De entre todos los disparates nacidos
al calor de la canción popular, uno de mis favoritos es aquel en el
que Ry Cooder pone voz al perro del candidato republicano Mitt
Romney. Publicada en 2012 en plena campaña electoral, Mutt Romney
Blues recuerda que, a pesar del tópico, la canción protesta está
todavía por inventar. El propio Cooder lo había demostrado un año
atrás publicando una tonada blues en la que postulaba a John Lee
Hooker para presidente de los Estados Unidos. “Cada hombre y mujer
tomará un whisky, un bourbon y una cerveza, tres veces al día si se
comportan. Los pequeños tomarán leche, crema y alcohol, dos veces
al día si van al colegio” rezaba el programa electoral de este
ilustre candidato.
Más arriesgada era la propuesta del
también californiano Randy Newman. Con "I'm dreaming of a white
president” el veterano compositor escribía el más corrosivo de
los estribillos en la historia de la democracia yankee. También el
más explosivo y cómico. Tanto que, como era de esperar, algunos se
terminaron preguntando si se trataba de una broma o el músico iba en
serio con sus intenciones de votar a un candidato que “no será el
más brillante, quizás, pero sí será el más blanco”. Nada nuevo
bajo el sol. A estas alturas Newman debe estar más que acostumbrado
a que muchas de sus canciones provoquen este tipo de reacciones.
Maestro de la melodía satírica, sus
textos siempre han caminado sobre la delgada línea que separa la
simple ironía de lo políticamente incorrecto. Entre los grandes
logros del músico está el de haber saber mantenido la llama de la
soflama política incluso en los momentos más bajos de popularidad
de la canción protesta. Su estilo solemne y sentido siempre le
sirvió de coraza. Sin embargo, bajo ese disfraz elegante se escondía
una lengua envenenada. Su traje pasado de moda, sus gafas redondas,
jugaban al despiste. Su verbo de predicador en horas bajas,
anunciando el fin de los días, espantaba a aquel que buscara
consuelo en su música.
Hagamos memoria. Cuando a comienzos de
los setenta la radio estadounidense se abría al ensimismamiento de
Laurel Canyon y el rock se resguardaba en los terrenos seguros del
country, Newman cargaba su pluma de contenido social. Evitando la
confrontación directa, eso sí. Su música encajaba sin problemas en
la imagen de porche y carretera perdida que parecia haberse
convertido en nuevo maná de la extinta generación hippy. Sin
embargo, el sur norteamericano que pintaba el compositor con las
teclas de su piano se parecía poco al paraíso que otros buscaban.
12 Songs, su segundo trabajo, lucía
pedigrí sureño con esa pareja de mecedoras en blanco y negro que
presidían la portada. En cambio la galería de personajes que
presentaba, lejos de caer en el mito de la vida placentera y heroica
que vendía la nueva ola country, desfilaba como un catálogo de
desdichas. Ni siquiera la refrescante juventud que emanaba de
canciones como Mama told me not to come o Old Kentucky Home conseguía
ocultar un paisaje desolador. Las melodías oscilaban entre el
resentimiento (Uncle Bob' Midnight Blues), la resignación
(Underneath The Harlem Moon) y el simple y llano racismo (Yellow
Man). Tampoco es que el hombre blanco saliera indemne de semejante
paisaje. Bajo la pluma de Newman, su existencia parecía condenada al
tedio (If You Need Oil) o a la falsa esperanza de un amor que, como
en Lucinda, terminaba casi siempre en tragedia.
Retomando el espítitu agridulce de los
poetas románticos, el músico californiano parecía tocar su piano
desde un bar de carretera vacío. Sin perder la compostura, con su
traje de late night show, avisaba: el mundo sobre el que Norteamérica
había construido su éxito era una farsa. El cacareado sueño
americano, la revolución cultural de los sesenta, la lucha por una
igualdad, habían fracasado. Buena parte de nuestros héroes habían
muerto a balazos o víctimas de una sobredosis. Todo se había ido al
garete. Tanto que el rock, despojado de su impulso rebelde, había
decidido refugiarse en los brazos de la tradición, tomando la salida
más nostálgica.
El pasado, sin embargo, carecía del
efecto balsámico que algunos le atribuían. The Band, precursores de
aquel regreso a las raíces, avisaban de la tentación de caer en
errores pretéritos con canciones tan ambiguas como The night they
drove old dixie down. El propio Dylan recibía sus peores críticas
al adoptar su faceta más cowboy. A cada nueva evolución del
country-rock, las líneas se suavizaban hasta hacer prácticamente
irreconocible el legado de Hank Williams, Merle Haggard y compañía
al que todos recurrían en busca de inspiración. Empeñados en
seguir el rastro de una herencia vilipendiada, nadie parecía querer
darse cuenta que los dioses hacía tiempo que se habían largado.
Por suerte ahí estaba Randy Newman
para recordárnoslo. En God's Song (That's Why I Love Mankind) el
músico echa mano del relato bíblico para carcajearse de la aparente
bondad divina. En Old Man niega directamente la existencia del más
allá a través de uno de sus personajes. Pura blasfemia. Puede que
los sesenta hubieran alterado algunos tabús dentro de la sociedad
norteamericana, pero el pilar de la religión seguía bien firme,
especialmente en los estados del sur.
Consciente de los peligros de la
provocación, Newman adoptaba perfil bajo en el terreno estrictamente
musical. El tono afectado, las melodías sacadas del ragtime o el
crisol 'nuevaorleans' servían de señuelo para el incauto que caía
en las redes de su obra. De paso subrayaban su intención de jugar al
despiste. Aquellos paisajes trazados en color sepia constrastaban con
la actualidad de sus letras; sus textos humorísticos, cargados de
ironía, hacían de contrapeso a unos personajes maduros, atravesados
por la rabia y los prejuicios. El resultado giraba de manera bella y
magnética sobre el tocadiscos, recordando los momentos más lúcidos
de Dylan y Ray Davies.
Sólo esta fachada vitriólica explica
que nadie pusiera el grito en el cielo tras la publicación de una
canción como Rednecks. Escrita desde la perspectiva de un sureño,
la composición que abría Good Old Boys, se columpiaba entre la
crónica mordaz y la crítica a sus compatriotas del norte, a los que
acusaba de hipócritas y clasistas. Acostumbrados a mirar por encima
del hombro a sus vecinos del sur, con aquella perorata el cantante
ponía sobre la mesa las cicatrices de un conflicto nunca cerrado del
todo, las contradicciones de un relato que, como viene siendo
costumbre, llevaba la firma de los vencedores. “Down here we're too
ignorant to realize that the North has set the nigger free / Yes,
he's free to be put in a cage in Harlem in New York City” cantaba
Newman, repartiendo culpas y responsabilidades. En España ya habría
quien le hubiera puesto la etiqueta de 'guerracivilista'.
La polémica no obstante no quedaba
aquí. Rizando el rizo, la canción -quién sabe si de manera
premeditada- invitaba a una segunda lectura con aquel estribillo
pegadizo y orgulloso. “We're rednecks” no hubiera desentonado
como lema de campaña de un candidato a gobernador de Kansas, al
igual que Born In The USA de Springsteen acabaría convertida
involuntariamente en himno de la candidatura de Reagan o la propia I
Love LA de Randy Newman protagonizaría una campaña publicitaria de
la ciudad californiana, difuminando parte del sentido original de la
letra. La duda parecía razonable: ¿era Rednecks una apología del
estilo de vida sureño o una simple denuncia de la hipocresía
norteña? ¿se trataba de una original manera de denunciar el estado
de las cosas o una oportunidad para tomar partido en la cuestión?
Como siempre Newman parecía moverse a sus anchas en el territorio de
lo ambiguo, en ese espacio en el que los blancos y los negros dejan
paso a toda una escala de grises.
Tampoco las presentaciones en directo
del músico ayudaban a despejar la incognita. Allí, parapetado
detrás del piano, Newman mantenía esa fachada de cantautor tan de
la época. Sobrio y solemne. El público, lejos de reaccionar ante los envites del
compositor, se mantenía al margen. Como si mofarse de las desdichas
que el artista relataba fuera sinónimo de mal gusto, como si uno
tuviera que aguantar la risa por miedo a ser cazado carcajeándose de
la desgracia ajena. Ante la franqueza de Newman uno nunca sabía si
reir o llorar, increpar al cantante por su discurso incendiario o
unirse a su visión cínica del mundo.
Ni siquiera un ataque tan directo como
el incluido en Political Science servía de revulsivo. Publicada dentro de
Sail Away, en ella Newman sugería echar mano de la gran bomba
-”let's drop the big one”- como solución definitiva a todos
nuestros problemas. Imposible no recordar la descacharrante cinta de
Kubrick Dr. Strangelove -¿Teléfono Rojo?, volamos hacia Moscú en
la versión española-, protagonizada por un inconmensurable Peter
Sellers y en la que el director neoyorquino firma la mejor sátira de
la historia del cine. Vale que, en el caso de la canción de Newman,
la paranoia nuclear había ido desinflándose con la llegada de los
setenta. Pero aquella apelación directa al miedo de la gente, con un cantante que permanecía impasible sobre el escenario sumistrando su
dosis de veneno como si tal cosa, era una invitación a alimentar la
psicosis general.
Cuando en 2012 el artista interpretó
la canción en Londres, cuarenta años después de la edición
original, la broma seguía de hecho en pie. “No one likes us / I
don't know why” comenzaba a cantar el norteamericano, que se veía
obligado a parar tras semejante apertura. “Es un poco duro decir
eso ahora” confesaba el músico, provocando la risa del auditorio.
Puede que a estas alturas todo el mundo conociera el carácter
afilado de las letras de Newman, pero había algo que seguía
descolocando al público. Sus textos se mantenían vigentes, como si nada de lo acontecido en el último
medio siglo hubiese de hecho ocurrido. El mundo, como avisa Rafael Berrio en su último disco, seguía
pendiendo de un hilo. Y no, nadie va a venir a salvarnos, podría
añadir Newman. Ni un Dios ni un héroe ni mucho menos una canción.
Ahora entiendo la melancolía que desprenden aquellos versos. What can you do to amuse me / now there's nothing to do?
LLL
Ahora entiendo la melancolía que desprenden aquellos versos. What can you do to amuse me / now there's nothing to do?
LLL
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