10/6/20

Canciones desde el tejado de una prisión


Hay muchos Ike Whites en este mundo. Démosles una oportunidad para que no sea el color de su piel el que les condene a acabar entre rejas

Stevie Wonder


La estrecha relación entre la música popular y el sistema carcelario americano ha sido una constante desde que en 1934 Alan Lomax y su padre entraran con su grabadora en Angola, la penitenciaria de Louisiana en la que Leadbelly cumplía condena por intento de asesinato. Aquel sonido crudo y poderoso, que salía de la garganta del más famoso de los reclusos del blues, abriría la veda para que otros rebuscaran entre pasillos y celdas una verdad que sencillamente no podía encontrarse en las calles y los clubes de música. Bukka White, Robert Pete Williams, Son House, Lightnin' Hopkins y Billie Holiday son sólo alguno de los artistas que mezclaron apariciones sobre el escenario con estancias entre los muros de la penitenciaria, confirmando aquel linaje entre música y talego. Elvis, siempre mirando de reojo al mercado de color, dedicaría una de las pocas canciones potables de su época hollywoodiense al 'rock de la cárcel', una tonada de apariencia inocente que escondía entre sus versos un romance entre rejas entre dos miembros del mismo sexo. Johnny Cash relanzaría su carrera a finales de los sesenta con dos discos en directo grabados en las prisiones de Folsom Prison y San Quentin que le dibujaban como aquel forajido del country que nunca llegó a ser. Lo cierto es que, a pesar de la imagen proyectada por los dos trabajos de Cash, en el país de las barras y estrellas la inmensa mayoría de la población reclusa seguía siendo negra. Algunas cosas parecen condenadas a nunca cambiar. 

Entre estos hombres, doblemente segregados por el color de su piel y por su condición de presidiarios, se encontraba un desconocido Ike White. De padre pianista, White asegura que la mismísima Ella Fitzgerald solía compartir mantel y velada con la familia siempre que tenía ocasión. Siguiendo los pasos de su progenitor el propio Ike probaría suerte en el terreno del rhythm & blues como guitarrista de Big Mama Thornton, aunque sin hacerle ascos a los sonidos más vanguardistas procedentes del rock y el pop. Jerry Goldstein, manager de Sly Stone y colaborador de Jimi Hendrix, le llegaría a comparar con el guitarrista de la Experience. A mediados de los sesenta todo parecía predispuesto para que el talentoso White se convirtiera en una estrella. Sin embargo un cóctel en el que se mezclarían las drogas, la muerte de su padre y su posterior traslado a California, el racismo imperante, una brutalidad policial tatuada en la piel del propio White y, ante todo, la adrenalina del crimen, mandarían todo al traste. Un atraco a una licorería con final fatal para el dueño le enviaría a prisión con una condena de por vida. 

Fue allí donde Goldstein le localizaría a mediados de los setenta, en plena búsqueda de ese sonido eléctrico y etéreo que parecía haberse evaporado tras la muerte de Hendrix. Lo cierto es que, con su música de nervio funk y su virtuosismo a la guitarra, White parecía encajar a la perfección en el molde de esa nueva generación de artistas negros que habían elevado al blues a cotas que los padres del género ni tan siquiera podrían haber imaginado apenas veinte o treinta años atrás. Sin embargo, frente al mensaje hedonista y lúdico de luminarias como Sly Stone o George Clinton, la música del californiano nacía de una experiencia mucho más terrenal. Condenado a una vida entre rejas desde los diecinueve años, White había seguido dando rienda suelta a sus fantasías musicales con ayuda de alguno de sus compañeros de celda y la permisividad de la jerarquía carcelaria, que veía en su música una manera de suavizar el ambiente áspero y violento que se vivía día a día bajo los muros de la prisión. Demasiado bueno para ser verdad. 

A comienzos de los setenta, mientras Norteamérica se despertaba del sueño de una década que había visto morir a referentes de la talla de Martin Luther King Jr. o Malcolm X, las cárceles de medio país saltaban por los aires. Espoleados por el asesinato de uno de los reclusos en la cárcel de San Quentin, en 1971 la prisión de Attica en el estado de Nueva York prendía la mecha de una revuelta por los derechos de la población reclusa que ya nunca se apagaría. White, siempre con un oído puesto en el exterior, aprovecharía la oportunidad para organizar algún recital en la prisión con el fin de compartir alguna de sus nuevas composiciones. Entre ellas destacaba la monumental Changin' Times.

De trazo soul e intención reivindicativa, aquella canción de nueve minutos y medio convertía la epopeya personal de un White entre rejas en un canto universal. Con su letra sencilla, llena de esperanza, el compositor parecía ligar en una misma estrofa el sufrimiento centenario del esclavo con la reciente lucha por los derechos civiles, las ansias individuales de libertad con la necesidad de luchar codo con codo junto al resto de hermanos apiñados en el patio de la prisión. Changin' Times terminaría bautizando el que a la postre sería el único álbum publicado bajo el nombre de Ike White. También uno de los pocos -por no decir el único- dentro de la historia del soul que pueden presumir de haberse grabado íntegramente entre los muros de una penitenciaría. 

Más allá de la anécdota, lo cierto es que el disco de White irradiaba talento por los cuatro costados. Con un sonido eléctrico y expansivo, que conectaba con contemporáneos como Shuggie Otis y Allen Toussaint, el guitarrista tomaba el mensaje emancipador del blues primigenio para romper las cadenas de un encarcelamiento que iba más allá de las simples cadenas físicas. Para los más despistados conviene insistir: las paredes del racismo siempre fueron más sutiles e invisibles de lo que parecen. No es de extrañar pues que en poco tiempo el eco de aquella música liberadora rompiera el cerco de la prisión. Stevie Wonder, en plena cima creativa, sería uno de los afortunados en hacerse con una copia de Changin' Times. Impactado por aquellas canciones de piel dura e imaginación desbordada, el artista de la Motown decidiría apoyar la causa del músico y costear los gastos de un nuevo abogado que en apenas un par de años lograría liberar a Ike White. Finalizaba así una condena que había durado catorce años, pero que terminaría persiguiendo al músico durante el resto de su vida.

Tras su salida de prisión la mujer de White, antigua secretaria de Goldstein, intentaría organizar una sesión para grabar nuevo material junto alguno de los músicos de la banda de Stevie Wonder. Extasiado, quizás sobrepasado por una libertad que nunca imaginó, aquellas jornadas nunca llegarían a fructificar y un White coqueteando de nuevo con viejos hábitos decidiría esfumarse. A partir de este momento la historia comienza a pisar terreno resbaladizo. Leyenda y realidad se confunden. Se suceden cambios legales de nombre y hijos nunca declarados, acusaciones de evasión fiscal, una ristra interminable de amantes y mujeres y la certeza de que su pasado entre rejas le marcaría para siempre, trazando así la biografía esquiva de un tipo empeñado en pisar el acelerador y nunca mirar atrás. Al menos hasta que el cineasta Dan Vernon decidiera desenterrar las huellas de aquella huida.

Rebautizado como David Maestro, felizmente casado, en 2014 el artista parecía haber encontrado la paz como músico de variedades en uno de los garitos que pueblan la costa de California. Por desgracia, apenas un par de semanas después de que Vernon contactara con él, el músico antes conocido como Ike White se quitaba la vida. Atrás dejaba una biografía, esbozada estos días en el documental The Changin' Times of Ike White, y un álbum de culto que convertía la historia de resistencia de un recluso anónimo en sufrimiento colectivo, el infierno de la trena en éxtasis musical. Como dijo el propio White, todavía entre los muros de la prisión, tras la publicación de Changin' Times: “Surely heaven is just a few bars away. After all, I've already been through hell”.

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