1/10/15

Dave Rawlings Machine, el tiempo perdido de las canciones


Entre las notas de una guitarra y una pareja de voces, ocultas en los campos de trigo, apostadas en cada cruce de caminos, se esconden aquellas canciones que no tienen dueño. Canciones que parecen pertenecer a un tiempo pasado, a un pretérito que la memoria no logra a alcanzar. Allí, recostado sobre las manecillas de un reloj que hace tiempo que se paró, el dúo formado por Dave Rawlings y Gillian Welch excava melodías de la roca vírgen. Un oficio que parece haber quedado obsoleto, que ya nunca volverá a ponerse de moda. Tiene mérito. Tiene arrojo recrear algo que ya nunca volverá a existir. Una tarea sin más recompensa que transitar carreteras abandonadas y caminos en desuso. Algo secundario para algunos, pero que para el matriminio formado por Rawlings y Welch resulta ser la única manera de habitar este mundo.

Alérgicos a las prisas, estos dos músicos han hecho de la paciencia una virtud. No se trata exclusivamente de la escasez de referencias discográficas dentro de una trayectoria que se alarga ya durante más de dos décadas. Es también el tempo pausado de sus composiciones, esa sensación de que sólo siguiendo el suave traqueteo del tiempo pueden terminar encontrando el paso correcto. Gillian Welch y Dave Rawlings poseen un compás que avanza al ritmo las estaciones, que sigue la cadencia de las cosechas y los horarios de aquel que se levanta al alba y regresa a casa cuando cae la noche. Despacio, sin más meta que modelar una canción que resista el paso del tiempo.

De ahí que la labor de estos dos músicos se asemeje a la del artesano, a aquel oficio que los padres pasaban a sus hijos sin más intención que perpetuar la tradición. Así es como, piedra a piedra, acorde a acorde, la música del dúo de Nashville ha logrado encontrar el camino de vuelta hacia esa América perdida en el recuerdo de unos pocos. Y es que, a pesar de lo que pudiera parecer, a día de hoy son minoría los que recurren a las enseñanzas de la Harry Smith Anthology. Una recopilación de los sonidos de nuestros abuelos, sí, pero también el mapa de una América que ya a nadie parece interesar más allá del souvenir. En un tiempo en el que los imitadores de Johnny Cash y los forajidos que no le llegan a la altura de la bota a Gram Parsons cabalgan a sus anchas, Gillian Welch y Dave Rawlings tan sólo necesitan un par de guitarras para hacer morder al polvo a los farsantes.

Sin duda sus discos están hechos de otra pasta. Tejidos con el material fino con el que se fabrican las cosas pensadas para perdurar, podrían haber sido grabados en cualquier otro tiempo. Sin embargo, casi como una osadía, tienen el sello de nuestro siglo. Recordándonos que su labor sigue siendo importante a día de hoy. Al fin y al cabo ellos son los guardianes de lo obsoleto, miembros de esa minoría que reivindica el trabajo ancestral de la canción. Un negocio ruinoso -por aquello de pertenecer a una época que nunca volverá- pero necesario para mantener los restos de la memoria en pie. Sin ellos puede que termináramos olvidando el júbilo country de la Carter Family. O la espiritualidad cowboy de la banda de sonora de Pat Garrett y Billy The Kid. Sin ellos puede que nunca hubiéramos descubierto el brillo del lenguaje folk en pleno siglo XXI.

Un idioma que para Welch y Rawlings surge de manera natural a través de esas canciones fotográficas, instantáneas de color sepia llenas de travesías polvorientas. Porque, a pesar de esa aparente calma que reina en su música, las composiciones del dúo siguen teniendo el espíritu del viaje, el contoneo de la emoción. Sin ir más lejos, The Weekend, la canción que abre su reciente Nashville Obsolete, encierra en su interior aquella excitación del fin de semana y la fiesta. Una banda en directo, un amor fugaz, una aventura en la plaza del pueblo. Más sentida, Short Haired Woman Blues tiene el curso del Mississippi en su alma, oscilando entre las novelas de Mark Twain y los lamentos de Robert Johnson. Aunque si hay una canción en Nashville Obsolete con el corazón quebrado esa es The Trip. Sus once minutos de serpenteo guitarrero bien merecen llevar adosado el encuadre de las grandes películas de John Ford.

Ellos, casi por enmendar a aquellos que los consideran demasiado hondos, siempre cuelan un divertimento en forma de tonada dulce. En esta ocasión esa función la cumple Candy, danzarina y pegajosa. También The Last Pharaoh, hecha de retales bíblicos aunque trotona y generosa en el ritmo. Cerrando el disco, Pilgrim (You can't go home) se convierte en la plegaria aventurera del dúo, el canto espiritual dedicado a la diligencia y el oeste inexplorado. Su manifiesto a la Like a Roling Stone, su huida y su salvación. “Where are you gonna run?” preguntan una y otra vez al unísono. “You can't go home” responde el propio Rawlings con júbilo. No hay rastro de arrepentimiento en sus palabras, tan sólo la sinceridad de aquel que ha terminado haciendo de la carretera su medio de vida.

Una verdad, simple, desnuda, que tintinea como las luces en la cuneta del camino. Faroles que también iluminan las imágenes que van depositando Rawlings y Welch en sus canciones. Una familia que llora a sus muertos, el cuadro de un anciano, unas botas llenas de barro. Si Pilgrim (You can't go home) es su Like a Rolling Stone, la mentada The Trip es sin duda su Desolation Row, el callejón en la que dejar caer los recuerdos de otras vidas. Instantáneas que ocupan pequeños fragmentos de tiempo, historias vividas y gastadas, personajes de un pasado que ya nunca volverá. Todas juntas forman un pequeño álbum de fotos. Una colección de grabados que, como la portada de Nashville Obsolete, se resisten a caer en el olvido. No porque sean una simple rendija a la memoria de un país, Estados Unidos; sino porque, como esa flor apunto de abrirse, despliegan una y otra vez los recuerdos de cada uno. Aquel tiempo perdido que sólo las canciones son capaces de rescatar.
 lll

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