10/5/20

Little Richard, aquel verso desbocado del rock&roll



Inventores los de hay de muchas cosas. Revolucionarios, no tantos. Little Richard, aquel verso desbocado del rock&roll, puso patas arriba todo lo que sabíamos sobre el género y lo hizo dictando sus propias normas. Poco importa que otros lo hubieran hecho antes o que Richard, siempre atento a las últimas tendencias, tomara prestado alguno de los elementos que le convertirían más tarde en aquella figura descarada y peligrosa. El artista de Georgia siempre tuvo claro que iba a cambiar las reglas del juego.

En su música se cruzaba el rhythm&blues primigenio de Fats Domino y el descaro sobre las tablas de Chuck Berry. Una nota de piano suya era capaz de poner todos patas arriba. Un grito elevaba la temperatura de la habitación de manera instantánea. El propio Richard asegura que Jimi Hendrix copiaría aquel estilo estridente de tocar la guitarra directamente de su voz. James Brown nunca podría haberse convertido en aquel torbellino del show biz si alguien como Richard no le hubeira mostrado el camino primero. Lo mismo se podría decir de Jerry Lee Lewis y sus incendiarias interpretaciones al piano. Prince, Elton John, David Bowie y cualquiera que sepa lo que es dar un espectáculo sobre un escenario le deben buena parte de su estilo.

Lo cierto es que antes de convertirse en el espejo en el que todos querían mirarse, Richard Wayne Penniman las pasó canutas para hacerse un hueco en el negocio. De familia religiosa, Richard encontró pronto la vocación musical tras escuchar a Sister Rosetta Tharpe y el Rocket 88 de Ike Turner. Aquello le obligaría a abandonar de joven el seno familiar, aunque pronto encontraría cobijo en los Medicine Show ambulantes que viajaban de ciudad en ciudad entreteniendo al personal. Sería allí donde desarrollaría aquel estilo cabaretero, subido de tono, siempre al límite de lo permitido. Sin embargo tendría que ser un encuentro con Esquerita, otro músico enamorado de aquel rock&roll primigenio, el que le abriría los ojos. De él tomaría aquella imagen andrógina y acentuada.

A partir de ese momento Richard adoptaría ese estilo amanerado y excesivo, tupé y sonrisa kilométrica, rubricado en aquellas primeras grabaciones para Specialty en la segunda mitad de los años cincuenta. Claro que, a diferencia de a Esquerita, al de Macon la fortuna le sonreiría. En apenas dos años Richard colocaría media docena de éxitos en las listas de éxitos y en la memoria de cualquiera que quisiera seguir su revolución. Canciones como Tutti Frutti, Long Tall Sally o Lucille explotaban el lado más gamberro y anárquico del rock&roll. Demasiado para esa América puritana y mojigata, demasiado también para un tipo que había nacido en lo más profundo del sur norteamericano.

Reconciliado con su fe o simplemente temeroso de que aquello del rock&roll no fuera más que una moda pasajera, en 1959 el músico decide colgarse el hábito y pasarse al bando del gospel. Primera de una larga lista de idas y venidas, regadas por su posterior adicción a la coca o su particular manera de entender la práctica religiosa, poco le duraría la reconversión. Espoleado por el éxito de algunas de sus canciones entre la nueva ola de grupos adolescentes, regresaría al circuito profano para recoger los frutos de aquellas primeras grabaciones. Encrucijada y vuelta a la carretera.

Siempre atento a las tendencias, como ya hemos dicho, sabría navegar las turbulentas aguas de los años sesenta sin perder un ápice de su excentricismo. Probaría con el soul en sus discos para Vee-Jay, y ya en los setenta retomaría el camino del blues en The Rill Thing, uno de sus mejores obras. Algunos le daban ya por amortizado pero el seguiría reivindicando su trono con discos como The King of Rock&Roll y Second Coming. De alguna manera estaba siguiendo la misma senda que otro compañero de generación, Link Wray, revolucionario de la guitarra surf, que a comienzos de la década de los setenta grabaría un trío de discos en los que demostraba su conocimiento de los grandes palos de la tradición musical americana.

Como tantos otros veteranos de la primera ola, la figura de Little Richard terminaría condenada con los años al circuito revival del rock, convertida en esa caricatura simplona del bufón sonriente y juguetón. Cierto es que su estilo excesivo, quizás un poco trasnochado, ya no epataba a nadie. Sin embargo, era golpear las notas de aquel piano y entonar su eterno auambabuluba balambambú para volver a notar la sangre correr por las venas. Little Richard era punk y glam, guateque e incendio en el asiento trasero del coche. Con él se va el tipo que puso color al rock&roll, el que lo convirtió en un juego al alcance de cualquiera. Con él se va el desenfreno y la extravagancia. Con él se va el peligro y la contradicción.

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