8/11/20

Diana Jones, la frontera interior


De pequeña Diana Jones solía decir que tenía sangre Cherokee. Neoyorquina de adopción, su música siempre tuvo el nervio de los Apalaches en el corazón. En sus canciones sedosas se dibuja el horizonte dorado de los campos de maíz y trigo del sur norteamericano. Pero Jones es también capaz de zapatear como aquellas viejas tonadas de tacto rugoso y olor a carbón. Sin duda la sangre india corre por sus venas. Pero sobre todo reina esa sensación de armonía y quietud, de un tiempo pretérito que no fue ayer ni mañana si no que, como en aquellas melodías hechas para perdurar, resuena fuera de cualquier calendario posible. Sus canciones podrían haber sido escritas en los años veinte o el mes pasado. De hecho Pony, su composición más conocida, cuenta la historia de una niña de origen indio que es adoptada por una familia blanca en la segunda década del siglo XX. Una fábula que terminaría convirtiéndose en realidad en las carnes de la propia Jones.

Criada en Long Island, Jones pasaría buena parte de sus años universitarios escuchando los discos de Johnny Cash, Emmylou Harris y Dolly Parton. Incluso escribiría alguna canción inspirándose en los maestros del género vaquero. Sin embargo, aquella conexión con la música de raíces seguía siendo un enigma para una Jones que había sido adoptada poco después de su nacimiento. No sería hasta años después, siguiendo el rastro de su familia biológica, cuando la cantante descubriría su verdadero pasado. Una búsqueda que le llevaría hasta las colinas al este del estado de Tennessee, donde Jones encontraría un hogar espiritual para sus canciones. Especialmente en la figura de su abuelo, Robert Lee Maranville, patriarca de la familia y antiguo músico de la banda de Chet Atkins. Trabajador durante años en la cercana fábrica de aluminio, Maranville nunca había abandonado su amor por la tradición sonora y cuando su nieta le enseñó un disco de grabaciones de Alan Lomax, el veterano músico supo que había encontrado una cauce para mantener vivo el eco centenario de los Apalaches.

Jones terminaría dedicando My Remembrance of You a la memoria de su abuelo, fallecido cinco años antes. Aunque la norteamericana ya había editado un pareja de discos en los noventa, para muchos aquel sería el auténtico debut de Jones. Un nuevo comienzo en el que se resume el camino vital de la artista, su encuentro con el sonido de las montañas del sur y la búsqueda de unas huellas borradas por el paso del tiempo, el surco profundo de los recuerdos de juventud y la tragedia diaria de la vida rural. En Pretty Girl, la canción que abre la colección, la escritora pone voz a una antigua amiga cuyo padre solía obligar a prostituirse. En All My Money In You en cambio es la propia Jones la que protagoniza aquella historia de lucha y redención. No es raro encontrar quien piensa que la pluma de Jones tiene una tendencia incontrolable a subrayar los aspectos más crudos y ásperos del paisaje norteamericano. Otros en cambio simplemente opinan que pocas como ella son capaces de retratar con honestidad la corteza de la tierra y el filo de la guadaña.

Quizás por ello la compositora titularía su siguiente disco Better Times Will Come en un intento por elevar el espíritu. Un intento en vano, todo hay que decirlo. Canciones como The Day I Die y Cracked and Broken insistían en el verbo trágico, aunque manteniendo el perfil corajudo del debut. Sin ir más lejos Henry Russell's Last Words reproducía las últimas palabras de un minero encerrado con otros 110 compañeros en una excavación de West Virginia en 1927. Joan Baez -quien grabaría su propia versión unos meses después- asegura que en aquella canción “puedes sentir la falta de aire y la desesperación, pero también la belleza, la conexión que este hombre siente con el exterior”. La misma empatía transpira la letra de Soldier Girl, en la que Jones se pone en la piel de aquella mujer que se enlista para seguir “a donde me lleven las pistolas y los tanques”. Menos ambigua dispara If I Had A Gun, vuelta de tuerca a la tradición sonora de la murder ballad. “Si tuviera una pistola estarías muerto, con una en el corazón y una en la cabeza” canta una Jones apretando los dientes.

Ni siquiera las notas festivas de la mandolina en All God's Children consiguen esconder la tristeza de aquella letra sobre huérfanos que viajan en busca de una familia de acogida. Siguiendo el camino de Pony, Jones inaugura con ella una tradición que perdura hasta nuestros días, incluyendo en cada uno de sus discos al menos una canción en la que la infancia es la protagonista. Ballad of the Poor Child, Motherless Child y Orphan's home -esta última incluida en el imprescindible Museum of Appalachia Recordings, álbum en el que la norteamericana rinde tributo a la tradición sonora de sus ancestros- se irían uniendo a esta lista de retratos de juventud que, de una u otra manera, reflejan la propia experiencia de la cantante como hija adoptiva. Resuena en ellas ese tono melancólico, quizás agridulce, al que Jones nos tiene acostumbrados. Aunque, consciente de que aquello toca de cerca, la compositora reserva su verbo más afilado para mejor ocasión.

Song to a Refugee, su reciente disco, no es una excepción a la regla. En The Sea Is My Mother, por ejemplo, Jones narra el drama de una niña obligada a abandonar su país en busca de “un sueño de paz y algo más”. Mama Hold Your Baby sitúa la acción en Guatemala, origen de muchos de los refugiados que intentan cruzar la tierra quebrada que separa Estados Unidos del resto del continente americano. La frontera, esa línea invisible, se convierte así en el el cordón que une este puñado de historias sobre madres e hijos, padres y familias que “no saben a dónde les llevarán sus pasos, qué será del lugar que amamos, qué será del lugar que llamamos hogar”, como canta Jones en la canción que da título a la colección. Hay, por supuesto, referencias al drama cercano, a aquello sucede cada día en la frontera con Méjico, aunque la cantante no se olvida tampoco de los que luchan por el sueño de una nueva vida en Lesbos, Egipto y Sudán. Hay rabia por las vidas que se quedaron por el camino, pero también empatía y esperanza.

Sin abandonar su compromiso con los sonidos que aprendió de su abuelo, en Songs to a Refugee Jones adopta maneras de reportera de guerra, recupera el espíritu original del folk, ese género que nunca debió olvidar que su pacto -el único innegociable- siempre fue con la realidad de la gente de a pie. Ella, que durante años se sintió extranjera en su propio país, pone piel y cara a ese reguero de vidas que se desparraman cada día cruzando fronteras. No se engañen. Es este un disco especialmente doloroso, que pellizca en la conciencia colectiva, pero que deja la puerta abierta a inventar un mundo mejor. Canciones como We Believe You -en la que Jones se ayuda de Steve Earle, Richard Thompson y Peggy Seeger- sirven de acicate para un drama lejos de un final feliz. Himnos como Love Song To A Bird se permiten la licencia poética de imaginar un mundo “sin países ni fronteras”. Recordándonos de paso que no hay mayor consuelo que seguir cantándole a la verdad.


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