13/5/20

Peter Bruntnell, nuestro rey



Llegas tarde. No por una razón concreta. Simplemente el reloj ha corrido más de la cuenta y, cuando enseñas la entrada en la puerta, te das cuenta de que han pasado cinco minutos de la nueve y el concierto ya ha comenzado. Los treinta habituales que se han congregado en el Water Rat's en aquella noche fría de Noviembre ni siquiera giran la cabeza cuando la puerta amaga un chirrido. Sobre el escenario un tipo de barba canosa agarra una guitarra acústica y aprieta los ojos. Durante los siguientes dos horas presentará alguna de las canciones de su último trabajo, bautizado King of Madrid. Extraño título para un tipo que nació en Nueva Zelanda y que desde hace más de dos décadas reside en el condado de Surrey, allí donde el londinense barrio de Twickenham pierde su glamour. Aquella noche también habrá tiempo para rendir tributo a Neil Young, uno de los ídolos de nuestro protagonista, con una interpretación sublime de After The Gold Rush. Hora de pedir otra pinta. Para cuando vuelves de la barra el resto de la banda se ha unido a la fiesta y no puedes dejar de pensar en cómo hubieran sonado los Crazy Horse si en vez de haberse formado en Los Ángeles hubiesen nacido en Guilford. O en por qué lo que antes era un silencio reverencial se ha terminado convirtiendo en una fiesta improvisada en aquel pub diminuto a escasos minutos de la estación de King's Cross.

Dicen que Peter Bruntnell debería estar llenando teatros. O al menos salas de esas con candelabros colgando del techo y cortinas rojas, lugares que dan prestigio y llenan notas de prensa. Demasiado para un tipo que nunca aspiró a llenar nada más que una libreta con canciones. Cuenta su biografía que, antes siquiera de editar su debut, Bruntnell pasó un tiempo en Canada, siguiendo quizás el rastro del propio Young y de tantos otros nombres que han hecho del país americano un sinónimo de buen gusto y elegancia musical. Allí conocería a Bill Ritchie, al que le uniría algo más que una simple afinidad musical. Con él comenzaría a escribir sus primeras canciones “sin una razón particular, sin ningún objetivo en mente”. Una camaradería, convertida pronto en amistad, que perduraría a la vuelta de Bruntnell a Europa en forma de pequeños fragmentos que el neozelandés y el canadiense se irían dejando en el contestador, como pequeños rastros de migas de pan desde los que tirar del hilo y comenzar a componer. Viendo ahora al bueno de Bruntnell, luciendo casi siempre gafas y barba de bibliotecario, uno todavía puede imaginárselo dejando mensajes en el buzón telefónico de cualquiera dispuesto a disfrutar de esa voz aguardientosa. O anotando canciones a papel y bolígrafo en una libreta desgastada. Algunas cosas nunca pasarán de moda.

Lo cierto es que no sabemos cuántas de esas melodías de ida y vuelta terminarían formando parte de su estreno en solitario. Sin embargo si algo tenemos claro ahora es que en Cannibal, su debut del año 95, asoman ya las costuras de lo que estaría por llegar. Reeditado estos días por el sello londinense Loose Music, el primer larga duración del británico-de-adopción exhibe el filo angustioso de los noventa. Un producto de su tiempo que esconde bajo capas de guitarras distorsionadas las cimientos de un escritor de canciones sublime. Heron Speaks emplea piel acústica e intención pop, dos herramientas que Bruntnell utilizaría con frecuencia. I Want You introduce otra de sus estrategias favoritas: desarmarte en apenas dos versos (“Well, there's nothing wrong with my telephone / It's just that nobody is trying to call”). Astronaut incluye uno de los mejores estribillos del lote. Blue Mouse, con su fachada de inocente folk, contiene el germen de una rebelión, una manera inocente de darle la espalda a ese sonido saturado y gris que marcaría buena parte de la banda sonora de la Inglaterra de los noventa. Por suerte, Peter Bruntnell no estaba solo en su cruzada.


Al mismo tiempo que el de Surrey registraba sus primeros trabajos, otra pareja de músicos llegados desde las antípodas construían su propia trinchera contra la dictadura del britpop. Danny Wilson y Julian Wilson eran dos hermanos que habían nacido en Australia pero que, al igual que Bruntnell, habían cambiado los veranos soleados del hemisferio sur por el asfalto mojado del sudoeste de Londres. Tomando el nombre de la carretera que une Rayners Park y el barrio de Sutton, Grand Drive firmarían un puñado de discos en los que destacaban el gusto por las armonías vocales y la melodía perfecta. Un puzzle sonoro en el que asoman piezas de los Beach Boys, Big Star o de unos The Band cambiando el Cafe Espresso de Woodstock por los pubs a la orilla sur del Támesis. Demasiado americanos para encajar en un país enamorado de sí mismo, demasiados británicos para dar el salto al otro lado del Atlántico, el grupo londinense se disolvería a finales de la primera década de los dos mil dejando tras de sí varias obras para el recuerdo y un estatus de culto que le granjearía un pequeño grupo de fieles seguidores, entre los que nos incluimos.

Años más tarde el propio Danny Wilson formaría su propio combo musical con el que dar rienda suelta a sus dos principales influencias musicales -el country y el soul- y comenzaría a regentar la pequeña tienda de discos de Lewes Union Music Store, en la que además de poder adquirir los discos de Bruntnell y Danny & the Champions of the World -ambos actualmente en las filas de la escudería Loose Music-, uno puede disfrutar de vez en cuando del propio Bruntnell tocando canciones en formato acústico. Pero esa es otra historia. Lo importante es que el rastro ya estaba ahí: sólo había que seguirlo.

Camelot in Smithereens, la continuación de Cannibal, tenía en común con su predecesor ese tono angustioso y difuminado, pero plantaba cara de frente, sin necesidad de ponerse a cubierto bajo capas de indecisión y ruido. Editado originalmente en 1997, el año de la llegada de Tony Blair a Downing Street, el principio del fin de esa batalla estéril entre Oasis y Blur por ver quién era más puerilmente incorrecto, el segundo disco de Peter Bruntnell tomaba muchos de los postulados sonoros de la época, pero los convertía en cáscara vacía al servicio de un puñado de canciones que pedían algo más. Vera, por ejemplo, podría encajar en cualquiera de los discos mas recientes del británico si no fuera por esa base desenfocada que se empeña en emborronar lo que podría haber sido una sencilla tonada folk. Por suerte la interpretación de Bruntnell permanece ahí, escondida, virgen, dispuesta a ser desenterrada. Lo mismo ocurre en I'm After You, una canción que no habría desentonado en algunos de los primeros trabajos de los norteamericanos Richmond Fontaine. Una nana de terciopelo en la que los arreglos de viento suenan a insurrección. ¿Cuántos músicos de pop de la época se atreverían a usa una trompeta de manera tan elegante y suave? Peter Bruntnell iba por libre. Al menos para el que quisiera leer entre líneas.

A ras Camelot in Smitheerens suena a sudor y volumen al máximo, a pop de guitarras y union jack. Es Bruntnell dejándose arrastrar por una corriente a la que era difícil resistirse en plena década de los noventa. En 25 Reasons el compositor echa mano de la omnipresente pandereta -¿hay un sonido más icónico en el pop británico?-. Repite jugada en la canción titular, añadiendo esta vez una de sus interpretaciones más briosas. Saturday Sam, la candidata a single del lote, incluye uno de esos estribillos cargados de armonías vocales y swagger rockero tan del gusto de la época. Bewitched parece sacada de una cinta de descartes del Definitely Maybe. Un piropo para un tipo que nunca escondió sus influencias. Un espejismo, también. Con los años Bruntnell abandonaría aquellos referentes de juventud para abrazar la elegancia de los escoceses Teenage Fanclub o el sonido radiante de los Boo Ridleys, especialmente en sus canciones más luminosas.

Para cuando el disco llega a Shake el músico no puede esconder más su desesperación. Con su estribillo mínimo, Bruntnell parece dispuesto a hondear la bandera blanca y firmar una tregua. Una segunda toma de Panelbeater -más luminosa, quizás anterior en el tiempo a esa inicial de aires trip-hop- da paso a la que quizás sea la mejor composición del lote. Ellison, la canción que cierra Camelot in Smitheerens, abre una brecha en el cancionero de Bruntnell. No se trata sólo de esa letra con aroma a despedida (“with tears in my eyes...”) o ese estilo casi epistolar, de confesión en primera persona con nombre de mujer, algo que terminaría convirtiéndose en habitual en el repertorio del londinense. Son esos arreglos de aires western, ese violín polvoriento que planea durante aquellos cuatro minutos exactos de belleza estática. Puede que todavía no tuviera las herramientas para hacerlo, pero Bruntnell ya miraba de reojo al continente yankee en busca de inspiración.


En Normal for Bridgewater, la tercera referencia de Bruntell, el músico incorporaría definitivamente el sonido de la pedal-steel, recurrente hoy en día en sus grabaciones. Suenan ecos de esa América inabarcable, tierra de sueños y posibilidades. A partir de este momento sería habitual ver el nombre de Peter Bruntnell en el circuito independiente de las barras y estrellas. Asociado a la etiqueta del alternative-country, el neozelandés entablaría amistad con referentes del género como Son Volt, con las que giraría en varias ocasiones a ambos lados del Atlántico y que le ayudarían en la grabación de ese seminal Normal for Bridgewater. Willy Vlautin, escritor de novelas y líder de los nombrados de Richmond Fontaine, otra de las bandas imprescindibles de aquel estallido roots, siempre le tendrá entre sus escritores de canciones favoritos. Kathleen Edwards, vaquera responsable de varios discos llenos de coraje y pundonor, favorita en esta casa, confiesa que le dio a una copia de Normal Bridgewater al productor de su primer disco con la intención de que copiara aquel sonido que alguien definió como “un pacto diabólico entre Uncle Tupelo y los Eagles”. No estoy muy seguro de que pensaría el propio Bruntnell de semejante comparación. Él, claro, siempre fue más de repartir de piropos que de recibirlos.

Quizás ello explica porque, para sus dos primeros discos, decidiera asociarse con Almo Records. De reciente creación, el sello norteamericano había sido fundado en 1994 por Herb Alpert y Jerry Moss. Sí, esos Herb Alpert y Jerry Moss. Los mismos que habían levantado la mítica A&M Records de Joe Cocker, Procol Harum, Cat Stevens, Joan Baez y otra docena de nombres que todavía hoy lucen en el olimpo de los mejores. Cansados de una industria que parecía afrontar su enésima reinvención, a comienzos de los noventa Alpert y Moss deciden vender las acciones de A&M a Polydor y lanzarse a la aventura libre y sin ataduras de Almo Records. Entre los nombres que lograrían sumar para el catálogo del sello se encuentran gente tan dispar como las estrellas del pop multiplatino Garbage o la vaquera Gillian Welch, que grabaría su primer larga duración para el sello de Alpert y Moss. También un joven Peter Bruntnell, que parecía encantado de compartir escudería con la futura compositora de éxitos como Time The Revelator, Look at Miss Ohio o la banda sonora de Oh, Brother. Así se expresaba en una entrevista de la época: "Things I love – well, I haven't got that many. My daughter, number one. My girlfriend. Pedal steel guitar. Gillian Welch. My house. I love this restaurant. Oh, and my porch. I built it myself and it’s great! I’ve been hanging out there with Gram Parsons blaring out on the stereo".

Poco han cambiado las cosas para Bruntnell desde aquellos días en los que América parecía un horizonte lejano y la idea de dedicarse, aunque sea de manera parcial, a la música parecía una quimera. Puede que el británico haya abandonado el cajón de sastre de Almo Records para unirse a la familia de Loose Records, campeones británicos en el terreno de la Americana. O que esa voz vehemente y juvenil se haya transformado con los años en ese gesto reposado y oxidado. Aquel porche casero sigue ahí, en mitad del condado de Surrey. También su amor por la pedal steel guitar. Por supuesto esa admiración, a la que nos unimos, por todo lo que hace Gillian Welch. Quizás asomen unas cuantas canas de más, eso seguro. Al final de ese camino sin grandes sobresaltos quedan las canciones, un puñado de discos, algunos mejores que otros, todos ellos sublimes. No importa que el londinense se suba al carro de la psicodelia guitarrera (Black Mountain U.F.O. y Peter and the Murder of Crows figuran entre lo más eléctrico de su catálogo) o le cante al final de mundo como en la evocadora End of The World, incluida en el imprescindible Nos Da Comrade. Incluso sale airoso en ese intento de canción protesta que es Mr. Sunshine, dedicada de forma irónica al actual presidente de los Estados Unidos. Peter Bruntnell es el mejor en su oficio.

En King of Madrid, su último trabajo hasta la fecha, el autor le canta a ese Londres rutinario y diario, a ese aglomerado de edificios grises alejados del glamour de la city, a esa vida de barrio sin épica ni recompensa instantánea. Confiesa sus intenciones regias, entre la sorna y el cariño (“If I could be a king, I'd be the king of Madrid”). Se divierte en la briosa Dinosaur. Redondea canciones eternas como Snow Queen. En definitiva: emociona, reconforta, sin grandes aspavientos, colocando, como buen artesano, cada nota en su lugar. Entrega una nueva colección de tonadas condenada, como buena parte de su carrera, a pasar desapercibida excepto para esos treinta habituales de los pubs y unos cuantos críticos que le seguirán considerando uno de los mejores secretos de la música británica actual. Para ellos, para nosotros, Peter Bruntnell siempre será nuestro rey. Un monarca sin más reino que sus canciones. Un músico con el que conquistar el día a día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario