Aparece casi al comienzo de la cinta.
Una Nina Simone imponente, radiante, con el brillo del instinto en la
mirada, charla distendida con un periodista minutos antes de subirse
al escenario. La escena parece casual. Ella, relajada, recostada
sobre el borde de un sofá, ríe ante la cámara. El reportero,
consciente de que este es su momento, aprovecha para colarse por la
rendija. “¿Qué es la libertad para ti?” pregunta inocentemente.
La artista, versada en los riesgos del titular, evita la cuestión.
Rodea el problema. Hasta que, casi como un destello, encuentra la
respuesta adecuada. “Te voy a decir lo que es ser libre para mí:
no tener miedo”. Y repite para sí misma, convencida de que ha dado
en el clavo, ”no tener miedo”.
Por desgracia la vida de Nina Simone
estuvo llena de callejones sin salida. Su historia, dibujada ahora en el
documental What Happened Miss Simone?, es el relato de una mujer
solitaria pero leal, capaz de elevar el espíritu con un piano y, al
instante siguiente, tirar a la basura el legado de toda una vida. Nina, la
artista de la línea quebrada, sigue siendo hoy un misterio. Y es que
aquel estilo barroco, clásico, aunque lleno de melaza soul, no sólo
impregnaba sus melodías; también sirvió de molde para una vida
tortuosa. Una existencia que fue agriándose con la edad. Nina, harta
de llevarse decepciones, furiosa con todo aquel que se inteponía
entre su talento y su cuenta corriente, terminó desahuciada por una
industria incapaz de entender su torrente. No sería, a pesar de
todo, el único enemigo que la artista se granjearía.
El hombre blanco, orgulloso, ignorante
de su situación privilegiada, fue objetivo de muchos de los sermones
que la artista aconstumbraba a dar durante sus conciertos. También
el establishment negro, empeñado en convertirle en la versión
amable de Billie Holiday. Esto es, sin la tragedia y la adicción que
tiñeron a Lady Day. La prensa, las casas de discos y hasta su propia
familia se sumarían tarde o temprano a la lista negra de Simone.
Todos ellos parecían interponerse entre la artista y su único
anhelo: una completa libertad artística. O lo que fuera que eso
significara para Simone. Unas veces era esa ausencia absoluta de
miedos y resentimientos. Otras, simplemente la calma que asomaba en
su cara cada vez que se ponía delante de las teclas de un piano.
Aunque en ocasiones, ni siquiera esto último fuera capaz de mitigar sus
heridas.
Sólo en sus viajes a África,
la tierra madre, la norteamericana se sentiría completamente libre
de sus ataduras con el negocio musical. Allí podía abandonar por un
tiempo la pesada carga de ser “joven, afortunada y negra”, como
rezaba la canción que la propia Simone había compuesto en 1969 y
que terminaría convertida en himno oficioso de la América negra.
“Lo primero que veo por
la mañana cuando me levanto es mi cara negra en el espejo y eso
marca cómo me siento el resto del día, que soy una mujer de piel
negra en un país en el que puedes ser asesinada por ese único
hecho” llegaría a asegurar Simone. Unas declaraciones que no
encajaban en la militancia bienpensante de una revolución que
acabaría chocando con la cruda realidad: una mujer negra de origen
modesto tenía todas las de perder en Estados Unidos, por mucho
talento que atesorara.
Nina, lejos de tirar la toalla, siguió
dirigiendo su carrera contra los obstáculos que la vida le ponía.
De frente. Hasta que, dolorida, cansada de remar a contracorriente,
desquiciada, con demasiados frentes abiertos, se refugió en las
costas de Liberia. Cerca del mar, allí donde el agua y el sol
parecían curar sus cicatrices. Al menos por un tiempo. Esclava de su
propio arte (y de su propia afición a malgastar su fortuna), durante
años se vio obligada a arrastrarse por los escenarios de Montreaux y
Paris, por el Ronnie Scott's de London y los clubes de Norteamérica.
Con esa temperamento eléctrico, esquizofrénico, dejando plantados a
auditorios de dos mil personas, increpando a su público,
desmenuzando los clásicos de su repertorio, cuando no evitándolos
por completo.
En muchas ocaciones la propia Simone aseguró
que había sido su militancia radical en el movimiento por los
derechos civiles la que la había apartado del éxito. Puede que así
fuese. Puede que su errática trayectoria discográfica tampoco
ayudara. Sin embargo, gran parte de la culpa la tendría ese miedo
por verse reflejada en las canciones que cantaba. Un miedo que ella
sólo admitía en privado. Un miedo que se transformaba en rabia sobre
el escenario. Un miedo a ser convertida en pieza de consumo pop. Un
miedo a perder las raíces, a dejar de ser aquella joven que soñaba
con ser la primera pianista clásica negra en una Norteamérica llena
de prejuicios raciales.
Nina, la cantante de todas las canciones, era capaz de convertír a
Bach en un bluesman del Mississippi, a Bessie Smith en una cantante
de arias. Un matrimonio este que, si bien marcaría esa primera etapa
más jazzistica, poco a poco iría sumando nuevos ingredientes. El
folk, con su capacidad para unir generaciones y su sencillez a la
hora de transmitir mensajes, sería una de las primeras fuentes de
una Simone en crecimiento. Como en 1964, cuando la de Carolina del
Norte compuso Mississippi Goddam tras el asesinato de cuatro niñas
en una iglesia baptista de Alabama. En ese momento el mundo decidió
que Nina Simone debía convertirse en la conciencia de América.
Ella, lejos de esconderse, espoleada por el poder de su música, tomó la palabra y siguió afilando la pluma.
Pronto, canciones como Pirate Jenny y Old Jim Crow se sumarían a un
repertorio fijado para siempre en el disco Nina Simone In Concert,
punto de inflexión entre la artista de estándares melódicos y la
luchadora incasanble de los sesenta.
No obstante, no todo serían palmadas
en la espalda. Cuando un año después Simone introdujo Four Women en el listado de canciones en directo, muchos creyeron que la cantante
había cruzado la línea. Aquel retrato en cuatro actos de la mujer
negra le valió abucheos y desprecio por parte de muchas de las
emisoras de radio. Ella, lejos de virar el rumbo, siguió subrayando
su repertorio incendiario hasta que, llegado el año 1968, ya poco
quedaba de esa interprete melódica que había coqueteado con las
listas de éxitos. Nuff Said, grabado tres días después de la
muerte de Marthin Luther King, permanece como testimonio de una
Simone flexible y torrencial, capaz de esculpir la más bella de las
melodías mientras dispara el discurso más envenenado. “Nos están
matando uno a uno” lamentaba la cantante en uno de esos exabruptos
que, a estas alturas, llenaban la mayor parte de su tiempo sobre el
escenario.
Aquello terminaría por explotar en
Emergency Ward, disco registrado a comienzos de los setenta
donde versos y melodías, violencia e himnos de iglesia, se fundían
en una misma canción. Y lo hacían tomando como base dos piezas de
origen pop. Isn't it a Pity y Sweet Lord, ambas extraidas del primer
álbum en solitario de George Harrison, mantenían su fachada gospel;
pero, frente al mensaje pacificador del ex-Beatle, se teñían de
tragedia aliñadas con la poesía de David Nelson. “God Is a
Killer” declamaba en un momento del vinilo Simone como si, a estas
alturas, ni siquiera la ayuda divina pudiera servir de consuelo.
Exhausta, cansada de una lucha por los derechos civiles que había
bajado los brazos con la desaparición de sus líderes, incomprendida
por un público que seguía esperando que volviese a los tiempos
dulces de Little Girl Blue.
Asfixiada por el ambiente bélico,
encerrada en sus propios problemas, la de Carolina del Norte decidió
abandonar el país por una temporada. Comenzaría así una etapa
marcada por el amor/odio hacia Estados Unidos. A ratos, impelida por
la situación, se veía obligada a regresar para recordar que la
segregación seguía existiendo de facto en el país de las barras y
estrellas. Sin embargo, la falta de expectativas de cambio, unido a
sus problemas con el fisco norteamericano, harían que la artista ya
nunca volviera a asentarse de manera definitiva en la tierra que le
vio crecer. Suiza, Holanda y una última parada en el sur de Francia
marcarían el caótico periplo de una Nina Simone de la que pocos se
acordaban.
Ella, lejos de reconducir la situación,
siguió boicoteando las oportunidades de protagonizar un regreso
triunfal, de esos que llenan portadas y nos reconfortan con la pizca
de justicia que queda en este mundo. Algo que pudo achacarse a la
enfermedad que padeció -fue diagnosticada con un trastorno bipolar- y que la obligó a medicarse durante buena
parte de sus últimos años de vida. Sin embargo, conociéndola un
poco, no es de extrañar que aquella costumbre de arruinar sus
apariciones en directo tuviera más que ver con ese temperamento
indomable. Hasta el fin de sus días Nina Simone rechazo ser lo que
otros esperaban de ella. Evito caer en el cliché de artista
renacida. A pesar de esas apariciones en el Festival de Montreux a
finales de los ochenta. A pesar de ese disco único, sentimental,
bello en su madurez, titulado A Single Woman. A pesar de todo, ella
nos hizo recordar que la arruga es bella, no porque brille como el
resplandor de la juventud, sino porque no es más que eso: la arruga
que el tiempo otorga a unos pocos.
Durante aquellos años cada
interpretación en directo de Nina parecía acarrear el sufrimiento
de toda una vida, el esfuerzo titánico de una artista agotada,
incapaz de llevar el peso de todas sus luchas. Ella, a pesar de todo,
encontró un propósito para subirse una y otra vez al escenario. Un
fin, claro, que no era el simple aplauso de un público que le había
dado la espalda durante buena parte de los años setenta y ochenta.
Tampoco la palmada condesciente de una crítica que, superado el
ecuador de su carrera, la veía como una reliquia de un tiempo
pretérito. Aquel propósito tenía mucho que ver con una meta
personal, quizás con una manera de subrayar esa personalidad nómada,
forjada en mercurio y marfil. Pero, sobre todo, tenía que ver con una
reivindicación del papel del artista en la sociedad. Un compromiso
que iba más allá de la simple belleza musical o la necesidad de
contentar a las masas.
Nina Simone, la Nina Simone madura,
reivindicaba con aquel título -A Single Woman- a la intérprete sin
ataduras. Puede que, para la compositora de Mississippi Goddam, la lucha
por los derechos civiles hubiese quedado en una simple lista de buenos propósitos y
eslóganes de papel. Puede que su vida estuviera marcada por la enfermedad y la tristeza. Pero, quizás por ello, aquella pregunta lanzada 25 años atrás seguía resonando con fuerza en su cabeza. “¿Qué es para tí la libertad?”.
Un sentimiento -apuntaba la Nina de 1968-, algo que no se puede
describir, una quimera quizás. Un destello -respondía la artista
con arrugas en la cara-, algo que de vez en cuando ocurre sobre las
tablas de un escenario, a lomos de un piano, interpretando una pieza
de Debussy o una de Jacques Brel, pinchando en la conciencia negra de
América o compartiendo la tristeza de la artista sin hogar.
Cantando, a fin de cuentas.
LLL
LLL
Nina Simone - An Historical Perspective by Peter Rodis from Nina Simone on Vimeo.
Excelente artículo, una artista para mi esencial, comparto. Saludos
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