A Neil Young hay que quererlo sí o sí.
A pesar de esa fama de tozudo que le acompaña desde hace décadas.
Ni siquiera su empeño por descolocar a sus seguidores es excusa suficiente. A estas alturas él es el único de su generación capaz de
caminar sobre el alambre sin que las musas le abandonen. Poco importa
que se trate de un disco de versiones grabado a la vieja usanza o una
de sus clásicas cabalgadas eléctricas a lomos de sus inseparables
Crazy Horse. Young relincha, vocifera y hasta tiene tiempo de lanzar
su propia soflama política. Su figura, noble, inquebrantable,
valiente cuando la ocasión lo reclama, bien le hace merecedor del
título de 'Quijote del rock'. Capítulos no le faltan para llenar una
carrera que ha explorado casi todos los rincones del cancionero
popular. Sin miedo a enfrentarse a gigantes disfrazados de
discográficas o a fans deseosos de convertirle en una figurita de
museo. A punto de llegar a su séptima década de vida, todavía le
quedan cosas que hacer en este mundo, como bien confesaba en su
reciente carta familiar junto a Jack White.
A pesar de todo, eso no quita que el
canadiense no pueda permitirse el lujo de mirar de vez en cuando por
el retrovisor. Allí parece haberse situado en la reciente gira en
solitario, en la que se le ha podido ver recuperando sus clásicos de
comienzos de los setenta. Allí comienza también su nueva andadura
junto a Crazy Horse. Una gira que sirve a Young para cerrar un viaje
iniciado hace ahora dos años. Tras la cancelación en 2013 de varias
fechas en Europa, el músico parecía haber contraído una deuda con
aquellos que no habían podido presenciar en directo esa alquimia
sonora nacida del mayúsculo Psychedellic Pill. Tal era el compromiso
del artista que, ni siquiera la reciente enfermedad de Billy Talbot,
ha hecho dudar a un Young decido a seguir adelante con un calendario
que, de haberse quedado en papel mojado, hubiera pasado al cajón de asuntos
pendientes.
El problema, como viene siendo
costumbre cuando se trata del músico canadiense, es que, lejos de
acomodarse en la sala de espera, Young ha seguido cultivando aquel
espíritu irrefrenable e inquieto. En el último año el artista ha
tenido tiempo para presentar en sociedad su largamente esperado
reproductor Pono, grabar un disco de clásicos del folk en una cabina
de los años cuarenta y hasta para seguir girando a solas con su
guitarra, siempre que su agenda se lo permitiera. Sin olvidar, claro,
la edición de un nuevo episodio de sus archivos, así como el,
finalmente salido a la luz, directo de 1974 junto a Crosby, Stills & Nash. No, no se puede decir que Young haya estado con lo brazos
cruzados.
El resultado de esta actividad
incansable parece haber hecho mella en esta nueva gira que, más que
rotular el nombre de Crazy Horse en mayúsculas, debería anunciarlos
como invitados de una fiesta que tiene al canadiense como anfitrión
único. Sí, a pesar de los pesares, esta es una gira de Neil Young,
con todo lo que eso conlleva. Basta echar un vistazo al repertorio
que el músico eligió en su último concierto en Londres para darse
cuenta de ello. Hyde Park no se recordará como uno de los directos
incontestables del artista, pero si como uno de los más eclécticos.
Allí Young pareció decidido a tocar todos los palos de su baúl de
canciones. Las hubo afiladas, sentidas, con un pie en el rock y otro
en el country, hechas para compartir con el público, desenfocadas,
cargadas de electricidad, cabreadas y redondas como un buen
estribillo pop. Hasta tuvo tiempo de marcarse una versión de un tema
de Bob Dylan (guiño al reciente A Letter Home) y presentar una nueva
composición que -una vez más- sorprende con esos riffs de herencia
nuevaolera.
No obstante, a pesar de las
apariencias, no se puede decir que Young comulgara completamente con
aquellos que reclaman mayor presencia de sus grandes canciones en sus
conciertos. Tampoco con esos seguidores, tozudos como el canadiense,
que parecen asociar la palabra Crazy Horse con jams infinitas de
electricidad y mala leche. El comienzo con Love and Only Love y Going Home fue áspero, como una manada entrando en tromba por la puerta
del zoológico. Demostrando de paso que, con Poncho Sampedro a su
lado, Young resulta imposible de domar. Puede que con los años su
técnica a las seis cuerdas se haya vuelto más tosca, de trazo más
grueso y acordes más rugosos, pero nadie en su sano juicio esperaría
una noche de finura con Crazy Horse en el cartel. Durante la primera
hora los cuatro músicos insistieron en aquel sonido monolítico, de
sótano y granero, recordando a las sesiones del sobresaliente Ragged
Glory (Love To Burn apareció para marcar uno de los hitos de la
noche). Sin embargo, entre las rendijas de aquel macizo hecho para
chocar de frente con el público más neófito comenzaron a colarse,
poco a poco, los primeros síntomas de nostalgia.
After The Gold Rush se encuentra entre
la producción más amable que se le conoce a Young. Un trabajo que,
a pesar de contar con algunas de las habituales aventuras eléctricas
del de Winnipeg, sobresalía por ese lado más pop, con un Young al
piano saboreando por primera vez el éxito en solitario. En Londres
aquel trabajo de 1971 apareció en dos ocasiones de la mano del tema
titular y de ese Only Love Can Broke Your Heart, que anunciaba
definitivamente a un Young entregando las armas. A partir de ese
momento el repertorio del canadiense pareció tomar la senda de los
clásicos de sobra conocidos y los himnos de estadio. Una deriva que,
quizás hizo torcer el gesto a los que esperaban a ese Young más
audaz, siempre a contracorriente. A cambio sirvió para que algunos
nos reencontráramos con un puñado de melodías por las que no
parece pasar el tiempo.
En el ecuador de la noche el músico
interpretó a solas con su acústica y su armónica la mil veces
tarareada Blowin' In The Wind y un Heart Of Gold, que, a día de hoy,
figura todavía como único número 1 del canadiense. Un oasis de éxitos que,
lejos de anular aquel espejismo de un Young al servicio del
público, se mantuvo durante la siguiente hora. Psychedellic Pill
(junto a Twisted Road la canción más accesible de la 'píldora
psicodélica') y Cinnamon Girl (no hay riff más reconocible en la
discografía del canadiense) hicieron las veces de anticipo para un
baño de masas que vitoreó la llegada de Rockin' In The Free World,
habitual en el cierre de los conciertos de Young.
Hay que reconocer que, más de dos
décadas después, aquella canción que abría y cerraba Freedom
sigue manteniendo un aura especial. Puede que sea ese estribillo,
hecho expresamente para ser coreado hasta la extenuación; puede que
sean aquellos acordes que bien podrían alargarse durante diez minutos sin miedo a quedar desgastados. En cualquier caso, su
aparición en el concierto de Hyde Park sirvió para que hasta el más
despistado pusiera la oreja. También para que, tras el éxtasis
colectivo, Crazy Horse abandonaran el escenario por unos segundos,
dejando a solas a un Young que no paraba de señalar una y otra a
aquella camiseta de escueto lema: 'Earth'. Sin duda, la excusa
perfecta para presentar aquella nueva composición que responde al
título de Who's Gonna Stand Up and Save The Earth?, con un Young
dentro del redil, aunque mirando de reojo a los sonidos de la
new-wave. Nuevo amago de abandonar el escenario.
La cosa bien podría haberse quedado
ahí, sin que nadie hubiera presentado ninguna objeción; pero, como
si los músicos quisieran volver a subrayar aquel credo oxidado e inquebrantable, enfilaron de nuevo la rampa de salida para atacar un
Down By The River deslucido desde los primeros acordes, lejos de su
mejor cara. Y es que hasta en eso Young puede presumir de caminar a
su aire. Con ella el artista parecía cerrar el círculo que había
abierto a comienzo de la noche. Puede que durante buena parte del
concierto el canadiense hubiera renunciado a su versión más agria y
obtusa, mostrando su perfil más dulce, pero ese final dejaba sin
duda un poso amargo de insatisfacción. No, no esperen un final feliz
para esta película. En la última imagen de aquel western
imaginario, un Young luchando a lomos de su caballo asesta un nuevo
guitarrazo mientras sus compañeros abandonan la escena. No hay
vencedores ni vencidos. Sólo los restos de una batalla por hacerse
con un sonido que nunca descansa.
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