25/11/20

Nikki Sudden, el último bandido

Con la muerte de Dave Kusworth en septiembre de este año se cerraba de alguna manera un capítulo en la historia del rock. Posiblemente no uno de esos escritos con letras mayúsculas y grafía de postín en el libro del género. Pero sí al menos uno en el que aquel invento popularizado por Elvis seguía manteniendo algo de ese espíritu romántico y infatigable que nunca debió perder. Para los que no lo recuerden, el de Croydon había protagonizado junto a Nikki Sudden una de las más fascinantes anomalías del rock de los ochenta y en adelante. No lo duden: aquellos dos primeros discos de los Jacobites siguen manteniendo el lustre en nuestra estantería. También los álbumes en solitario de Sudden que, antes de unir fuerzas con Kusworth, ya había dado muestras de aquel filo incontrolable bajo el rótulo Swell Maps, proyecto que había formado con apenas 14 años junto a su hermano Epic Soundtracks. Así, aquellos tres tipos de pelo ensortijado y aliento quijostesco terminarían hilvanando una saga única, insobornable en su empuje, reclamando su posición como últimos forajidos del rock antes de que el estilo se convirtiera en carne de tendencias con la llegada del nuevo milenio. Kusworth, Soundtracks y Sudden.

El propio Sudden había fallecido en 2006 con las botas puestas, en plena gira tras un concierto en un club de Nueva York. Como era de esperar, su nombre dejaría más esquelas que páginas había llenado su música en vida. Gajes del artista de culto, que diría alguno. Él nunca se dejó llevar por el desanimo y en el momento de su muerte andaba enfangado en la interminable tarea de escribir un libro de memorias, confiado en que alguien estaría interesado en leer sobre alguien que lo había visto casi todo en el mundo del rock. Nombres como Mick Taylor, Ian McLagan y Rowland S. Howard confirmarían con sus apariciones en los discos de Sudden el gusto del londinense por la genealogía más canalla del género. Pero el autor de canciones como The Last Bandit o When Angels Die también dejaría su impronta en aquella nueva generación de músicos independientes de los noventa. Tanto es así que los siempre generosos R.E.M., cruce de caminos de tantos -y casi siempre excelentes- viajes, se ofrecerían para acompañarle en uno de sus mejores colecciones, el enraizado The Jewel Thief. Tampoco conviene olvidar otros registros como Treasure Island o Red Brocade cuando uno repasa la obra del británico.

En esta casa -cosas del primer amor- siempre fuimos de The Bible Belt. Reeditado estos días por Easy Action Records, el segundo disco en solitario de Sudden es una oda al rock de bajos fondos, a los Keith Richards y a los Johnny Thunders, a la camaradería que da saber que uno está destinado a acabar en el vagón de perdedores. En sus surcos asoma el sonido desaliñado del punk y el glam de pintalabios de los New York Dolls. Pero también el tupé de Gene Vincent y las guitarras trotonas de los Ventures. Hay algo de ese folk inocente de los cafés del Soho y una pizca del funk-soul neoyorquino de Prince. El embarcadero de Chelsea pone nombre a una de las canciones más sentidas del lote. Aunque es más que probable que Sudden y compañía frecuentaran con frecuencia los callejones de Camden, antes de que el barrio londinense se convirtiera en un parque de atracciones para turistas y vendedores de humo. O los soportales y plazas de Covent Garden en los que se arremolinaban los expulsados del mercado laboral y en los que los Clash entonarían sus primeras canciones de rebelión. El Londres furioso y desgastado de los años grises del thatcherismo nunca sonó tan celestial como en la voz de Sudden.

Nada de esto impediría que el músico acabara en el limbo de los olvidados por el relato oficial. Él, incansable, imbatible en su aliento, siempre supo en el fondo que aquel final estaba escrito de antemano. Canciones como The Road of Broken Dreams o The Angels Are Calling perfilaban el impulso romántico de la derrota, abrazaban la vida rutilante del rockero capaz de renunciar a todo por una canción, condenaban a su autor a acabar en las notas a pie de página del gran libro del rock. El propio Sudden se retrataría en varias de sus canciones como un alma solitaria, a pesar de que fueron muchos los que le mostrarían verdadero afecto dentro del gremio sonoro. The Only Boy in Heaven, la composición que cierra The Bible Belt, recorre buena parte de ese álbum de instantáneas malditas. Las habitaciones vacías y los romances con fecha de caducidad, las aceras torcidas y los recuerdos estampados en paredes de hormigón. Incluso, en un momento de lucidez, asoma el compositor más esperanzado: “Algunos días mis ojos todavía brillan como solían hacerlo / Algunos días sé exactamente lo que decir y lo que hacer”. Era en esos días, escasos pero gloriosos, en los que la música de Nikki Sudden era capaz de elevarte a los cielos. Todavía hoy lo sigue consiguiendo.


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