24/1/16

Randy Newman: los dioses se han largado


De entre todos los disparates nacidos al calor de la canción popular, uno de mis favoritos es aquel en el que Ry Cooder pone voz al perro del candidato republicano Mitt Romney. Publicada en 2012 en plena campaña electoral, Mutt Romney Blues recuerda que, a pesar del tópico, la canción protesta está todavía por inventar. El propio Cooder lo había demostrado un año atrás publicando una tonada blues en la que postulaba a John Lee Hooker para presidente de los Estados Unidos. “Cada hombre y mujer tomará un whisky, un bourbon y una cerveza, tres veces al día si se comportan. Los pequeños tomarán leche, crema y alcohol, dos veces al día si van al colegio” rezaba el programa electoral de este ilustre candidato.

Más arriesgada era la propuesta del también californiano Randy Newman. Con "I'm dreaming of a white president” el veterano compositor escribía el más corrosivo de los estribillos en la historia de la democracia yankee. También el más explosivo y cómico. Tanto que, como era de esperar, algunos se terminaron preguntando si se trataba de una broma o el músico iba en serio con sus intenciones de votar a un candidato que “no será el más brillante, quizás, pero sí será el más blanco”. Nada nuevo bajo el sol. A estas alturas Newman debe estar más que acostumbrado a que muchas de sus canciones provoquen este tipo de reacciones.

Maestro de la melodía satírica, sus textos siempre han caminado sobre la delgada línea que separa la simple ironía de lo políticamente incorrecto. Entre los grandes logros del músico está el de haber saber mantenido la llama de la soflama política incluso en los momentos más bajos de popularidad de la canción protesta. Su estilo solemne y sentido siempre le sirvió de coraza. Sin embargo, bajo ese disfraz elegante se escondía una lengua envenenada. Su traje pasado de moda, sus gafas redondas, jugaban al despiste. Su verbo de predicador en horas bajas, anunciando el fin de los días, espantaba a aquel que buscara consuelo en su música.

Hagamos memoria. Cuando a comienzos de los setenta la radio estadounidense se abría al ensimismamiento de Laurel Canyon y el rock se resguardaba en los terrenos seguros del country, Newman cargaba su pluma de contenido social. Evitando la confrontación directa, eso sí. Su música encajaba sin problemas en la imagen de porche y carretera perdida que parecia haberse convertido en nuevo maná de la extinta generación hippy. Sin embargo, el sur norteamericano que pintaba el compositor con las teclas de su piano se parecía poco al paraíso que otros buscaban.

12 Songs, su segundo trabajo, lucía pedigrí sureño con esa pareja de mecedoras en blanco y negro que presidían la portada. En cambio la galería de personajes que presentaba, lejos de caer en el mito de la vida placentera y heroica que vendía la nueva ola country, desfilaba como un catálogo de desdichas. Ni siquiera la refrescante juventud que emanaba de canciones como Mama told me not to come o Old Kentucky Home conseguía ocultar un paisaje desolador. Las melodías oscilaban entre el resentimiento (Uncle Bob' Midnight Blues), la resignación (Underneath The Harlem Moon) y el simple y llano racismo (Yellow Man). Tampoco es que el hombre blanco saliera indemne de semejante paisaje. Bajo la pluma de Newman, su existencia parecía condenada al tedio (If You Need Oil) o a la falsa esperanza de un amor que, como en Lucinda, terminaba casi siempre en tragedia.


Retomando el espítitu agridulce de los poetas románticos, el músico californiano parecía tocar su piano desde un bar de carretera vacío. Sin perder la compostura, con su traje de late night show, avisaba: el mundo sobre el que Norteamérica había construido su éxito era una farsa. El cacareado sueño americano, la revolución cultural de los sesenta, la lucha por una igualdad, habían fracasado. Buena parte de nuestros héroes habían muerto a balazos o víctimas de una sobredosis. Todo se había ido al garete. Tanto que el rock, despojado de su impulso rebelde, había decidido refugiarse en los brazos de la tradición, tomando la salida más nostálgica.

El pasado, sin embargo, carecía del efecto balsámico que algunos le atribuían. The Band, precursores de aquel regreso a las raíces, avisaban de la tentación de caer en errores pretéritos con canciones tan ambiguas como The night they drove old dixie down. El propio Dylan recibía sus peores críticas al adoptar su faceta más cowboy. A cada nueva evolución del country-rock, las líneas se suavizaban hasta hacer prácticamente irreconocible el legado de Hank Williams, Merle Haggard y compañía al que todos recurrían en busca de inspiración. Empeñados en seguir el rastro de una herencia vilipendiada, nadie parecía querer darse cuenta que los dioses hacía tiempo que se habían largado.

Por suerte ahí estaba Randy Newman para recordárnoslo. En God's Song (That's Why I Love Mankind) el músico echa mano del relato bíblico para carcajearse de la aparente bondad divina. En Old Man niega directamente la existencia del más allá a través de uno de sus personajes. Pura blasfemia. Puede que los sesenta hubieran alterado algunos tabús dentro de la sociedad norteamericana, pero el pilar de la religión seguía bien firme, especialmente en los estados del sur.

Consciente de los peligros de la provocación, Newman adoptaba perfil bajo en el terreno estrictamente musical. El tono afectado, las melodías sacadas del ragtime o el crisol 'nuevaorleans' servían de señuelo para el incauto que caía en las redes de su obra. De paso subrayaban su intención de jugar al despiste. Aquellos paisajes trazados en color sepia constrastaban con la actualidad de sus letras; sus textos humorísticos, cargados de ironía, hacían de contrapeso a unos personajes maduros, atravesados por la rabia y los prejuicios. El resultado giraba de manera bella y magnética sobre el tocadiscos, recordando los momentos más lúcidos de Dylan y Ray Davies.

Sólo esta fachada vitriólica explica que nadie pusiera el grito en el cielo tras la publicación de una canción como Rednecks. Escrita desde la perspectiva de un sureño, la composición que abría Good Old Boys, se columpiaba entre la crónica mordaz y la crítica a sus compatriotas del norte, a los que acusaba de hipócritas y clasistas. Acostumbrados a mirar por encima del hombro a sus vecinos del sur, con aquella perorata el cantante ponía sobre la mesa las cicatrices de un conflicto nunca cerrado del todo, las contradicciones de un relato que, como viene siendo costumbre, llevaba la firma de los vencedores. “Down here we're too ignorant to realize that the North has set the nigger free / Yes, he's free to be put in a cage in Harlem in New York City” cantaba Newman, repartiendo culpas y responsabilidades. En España ya habría quien le hubiera puesto la etiqueta de 'guerracivilista'.


La polémica no obstante no quedaba aquí. Rizando el rizo, la canción -quién sabe si de manera premeditada- invitaba a una segunda lectura con aquel estribillo pegadizo y orgulloso. “We're rednecks” no hubiera desentonado como lema de campaña de un candidato a gobernador de Kansas, al igual que Born In The USA de Springsteen acabaría convertida involuntariamente en himno de la candidatura de Reagan o la propia I Love LA de Randy Newman protagonizaría una campaña publicitaria de la ciudad californiana, difuminando parte del sentido original de la letra. La duda parecía razonable: ¿era Rednecks una apología del estilo de vida sureño o una simple denuncia de la hipocresía norteña? ¿se trataba de una original manera de denunciar el estado de las cosas o una oportunidad para tomar partido en la cuestión? Como siempre Newman parecía moverse a sus anchas en el territorio de lo ambiguo, en ese espacio en el que los blancos y los negros dejan paso a toda una escala de grises.

Tampoco las presentaciones en directo del músico ayudaban a despejar la incognita. Allí, parapetado detrás del piano, Newman mantenía esa fachada de cantautor tan de la época. Sobrio y solemne. El público, lejos de reaccionar ante los envites del compositor, se mantenía al margen. Como si mofarse de las desdichas que el artista relataba fuera sinónimo de mal gusto, como si uno tuviera que aguantar la risa por miedo a ser cazado carcajeándose de la desgracia ajena. Ante la franqueza de Newman uno nunca sabía si reir o llorar, increpar al cantante por su discurso incendiario o unirse a su visión cínica del mundo.

Ni siquiera un ataque tan directo como el incluido en Political Science servía de revulsivo. Publicada dentro de Sail Away, en ella Newman sugería echar mano de la gran bomba -”let's drop the big one”- como solución definitiva a todos nuestros problemas. Imposible no recordar la descacharrante cinta de Kubrick Dr. Strangelove -¿Teléfono Rojo?, volamos hacia Moscú en la versión española-, protagonizada por un inconmensurable Peter Sellers y en la que el director neoyorquino firma la mejor sátira de la historia del cine. Vale que, en el caso de la canción de Newman, la paranoia nuclear había ido desinflándose con la llegada de los setenta. Pero aquella apelación directa al miedo de la gente, con un cantante que permanecía impasible sobre el escenario sumistrando su dosis de veneno como si tal cosa, era una invitación a alimentar la psicosis general.

Cuando en 2012 el artista interpretó la canción en Londres, cuarenta años después de la edición original, la broma seguía de hecho en pie. “No one likes us / I don't know why” comenzaba a cantar el norteamericano, que se veía obligado a parar tras semejante apertura. “Es un poco duro decir eso ahora” confesaba el músico, provocando la risa del auditorio. Puede que a estas alturas todo el mundo conociera el carácter afilado de las letras de Newman, pero había algo que seguía descolocando al público. Sus textos se mantenían vigentes, como si nada de lo acontecido en el último medio siglo hubiese de hecho ocurrido. El mundo, como avisa Rafael Berrio en su último disco, seguía pendiendo de un hilo. Y no, nadie va a venir a salvarnos, podría añadir Newman. Ni un Dios ni un héroe ni mucho menos una canción.

Ahora entiendo la melancolía que desprenden aquellos versos. What can you do to amuse me / now there's nothing to do?
LLL

No hay comentarios:

Publicar un comentario