En el reverso de la carpeta asoma un
escueto mensaje escrito en letras minúsculas. “Dedicado a todos
aquellos que no llegaron tan lejos”. Conociendo a su autor uno no
puede más que tomar el gesto por sincero. En una época en la que la
derrota, el cinismo y la sección de esquelas amenaza con inundarlo
todo, se agradece el guiño. Michael Chapman, veterano músico que nunca
estuvo en las quinielas del éxito, sonríe desde este lado del río.
Él, que siempre se esforzó por echar por tierra cualquier
oportunidad de victoria, al menos puede disfrutar del triunfo de la
longevidad. También de haber llegado hasta nuestros días con el
espíritu inquieto de la juventud. Espoleado por el apoyo de músicos como Thurston Moore, Hiss Golden Messenger o Steve Gunn,
Chapman completa con la edición de 50 medio siglo en el alambre.
Demasiado eléctrico para la comunidad
folk, incapaz de abandonar su amor por el jazz, con las manos
agrietadas del hombre de tierra y campo, Michael Chapman se
convertiría en héroe de culto del árbol genealógico del folk
británico en algún momento de los años setenta. Sin embargo, sin
la tragedia atravesando su trayectoria, sufrió para hacerse un hueco
en la historia del género como sí lograrían sus compañeros de
escenario. Hablamos de totems como John Fahey, John Martyn o Nick
Drake. Habituales en el circuito universitario de la época junto a
Chapman, a día de hoy sólo él permanece en pie para contar su
historia. Una biografía propia en la que no faltan los excesos y las visitas al purgatorio. Él, no obstante, “viejo obrero de la
música”, nunca elevó queja alguna, prefirió permanecer en un discreto segundo plano. Así, sin
llamar mucha la atención, ha terminado grabando discos de apariencia
futurista y colaboraciones con la nueva savia americana, discos
instrumentales y colecciones que despistarían al oyente más
cultivado en el tronco folk.
Por suerte todavía le quedan renglones que tachar en la libreta de tareas. Sin ir más lejos, 50 podría pasar por su primera colección de canciones netamente americanas. Extraño considerando que nunca
faltaron referencias al universo yankee en el songbook del británico.
Sin embargo, su manera de tocar la guitarra siempre escondió un
extraño acento inglés. Como si su forma de atacar las cuerdas no
pudiera separarse demasiado de los montes verdes de la campiña o del
olor a salazón y madera ajada del Mar del Norte. Puede que Chapman
nunca alcanzara el pulso cristalino de John Martyn o Nick Drake.
Tampoco el ocultismo sureño de John Fahey. Ni siquiera el ascetismo
hipnótico de Roy Harper. Sin embargo nadie le gana en espíritu
oxidado, sin renunciar por ello a la majestuosidad de aquel que
creció musicalmente escuchando a los maestros del jazz. A ratos sus
melodías calan como la lluvia fina, a ratos nos lanzan a la
tempestad como si sólo pudiéramos agarrarnos a un pequeño tablón
de madera. Y es en esa soledad en mitad del mar en la que uno
disfruta con mayor gozo de sus discos. Un océano que suena a
carretera y a piedra mojada, a sol de justicia y hierba del norte.
Como si Chapman, a pesar de haber permanecido anclado en las Midlands
inglesas. no pudiera evitar imaginarse viajando en barco al
otro lado del Atlántico. Un sueño que, cincuenta años después, por fin se
cumple.
50 es Texas y Arizona, es una colección
de Dust Bowl Ballads que podría haber sido escrita en 2017 o en
1931. Es el disco que Chapman hubiera firmado si hubiera nacido en
Mississippi en mitad de los años sesenta o en la Oklahoma agrietada
de Steinbeck y Woody Guthrie. Con sus parábolas y sus personajes
bíblicos, sus banjos disparados como revólveres, 50 desprende el
aroma del viejo oeste. Y como las historias de vaqueros que vimos de
pequeños, vuelve una y otra vez para recordarnos que algunas cosas
nunca cambian. “It's either a feast or a famine, my friend, either
a flood or a drought” canta el trovador en Money Trouble. En los
paisajes de Chapman, como en los de la América actual, no hay
termino medio. Sólo el rico o el pobre, el empresario o el obrero
que “lucha por sacar algo de dinero cada día y mantener al lobo
alejado de la puerta”. Una sociedad partida en dos en la que la
única redención llega de la mano del esfuerzo y el trabajo. O de la falta de
él.
“I can't afford to take it easy, I
got nothing left to lose” arroja una de las líneas más
clarividentes de la carpeta de textos, renglón extraído del libro
musical de Guthrie, Dylan y compañía. De ese mismo tomo sale también la inicial A Spanish Incident, historia de
carretera y desierto a lo Easy Ryder. Ambientada en la misma Durango
en la que Dylan situó su romance más tórrido, su espíritu
aventurero y fronterizo sirve de trampolín para lanzar el resto del
disco. También para presentar a los jóvenes compañeros de viaje de
Chapman en 50. El banjo saltarín de Nathan Bowles (no dejen pasar
por alto su disco de la pasada temporada, pura cosmic american
music), las guitarras de James Elkington y Steve Gunn. Especialmente
la de este último, responsable también de la producción del álbum,
culpable de haber convencido a Chapman para que viajara a Nueva York
y plasmara una colección de colecciones tan maravillosa. Su toque a
las seis cuerdas, atrevido pero respetuoso con la tradición,
heredero de los mejores maestros de la guitarra americana, pero
sabiendo darle ese barniz moderno que lo conecta con gente como Kevin
Morby, William Tyler o Kurt Vile, permanece en un segundo plano en la
mayor parte del disco. Por suerte.
Evita así ese defecto tan en boga
entre los jóvenes productores de nuestros días (los Jack White, Dan
Auerbach y compañía) de terminar ensombreciendo al protagonista del
plástico. No, este es un disco que lleva plenamente la firma de
Chapman. Aunque el británico, siempre generoso, deje al resto de la
banda explayarse para mayor gloria del oyente cuando la canción lo
requiere. The Prospector contiene varios de los momentos más
eléctricos y descabalgados del vinilo, ecos de un sonido que no
habrían desentonado en el último trabajo del propio Gunn. Chapman,
quizás para mantener el equilibrio, contraataca con uno de los
mejores textos de la colección. Su desfile de personajes, digna de
una película de John Ford, traza un perfil de una América no tan
lejana. Cinco arquetipos -el buscador de petróleo, la maestra, el
conductor, el granjero y el predicador- para los que no hay salvación
ninguna en este mundo o en el que está por llegar.
“The say that Jesus saves, but I see
none of that down here. I just see people with the hunger. I just see
people with the fear” dispara Chapman en la turbulenta Memphis In
Winter, canción que no habría desentonado en los discos del
forajido Malcolm Holcombe. Tampoco lo habría hecho Sometimes You
Just Drive, nueva vuelta de tuerca a la cuestión de la redención
divina. Como en el resto de la colección, tampoco aquí los
personajes encuentran el perdón buscado. Tienen que ser las melodías
dulces de The Mallard (cuánto le debe el joven Ryley Walker a
Chapman y a la tradición folk de las islas) y de That Time of The
Night las que terminen sirviendo de medicina para el oyente. También para el propio Chapman que
abre una rendija para la esperanza, resguardado en la oscuridad de la
noche o en esa cabaña desde la que parece cantar sus canciones.
No es el británico un músico que haya tenido miedo a enfrentarse a sus demonios. Tampoco a los que le echan en cara su trayectoria quebrada, llena de desvíos, a veces confusa hasta para sus más fieles seguidores. Ese ha sido su mayor triunfo, precisamente. Tozudo, sincero, superviviente, Chapman ha logrado engarzar desde su relativo anonimato una discografía que, vista desde la distancia, resulta excitante, llena de aristas, atrevida. Recuerda en esto a los Neil Young y compañía, representantes de la rama más inquieta del universo rock. 50, con su espíritu oxidado, incluso árido, funciona como bálsamo dentro de la producción del inglés. A diferencia de sus personajes, el artista parece encontrar redención en esta colección de tonadas. Una celebración, un triunfo tardío que servirá al menos para reivindicar a la figura de un tipo incansable y curioso. No se despisten, eso sí. Michael Chapman todavía no ha dicho su última palabra.
No es el británico un músico que haya tenido miedo a enfrentarse a sus demonios. Tampoco a los que le echan en cara su trayectoria quebrada, llena de desvíos, a veces confusa hasta para sus más fieles seguidores. Ese ha sido su mayor triunfo, precisamente. Tozudo, sincero, superviviente, Chapman ha logrado engarzar desde su relativo anonimato una discografía que, vista desde la distancia, resulta excitante, llena de aristas, atrevida. Recuerda en esto a los Neil Young y compañía, representantes de la rama más inquieta del universo rock. 50, con su espíritu oxidado, incluso árido, funciona como bálsamo dentro de la producción del inglés. A diferencia de sus personajes, el artista parece encontrar redención en esta colección de tonadas. Una celebración, un triunfo tardío que servirá al menos para reivindicar a la figura de un tipo incansable y curioso. No se despisten, eso sí. Michael Chapman todavía no ha dicho su última palabra.
Genial, reseña buena buena, me encanta leerte. Menudo disco!
ResponderEliminar