8/10/20

Chris Smither, el pozo inagotable de las canciones


Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Y si no que se lo digan a Chris Smither. Compositor de poso clásico, siempre cerca de las fuentes originales del blues, el músico terminaría aprendiendo aquella lección de la manera más cruel. Él, que había descubierto su vocación tras escuchar el Blues In My Bottle de Lightin' Hopkins', decidió hacer bueno aquel título y cambiar la destilación del delta por el trago envenenado del whisky, el pozo inagotable del blues por las lamentaciones de barra de bar. Doce años coqueteando con el diablo y un regreso al estudio a mediados de los ochenta serían suficientes para rescatar a aquel compositor de voz de gravilla y asfalto. Su garganta, sobria. Su compromiso con los sonidos del Mississippi, intacto. La edad, ese antídoto que cura hasta el vicio más arraigado, y un deseo infatigable de volver a conquistar la carretera harían el resto.

Antes de aquel desvío etílico el de Nueva Orleans había tenido tiempo para registrar un par de referencias de espíritu laidback y aroma a mecedora y porche trasero para, como tantos otros, terminar engullido por la indiferencia de la industria y desaparecer sin dejar rastro. Entre las pistas que dejarían aquellos dos artefactos registrados a comienzos de los setenta asomaban lecturas de canciones de Neil Young, del Bob Dylan de las cintas del sótano y de los Grateful Dead más campestres. También un amor incorregible por el blues rural y el folk arenoso.

Cuenta el músico que de pequeño su tío le había enseñado que “si sabes tres acordes puedes tocar un montón de canciones de la radio. Y si sabes cuatro acordes, puedes prácticamente conquistar el mundo”. Smither nunca llegaría tan lejos en sus pretensiones, aunque sí lograría la admiración de algunos de sus compañeros de gremio, especialmente de una joven Bonnie Raitt que en los setenta grabaría varias de sus canciones. Tampoco es extraño que, de haberse cruzado en su camino, Gene Clark hubiese mostrado sus respetos. Don't It Drag On, el segundo disco del norteamericano, bebía directamente de los afluentes del Clark de White Light, aunque le aplicaba una capa de grasa que a ratos recordaba a ese Link Wray de la cabaña de Maryland.

Una vuelta a sus orígenes en New Orleans y un tercer disco, inédito durante casi cuatro décadas, en el que participaban Lowell George y Dr. John serían las últimas señales de vida del músico hasta finales de los años ochenta. El propio compositor confirma que durante aquellos años la única compañía fija que tendría sería la del brebaje espirituoso. Por suerte incluso la botella más fiel termina traicionándonos. Los surcos de la bebida acabarían marcados en el rostro de Smither. No así en su música, siempre con un hueco para la esperanza como demostraban títulos como Happier Blue y Up on The Lowdown, a medio camino entre el aplomo del blues y la ligereza del folk.

Abandonados los viejos demonios, Smither se reencontraría en los noventa con alguno de los supervivientes de aquella generación clásica de forajidos. Junto a David Alvin, Tom Russell y Ramblin' Jack Elliott formaría el supergrupo Monsters of Folk con el que cruzaría el mapa norteamericano en varias ocasiones. Su cancionero repleto de lecciones vitales cargadas del coraje que solo los años dan acabaría inspirando algún título cinematográfico -la polvorienta The Ride con reminiscencias autobiográficas-. Sus historias de trazo sencillo terminarían impresas en tinta dentro de un tomo que recogería medio siglo de estrofas y estribillos. A este le acompañaría un cálido tributo de algunos de sus viejos cómplices -Bonnie Raitt, Dave Alvin, Loudon Wainwiright III- y nuevos compañeros de viaje -Josh Ritter, Peter Case-. En 2014 el propio Smither se atrevería a echar un vistazo por el retrovisor con la edición de Still On The Levee, volumen en el que recrea veinticinco cortes de su songbook personal pasadas por el filtro de la madurez.

More From The Levee, editado hace unos días, retoma ahora aquella tarea con otra docena de tomas arrugadas. Una colección en el que Smither rebusca en su debut de 1970 -la bella y esperanzadora Lonely Time- y rescata melodías inéditas -What I Do recupera el aroma de Nueva Orleans de ese disco olvidado de los setenta que el norteamericano nunca llegó a publicar-. Allen Toussaint, leyenda de la ciudad criolla, hace su aparición en los créditos del disco. También Loudon Wainwright III, con el que Smither siempre compartió aquella franqueza vital sin necesidad de ornamentos. En I Am The Ride el compositor luce costuras de western clásico. Caveman mantiene el nervio de la toma original de 1997 añadiéndole ese ritmo de swing de tiovivo. Old Man Down imagina una murder ballad en primera persona. Drive You Home Again, pieza de swamp blues crepuscular, traza por su parte la carretera principal de este viaje al corazón de la obra de Smither. En ella se resume la trayectoria vital de un músico que nunca imaginó llegar tan lejos pero que a estas alturas de la historia parece tenerlo claro: cabalgar mientras las fuerzas acompañen, seguir cantando hasta que el pozo de las canciones se agote. 


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