Que las canciones de Dylan pueden
disfrazarse casi de cualquier manera lo lleva demostrando su propio
autor durante años, noche a noche, cada vez que se sube a un
escenario y convierte una serenata noctámbula en un rock de los años
cincuenta o una inocente tonada folk en puro soul áspero y sentido.
A su lado, la tan extendida etiqueta de la Americana parece un juego
de niños. En los surcos de sus vinilos podemos encontrar un catálogo
de todos los grandes géneros de la música popular del último medio siglo. Sin caer en el simple ejercicio de estilo (si
exceptuamos, claro, esas primeras grabaciones en las que el joven
Dylan se presentaba como el más fiel discípulo de Woody Guthrie),
siempre llevándose a su universo particular las etiquetas, los
estilos, los sonidos, hasta dejarlos casi inservibles. En sus
canciones se oye el eco de Elvis y Cash, de Charlie Patton y Frank Sinatra. Pero muy a lo lejos, como un recuerdo de que, ahí,
sigue habiendo un ancla conectada con la música que hacían nuestros
antepasados.
Quizás por ello, al igual que ha
ocurrido con los Beatles (otro grupo todoterreno, capaz de pisar
todos los charcos y salir indemnes), el cancionero de Dylan se presta
especialmente al juego, a la relectura en clave lúdica, sabedor
cualquiera de que las huellas están ahí. Sólo hace falta recorrer
de nuevo el camino de vuelta, desenrollar ese, a ratos indescifrable,
lenguaje y convertirlo en simple melodía. Y ahí, convertida la
canción en esqueleto, desprovista de su aparato de idas y vueltas,
de personajes imposibles y ecos tragicómicos, se encuentra uno con
una composición virgen, dotada de infinitas posibilidades. Tantas
como el intérprete ose a intentar. Con la libertad que da beber de
las fuentes de un autor que, lejos de sacar pecho, esconde su ego,
abandona sus creaciones para que cualquier haga con ellas lo que
desee. No, Dylan nunca fue un guardián de las esencias ni un artista
celoso de su obra. Cualquiera tiene vía libre para hacer con ella lo
que le plazca.
Eso al menos debió pensar el
legendario productor Lou Adler (The Mamas & The Papas, Sam Cooker, Carole King) cuando decidió dirigir las sesiones
de Dylan's Gospel, un álbum que devuelve el legado de Dylan a las
iglesias. Allí donde se habían educado musicalmente buena parte de
los artistas que nutrirían la jukebox del norteamericano (desde
Sister Rosetta Tharpe hasta The Staple Singers), allí donde el
propio músico terminaría buscando refugio en aquellos años 80 de
travesía por el desierto. Y es que, en el fondo, aunque el artista
hubiera renunciado a mediados de los 60 a aquel folk simplón y
directo, a esas canciones hechas para cantar al unísono en una nueva
iglesia -la calle, el escenario, el monumento a Washington-, en su
música seguía latiendo el espíritu del gospel. Sólo hacía falta pulirlas.
Aquellos que estuvieron en los estudios
Sound Recorders durante aquellos calurosos cuatro días de 1968
recuerdan la historia con júbilo y alegría. Cantantes, músicos,
ingenieros de sonido, familia y amigos fueron recibidos en
esa iglesia de puertas abiertas (por algo Adler firmaría la
colección bajo el título de Brothers & Sisters), en aquella
congregación llena de fe en la que los únicos dioses eran las
canciones. Tampoco faltaron, como era de esperar, las musas. Merry
Clayton (meses antes de grabar Gimme Shelter junto a Jagger y
convertirse en la corista más cotizada del rock de comienzos de los
setenta), Gloria Jones (efectivamente, la responsable de la primera
versión de Tainted Love) y Edna Wright (miembro del combo vocal Honey Cone) sobresalen en
aquel coro de iglesia que, tan pronto, abre el templo con una sentida
Mr. Tambourine Man (The Byrds ya la habían convertido en material
sacro con aquellas armonías pop) como dulcifica Just Like A Woman
(junto a I Want You, la canción más aterciopelada del doble Blonde
on Blonde).
No obstante, de haberse quedado aquí,
el intento hubiera sonado bello, precioso, estéril. Si para algo
sirve versionar una canción es para trazar un nuevo mapa, inventar
un nuevo trayecto sobre unas coordenadas dadas de antemano. Sólo así
surgen nuevos matices, reflotan caminos secretos que el autor había
dejado escondidos para los más valientes. Por una de esas sendas
transita All Along The Watchtower. Si en la versión canónica de
Jimi Hendrix la tensión la ponían aquellos riffs abrasados, aquel
ritmo pesado de blues-rock; aquí son las voces, las únicas
protagonistas del álbum, las que mantienen el pulso. Empujada por
un hammond que suena a soul sureño, a Booker T. y a Stax, la canción
prende poco a poco hasta arder del todo. “Las palabras de Dylan nunca sonaron tan
emocionantes” diría más tarde Lou Adler.
Y no andaba mal encaminado, no. Aunque
no acertado del todo. De todos aquellos que se han atrevido a
recorrer el cancionero del de Duluth, quizás sólo haya habido uno
capaz de entender esa mezcla de soul y sonido de raíces, esa
encrucijada en la que iglesias y cárceles, rascacielos y ranchos
dibujan el paisaje. Hablamos de Richard Manuel, el
tristemente desaparecido miembro de The Band, que firmaría su
Gioconda en 1969 con aquella interpretación de I Shall Be Released
que cerraba el debut de 'La banda'. Compuesta mano a mano por el
propio Manuel y Dylan, aquella canción resulta merecedora de un santoral
completo. Imposible pasarla por alto. En Dylan's Gospel, la melodía
avanza lenta, sin sobresaltos ni estridencias, como las canciones
destinadas a permanecer inmutables durante siglos.
Más osadas suenan The Mighty Quinn y
Lay Lady Lay. La primera con una Merry Clayton haciendo las veces de
hermana mayor de la congregación, anticipando los grandes éxitos de
The Staple Singers para la casa Stax. La segunda, hija de esa joya nunca
reconocida del todo -Nashville Skyline-, metiéndose de golpe en las
valijas de la Motown, pidiendo a gritos una sección de vientos y una
pandereta marcando el ritmo. Juntas señalan el punto álgido de una
colección a reivindicar. Un álbum que, más allá de las
referencias a Dylan, parece hecho para que hasta el más ateo recupere la fe en las melodías. Tomando las palabras del madrileño Quique González, puede que los dioses se
hayan largado sin pagar, pero al menos nos han dejado las canciones de propina.
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