Con su traje de saldos del Corte Inglés
y su corbata aflojada, Andrés Herrera podría pasar por padrino de
boda coplera. O por novio del sarao. Alguno incluso podría
confundirle con el cura de la ceremonia cuando canta aquello de
“quemaré el cielo a sangre y fuego / seré la llama de tu
sacramento”. Aspirante a profeta de barra y vermú, en
las canciones del andaluz no se hacen prisioneros, aunque sí que
algún que otro converso. A la religión del rock, eso sí. Sus textos, a caballo
entre el hades y el edén, recurren a condenados y
casanovas, hablan de misas paganas en las que la música surf y la
santería sevillana se juntan en una especie de baile diabólico. No
hay en ellos perdón ni bendición urbi et orbi. Tan sólo una última voluntad:
brindar por “los cabrones que están jodiendo este mundo” -según
invitaba a hacer en su última visita a Madrid- antes de dejar esta
vida.
Y sí, puede que a estas alturas
alguno ya hubiera dado por enterrado a Andrés Herrera. Pero no, aquí
sigue vivito y coleando. Rockero sevillano en el otoño de la vida,
su alma forajida se extravió hace años, engullida por un trayecto en
el que todavían permanecen muescas de bandas como Brigada Ligera o
Pata Negra o de nombres como Kiko Veneno o Silvio. Olvidado por
muchos, respetado por unos pocos, Herrera resucitaría de entre los
muertos hace cuatro años con Santa Leone, disco firmado bajo el
rótulo de Pájaro. Allí, sobre un fondo en blanco y negro, la
Semana Santa y el trapicheo, el dandismo y el amor fatuo, se agitaban
en un álbum en el que el protagonista asomaba la cabeza desde las
escaleras del purgatorio. Lo suyo tenía miga, que diría aquel.
Podía sonar a malditismo redentor o a búsqueda de un final feliz
para una historia tortuosa, merecedora de una plaza póstuma en el
callejero sevillano. Nada semejante. A día de hoy Pájaro sigue
volando libre, sin causar mucho revuelo más allá de los estrictos
límites de las catacumbas del rock.
Eso sí, en aquellos lugares del
subsuelo su nombre comienza a convertirse en santo y seña de la
parroquia subterránea. Su mezcla de blues inflamado y chulería
impostada provoca carcajadas, patillas apenas camufladas y danzas
sudorosas. Sus conciertos se cuentan por vueltas al ruedo, faenas en
las que el público hace de respetable y Pájaro, de juez, parte y
reo. Como Kris Kristofferson en Patt Garrett y Billy The Kid, Andrés
Herrera canta para matar el tiempo antes de pisar las tablas del tormento, silba una melodía que bautiza bajo el nombre de Apocalipsis.
Recuerda sus conquistas de galán trasnochado en canciones como
Guarda Che Luna o Viene Con Mei, vende su alma por un beso en Bajo el
Sol de Media Noche. Hasta se acuerda de su amigo Silvio en
una reinterpretación de El Pudridero, original del rodeño.
Por suerte, el duelo casi siempre
termina en tablas. El público, todavía en pie, secándose el sudor
con la punta del pañuelo; y Andrés y su banda, guitarra en mano,
pidiendo una tregua temporal. Orgullosos de la hazaña, haciendo gala
de su camaradería. Y de su origen obrero. Como aseguraba el
sevillano hace tiempo en una entrevista: “siempre he sido un
mercenario de la guitarra”. Para más tarde añadir, no sin cierta
sorna, que “en las casas obreras no hay pianos”. Ni zapatos de
claqué. Él, coherente con el dicho, siempre prefirió la guitarra
de madera y los tablaos sin lijar, la eléctrica de palo y
distorsión, las trompetas de banda municipal y el flamenco de calle
y terraza. La sencillez proletaria que canta en las cárceles y los
antros prohibidos.
Definitivamente Andrés Herrera es nuestro Lead Belly,
la sonrisa luchadora del blues, el Roy Orbison de bar de cubata en
vaso de tubo. Sólo él podría haberse atrevido a bautizar un disco
con el nombre de He matado al ángel y declararse místico apostólico
en la misma pirueta. Hasta la fecha la Conferencia Episcopal no se ha
pronunciado al respecto. Aunque, visto lo visto, quizás se inclinen por dejarle vagar por ese limbo a mitad de camino entre el infierno y
el cielo, a la espera de que el altísimo pronuncie su última
palabra. Pájaro, mientras tanto, a lo suyo, riéndose de su propia
situación de asesino confeso, mezclando sin rubor rock y
tradición, sacrimonios y cabalgadas de spaguetti western, apoyado
sobre las tablas de un cadalso que huele a misterio y a tabaco de
mascar. Como él dice: “antes de que vengan a meterme en la cárcel
¡Me cago en el Rey!...”. Lo dicho, ¡qué grande es el jodío!
LL
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