18/9/15

Rafael Berrio: la existencia desnuda de las canciones


Coinciden en Rafael Berrio dos cualidades poco apreciadas en nuestro país. Por un lado, su tendencia a practicar ese rock tenso y espinoso, en deuda directa con Lou Reed y el resto de ocupantes del vagón de los perdedores. Un compromiso que no sólo se traduce en acordes encrespados y melodías de corte nocturno, también en ese tono confesional en el que poetas y exiliados toman la palabra. Personajes que el donostiarra nunca glorifica o convierte en pastiche romántico (excepto cuando canta a esos Santos Mártires Yonkis). Lo suyo, en un alarde de anacronía, tiene más que ver con la simple y desnuda existencia de los cuerpos.

A este sesgo profundo hay que sumarle también su inevitable condición de rockero veterano, con arrugas en la cara y callo en los nudillos. Algo que juega en contra en una escena musical atenazada por ese mito de la eterna juventud, con la crítica convertida en una especie de Dorian Gray en busca de la última novedad, olvidando un pasado que sólo interesa cuando cumple su función de fetiche nostálgico. No, el de San Sebastián se resiste a ser convertido en estatua de marmol para el uso y disfrute de las masas. No se trata sólo de su autoimpuesta vocación independiente. Es también su verbo terso, lleno de referencias clásicas y nudos difíciles de desatar.

Siendo es así, no es raro que Luis J. Menéndez se preguntara hace unos días en MondoSonoro si había sido el propio artista el que había alimentado su malditismo o era el donostiarra víctima de su propio culto muy a su pesar, como tantos otros músicos que sobreviven desde los márgenes. Una pregunta no muy descabellada si atendemos a los últimos movimientos del compositor vasco. Diarios y 1971, aquellos dos discos editados en el último lustro, permanecen como un rara avis dentro del rock patrio. Allí Berrio echaba mano de Joserra Semperana para vestir sus canciones de arreglos orquestales, dotándolas de ese carácter perenne y sentido. Una desviación en el canón de un Berrio que en sus anteriores aventuras siempre había practicado el formato de rock clásico.

Aquello, sin embargo, no impedía que el donostiarra siguiera haciendo uso de esa lengua cortante. “Se trata de variar el estilo de las cosas para así mantener el estado de las cosas” canta en Es simple, jugando entre la pluma social y la ironía del escéptico. Más personal y recogida, Como iba yo a saber insiste con la primera persona, subrayando una de las constantes que se repite a lo largo de su obra. Un yo, este, escrito en minúsculas, frágil e inseguro, que intenta que cada palabra sostenga su propio peso, que juzga cada estrofa como si fuera a repetirse durante toda una eternidad.

Berrio, el poeta estoico, el rockero paciente, parece sin embargo haberse dado cuenta de que el tiempo apremia, incluso para alguien que nunca se tomo esto de la música como una misión a largo plazo. Él mismo asegura que ha sido el peso de la edad el que le ha hecho editar tres volúmenes en los últimos cinco años, contraviniendo su propia costumbre de dejar que sea el paso de las estaciones el encargado de colocar las canciones en su sitio. En su reciente trabajo, Paradoja, el donostiarra se atreve incluso a establecer algunas verdades, aunque estas vengan acompañadas del vaivén oscilante del péndulo. “Soy el que soy y niego el olvido” asiente el compositor en El animal que has sido, dejando que su voz se cruce con una tímida línea de guitarra.

Un Berrio de tono afectado que, sin embargo, resulta ser una excepción dentro de Paradoja. El músico vasco, empujado por esa urgencia, recupera para este trabajo la formación de guitarra-bajo-batería, empeñado en hablar de lo humano y lo divino con la sencillez del que sólo necesita tres acordes para dar en la diana. Una decisión que repercute en el estilo sangrante de canciones como En lo mórbido y Contra la lógica. Más soleada, aunque con idéntica intención literaria, Mis ayeres muertos amenaza con convertirse en el himno del repertorio del donostiarra. “Todo lo he visto, de todo me acuerdo” repite una y otra vez el músico como aquel reo al que le quitan la venda después de una década en el penal. Confirmando que Paradoja, a pesar de sus guitarras espinosas y sus dudas existenciales, de sus melodías inestables y sus verdades resbaladizas, es un disco de júbilo, una celebración de aquello que nos hace humanos. Sufrir, recordar, incluso reir. En fin, vivir.

2 comentarios:

  1. Para mí es el disco de rock en español del año, o quizás uno de los mejores de la historia reciente; recuperando sus anteriores trabajos se observa que siempre le ha acompañado un nivel excelente en sus letras, su impulso rock en este último me ha enganchado definitivamente. Saludos

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  2. Para mí es el disco en lengua castellana del año y posiblemente de los mejores de la historia reciente. Sin duda, un artista que merecería más atención editando discos tan cuidados y con enjundia como Paradoja. Saludos.

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