12/11/20

Los hijos bastardos de Ennio Morricone


A Quique González le gusta decir que a la hora de elegir entre la melodía y la letra de una canción siempre conviene inclinar la balanza en favor de esta última. “La letra es el sesenta por ciento de una canción”, llegó a asegurar en alguna entrevista. “Como mínimo”. Una afirmación que puede resultar caprichosa, incluso discutible; pero que parece especialmente acertada cuando hablamos de la música country, estilo por el que el artista madrileño siente una especial predilección. La teoría dice que el género vaquero, austero en el apartado melódico, expansivo en lo narrativo, acostumbra a colocar al frente de sus historias aquellos buscadores de oro sin perspectivas de futuro, perdedores con un pie en el barro y otro en el asfalto. De fondo, la música, siempre al servicio de la estrofa, se limita a dibujar el decorado polvoriento. O eso nos contaron los libros de historia.

De un tiempo a esta parte ha surgido en el country una nueva generación de cowboys que se empeñan en llevar la contraria al primer mandamiento del género: cuéntalo como quieras, pero cuenta algo. Renunciado a cualquier tipo de letra o arreglo vocal, completamente instrumentales, estos rebeldes reclaman como suya una música que parecía haber sufrido su última mutación hace décadas. Puede que en sus canciones siga habiendo hueco para el polvo y el asfalto, para ese sentimiento de soledad y perdida que cruza los clásicos de Hank Williams y Willie Nelson. Sus paisajes, ricos en matices, si cabe más desoladores, se alzan vacíos de forajidos y soñadores.

De alguna manera lo suyo se asemeja más al arte cinematográfico que al intento tradicional de encajar una historia en una melodía más propio de la orfebrería musical. Una factoría de pequeños cortometrajes de cine mudo en los que prevalece lo austero y esquemático. Cuanto menos se diga, mejor. Cuanto más espacio se deje a la imaginación, mucho mejor. Como dice Chuck Johnson, una de los figuras prominentes del llamado ambient country, se trata de “captar un sentimiento de inmensidad, de tocar la fibra sensible. Es una música cálida que invita a crear espacios en los que caes y caes enamorado”. No importa si son las llanuras de Nuevo México o el cielo de Montana. Lo importante es capturar aquella sensación con la ayuda de un puñado de notas.

Ataviados con sus pedal steel guitars y sus instrumentos acústicos, estos cowboys urbanos bien podrían pasar por hijos bastardos de Ennio Morricone. Estudiantes aventajados de ese sonido dorado en lo que importa es enmarcar la escena y dejar que sea el espectador el que termine de escribir la historia. Imaginen una película sin principio ni final, un tren que nunca termina de alcanzar su destino, el giro de un reloj a punto de dar la hora. Recuerden el duelo final en el cementerio de Sad Hill. Y simplemente hagan girar alguno de estos discos.


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