Coinciden en Rafael Berrio dos
cualidades poco apreciadas en nuestro país. Por un lado, su
tendencia a practicar ese rock tenso y espinoso, en deuda directa con
Lou Reed y el resto de ocupantes del vagón de los perdedores. Un
compromiso que no sólo se traduce en acordes encrespados y melodías
de corte nocturno, también en ese tono confesional en el que poetas
y exiliados toman la palabra. Personajes que el donostiarra nunca
glorifica o convierte en pastiche romántico (excepto cuando canta a
esos Santos Mártires Yonkis). Lo suyo, en un alarde de anacronía,
tiene más que ver con la simple y desnuda existencia de los cuerpos.
A este sesgo profundo hay que sumarle
también su inevitable condición de rockero veterano, con arrugas en
la cara y callo en los nudillos. Algo que juega en contra en una
escena musical atenazada por ese mito de la eterna juventud, con la
crítica convertida en una especie de Dorian Gray en busca de la
última novedad, olvidando un pasado que sólo interesa cuando cumple
su función de fetiche nostálgico. No, el de San Sebastián se
resiste a ser convertido en estatua de marmol para el uso y disfrute
de las masas. No se trata sólo de su autoimpuesta vocación
independiente. Es también su verbo terso, lleno de referencias
clásicas y nudos difíciles de desatar.
Siendo es así, no es raro que Luis J.
Menéndez se preguntara hace unos días en MondoSonoro si había sido el propio
artista el que había alimentado su malditismo o era el donostiarra
víctima de su propio culto muy a su pesar, como tantos otros músicos
que sobreviven desde los márgenes. Una pregunta no muy descabellada
si atendemos a los últimos movimientos del compositor vasco. Diarios
y 1971, aquellos dos discos editados en el último lustro, permanecen
como un rara avis dentro del rock patrio. Allí Berrio echaba mano de
Joserra Semperana para vestir sus canciones de arreglos orquestales,
dotándolas de ese carácter perenne y sentido. Una desviación en el
canón de un Berrio que en sus anteriores aventuras siempre había
practicado el formato de rock clásico.
Aquello, sin embargo, no impedía que
el donostiarra siguiera haciendo uso de esa lengua cortante. “Se
trata de variar el estilo de las cosas para así mantener el estado
de las cosas” canta en Es simple, jugando entre la pluma social y
la ironía del escéptico. Más personal y recogida, Como iba yo a
saber insiste con la primera persona, subrayando una de las
constantes que se repite a lo largo de su obra. Un yo, este, escrito
en minúsculas, frágil e inseguro, que intenta que cada palabra
sostenga su propio peso, que juzga cada estrofa como si fuera a
repetirse durante toda una eternidad.
Berrio, el poeta estoico, el rockero
paciente, parece sin embargo haberse dado cuenta de que el tiempo
apremia, incluso para alguien que nunca se tomo esto de la música
como una misión a largo plazo. Él mismo asegura que ha sido el peso
de la edad el que le ha hecho editar tres volúmenes en los últimos
cinco años, contraviniendo su propia costumbre de dejar que sea el
paso de las estaciones el encargado de colocar las canciones en su
sitio. En su reciente trabajo, Paradoja, el donostiarra se atreve
incluso a establecer algunas verdades, aunque estas vengan
acompañadas del vaivén oscilante del péndulo. “Soy el que soy y
niego el olvido” asiente el compositor en El animal que has sido,
dejando que su voz se cruce con una tímida línea de guitarra.
Un Berrio de tono afectado que, sin
embargo, resulta ser una excepción dentro de Paradoja. El músico
vasco, empujado por esa urgencia, recupera para este trabajo la
formación de guitarra-bajo-batería, empeñado en hablar de lo
humano y lo divino con la sencillez del que sólo necesita tres
acordes para dar en la diana. Una decisión que repercute en el
estilo sangrante de canciones como En lo mórbido y Contra la lógica.
Más soleada, aunque con idéntica intención literaria, Mis ayeres
muertos amenaza con convertirse en el himno del repertorio del donostiarra.
“Todo lo he visto, de todo me acuerdo” repite una y otra vez el
músico como aquel reo al que le quitan la venda después de una
década en el penal. Confirmando que Paradoja, a pesar de sus
guitarras espinosas y sus dudas existenciales, de sus melodías
inestables y sus verdades resbaladizas, es un disco de júbilo, una
celebración de aquello que nos hace humanos. Sufrir, recordar,
incluso reir. En fin, vivir.
Para mí es el disco de rock en español del año, o quizás uno de los mejores de la historia reciente; recuperando sus anteriores trabajos se observa que siempre le ha acompañado un nivel excelente en sus letras, su impulso rock en este último me ha enganchado definitivamente. Saludos
ResponderEliminarPara mí es el disco en lengua castellana del año y posiblemente de los mejores de la historia reciente. Sin duda, un artista que merecería más atención editando discos tan cuidados y con enjundia como Paradoja. Saludos.
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