a gritos una sección de vientos y una pandereta marcando el ritmo. Juntas señalan el punto álgido de una colección a reivindicar. Un álbum que, más allá de las referencias a Dylan, parece hecho para que hasta el más ateo recupere la fe en las melodías. Tomando las palabras del madrileño Quique González, puede que los dioses se hayan largado sin pagar, pero al menos nos han dejado las canciones de propina.

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