Entre las notas de una guitarra y una pareja de voces, ocultas en los campos de trigo, apostadas en cada cruce de caminos, se esconden aquellas canciones que no tienen dueño. Canciones que parecen pertenecer a un tiempo pasado, a un pretérito que la memoria no logra a alcanzar. Allí, recostado sobre las manecillas de un reloj que hace tiempo que se paró, el dúo formado por Dave Rawlings y Gillian Welch excava melodías de la roca vírgen. Un oficio que parece haber quedado obsoleto, que ya nunca volverá a ponerse de moda. Tiene mérito. Tiene arrojo recrear algo que ya nunca volverá a existir. Una tarea sin más recompensa que transitar carreteras abandonadas y caminos en desuso. Algo secundario para algunos, pero que para el matriminio formado por Rawlings y Welch resulta ser la única manera de habitar este mundo.
Alérgicos a las prisas, estos dos
músicos han hecho de la paciencia una virtud. No se trata
exclusivamente de la escasez de referencias discográficas dentro de
una trayectoria que se alarga ya durante más de dos décadas. Es
también el tempo pausado de sus composiciones, esa sensación de que
sólo siguiendo el suave traqueteo del tiempo pueden terminar
encontrando el paso correcto. Gillian Welch y Dave Rawlings poseen un
compás que avanza al ritmo las estaciones, que sigue la cadencia de
las cosechas y los horarios de aquel que se levanta al alba y regresa
a casa cuando cae la noche. Despacio, sin más meta que modelar una
canción que resista el paso del tiempo.
De ahí que la labor de estos dos
músicos se asemeje a la del artesano, a aquel oficio que los padres
pasaban a sus hijos sin más intención que perpetuar la tradición.
Así es como, piedra a piedra, acorde a acorde, la música del dúo
de Nashville ha logrado encontrar el camino de vuelta hacia esa
América perdida en el recuerdo de unos pocos. Y es que, a pesar de
lo que pudiera parecer, a día de hoy son minoría los que recurren a
las enseñanzas de la Harry Smith Anthology. Una recopilación de los
sonidos de nuestros abuelos, sí, pero también el mapa de una
América que ya a nadie parece interesar más allá del souvenir. En
un tiempo en el que los imitadores de Johnny Cash y los forajidos que
no le llegan a la altura de la bota a Gram Parsons cabalgan a sus
anchas, Gillian Welch y Dave Rawlings tan sólo necesitan un par de
guitarras para hacer morder al polvo a los farsantes.
Sin duda sus discos están hechos de
otra pasta. Tejidos con el material fino con el que se fabrican las
cosas pensadas para perdurar, podrían haber sido grabados en cualquier
otro tiempo. Sin embargo, casi como una osadía, tienen el sello de
nuestro siglo. Recordándonos que su labor sigue siendo importante a
día de hoy. Al fin y al cabo ellos son los guardianes de lo
obsoleto, miembros de esa minoría que reivindica el trabajo
ancestral de la canción. Un negocio ruinoso -por aquello de
pertenecer a una época que nunca volverá- pero necesario para
mantener los restos de la memoria en pie. Sin ellos puede que
termináramos olvidando el júbilo country de la Carter Family. O la
espiritualidad cowboy de la banda de sonora de Pat Garrett y Billy
The Kid. Sin ellos puede que nunca hubiéramos descubierto el brillo
del lenguaje folk en pleno siglo XXI.
Un idioma que para Welch y Rawlings
surge de manera natural a través de esas canciones fotográficas,
instantáneas de color sepia llenas de travesías polvorientas.
Porque, a pesar de esa aparente calma que reina en su música, las
composiciones del dúo siguen teniendo el espíritu del viaje, el
contoneo de la emoción. Sin ir más lejos, The Weekend, la canción
que abre su reciente Nashville Obsolete, encierra en su interior
aquella excitación del fin de semana y la fiesta. Una banda en
directo, un amor fugaz, una aventura en la plaza del pueblo. Más
sentida, Short Haired Woman Blues tiene el curso del Mississippi en
su alma, oscilando entre las novelas de Mark Twain y los lamentos de
Robert Johnson. Aunque si hay una canción en Nashville Obsolete con
el corazón quebrado esa es The Trip. Sus once minutos de serpenteo
guitarrero bien merecen llevar adosado el encuadre de las grandes películas de John Ford.
Ellos, casi por enmendar a aquellos que
los consideran demasiado hondos, siempre cuelan un divertimento en
forma de tonada dulce. En esta ocasión esa función la cumple Candy,
danzarina y pegajosa. También The Last Pharaoh, hecha de retales
bíblicos aunque trotona y generosa en el ritmo. Cerrando el disco,
Pilgrim (You can't go home) se convierte en la plegaria aventurera
del dúo, el canto espiritual dedicado a la diligencia y el oeste
inexplorado. Su manifiesto a la Like a Roling Stone, su huida y su
salvación. “Where are you gonna run?” preguntan una y otra vez
al unísono. “You can't go home” responde el propio Rawlings con
júbilo. No hay rastro de arrepentimiento en sus palabras, tan sólo
la sinceridad de aquel que ha terminado haciendo de la carretera su
medio de vida.
Una verdad, simple, desnuda, que
tintinea como las luces en la cuneta del camino. Faroles que también
iluminan las imágenes que van depositando Rawlings y Welch en sus
canciones. Una familia que llora a sus muertos, el cuadro de un
anciano, unas botas llenas de barro. Si Pilgrim (You can't go home)
es su Like a Rolling Stone, la mentada The Trip es sin duda su Desolation Row,
el callejón en la que dejar caer los recuerdos de otras vidas.
Instantáneas que ocupan pequeños fragmentos de tiempo, historias
vividas y gastadas, personajes de un pasado que ya nunca volverá.
Todas juntas forman un pequeño álbum de fotos. Una colección de
grabados que, como la portada de Nashville Obsolete, se resisten a
caer en el olvido. No porque sean una simple rendija a la memoria de
un país, Estados Unidos; sino porque, como esa flor apunto de
abrirse, despliegan una y otra vez los recuerdos de cada uno. Aquel
tiempo perdido que sólo las canciones son capaces de rescatar.
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