17/12/20

Todos los buenos tiempos (I)


Canciones tristes y radios rotas

A mi abuelo, que era más chulapo que San Isidro, le gustaba decir que vivía en el centro de Madrid. Sesenta años en un sexto izquierda de la calle Fernando El Católico le habían convencido de que todos los caminos llevaban a Argüelles, aquel barrio lo suficientemente cerca de la Puerta del Sol como para ahorrarte las dos pesetas que valía el metro de aquellas, según contaba de vez en cuando. Recuerdo que cada vez que iba a comprar al pan a la tienda de la esquina terminaba parándose a hablar con el vecino del tercero o con el camarero del Ocho de Mayo, el bar de abajo donde servían hasta hace poco los mejores callos de la ciudad. De alguna manera mi abuelo vivía en un Madrid que ya solo existe en los álbumes de fotos del trastero de nuestros padres. En esa capital de provincias en la que todo el mundo iba a comprar a diario a la tienda de ultramarinos y a leer el periódico a la barra del bar. En un barrio en el que uno bajaba a comprar el pan y terminaba volviendo a casa una hora más tarde con el consiguiente enfado de mi abuela. En el que los vecinos de enfrente eran casi como de la familia y el final de la dictadura se celebraba con champán.

Aunque hacía años que se había jubilado, mi abuelo seguía yendo al menos una vez a la semana a la joyería de la calle Postas en la que había trabajado desde que tenía trece años y para la que seguía haciendo "chapuzas", como él solía decir. Si le llevaba una hora ir a la panadería, imaginen la aventura que era ir con él hasta el callejón de la Puerta del Sol subido a la línea 2 de autobús. Mi abuelo había nacido para ser de clase obrera, pero en algún momento había encontrado una vocación arreglando las cajas de los relojes antiguos de bolsillo, lo cual le había permitido llevar una vida cómoda. No lujosa, pero lo suficientemente holgada como para dar quinientas pesetas a sus nietos cada vez que mis padres miraban hacia otro lado. También para jugar todas las semanas un cupón de los ciegos y compartir una quiniela con dos dobles y un triple con los del taller.

Por supuesto nunca se hizo rico. Más merengue que Di Stefano, como tantos otros mi abuelo hacía la quiniela con el corazón y no con la cabeza. Le gustaba que su Madrid ganara hasta a las canicas y la sola mención del eterno rival le ponía de mal humor. Si dicen que de un equipo se nace nunca se hace, él nació para ser del Real Madrid. Socio durante más de siete décadas, frecuentaba las primeras filas del fondo norte, cuando todavía no había asientos y había que salir corriendo los domingos después de comer para coger sitio antes del partido de las cinco. En los últimos años, cuando su espíritu empezaba a quebrarse y el alzheimer comenzaba a hacer mella, seguía recitando de memoria la alineación con la que el Madrid ganó la primera copa de Europa, aunque ya hubiera olvidado lo que había comido ese día. No puedo dejar de pensar que vio jugar a Gento en el Bernabéu, pero no aguantó lo suficiente para ver cómo el mundo se derrumbaba.

Murió en febrero, semanas antes de que todo se torciera en este año agónico. No sé muy bien qué hubiera pensando de todo esto. Si lo hubiera comparado con las penurias de la posguerra o simplemente hubiera hecho uso de su habitual manera de quitarle hierro al asunto con un “ya lo pagará alguien”. Mi abuelo rara vez se inmutaba. Seguía con su vida pasara lo que pasara. Era un poco como el abuelo del que cantaba John Prine en Grandpa was a carpenter. Se ponía el traje todos los días y se afeitaba cada mañana. Fumaba puros los días de partido y me dejaba escuchar la radio en el taller que tenía en casa. De hecho, me gusta pensar que él y Prine se hubieran llevado de maravilla. A lo mejor con suerte están compartiendo un trago en el cielo mientras presumen de nietos.

Por si alguno no lo recuerda, el de Illinois nos dejó también a comienzos de abril y por alguna extraña razón su música se ha convertido en la banda sonora de este año en el que para muchos de nosotros sólo ha habido hueco para canciones tristes y radios rotas, como rezaba el estribillo de Sam Stone. Prine fue muchas cosas, pero sobre todo fue el que mejor retrató el vaivén cotidiano de los días. Si con Dylan -con el que el de Maywood fue comparado múltiples veces- el tiempo parecía correr siempre desbocado, en las historias de Prine todo era traqueteo vital y paciencia. No había nada de extraordinario en sus personajes. Tampoco en su manera de contar historias. Su sencillez chocaba con los que buscaban agitación y revuelta en cada giro melódico.

En esos meses de confinamiento en los que todo parecía avanzar a cámara lenta los discos de Prine sonaron con frecuencia en casa. Eran jornadas en los que todo se reducía a la vida sencilla de nuestros abuelos. Levantarse, hacer la compra, caminar, leer el periódico, hervir un arroz, dejar correr el reloj. Nada apremiaba y las conversaciones de sobremesa giraban en torno a lo mismo. Prine, siempre escueto en palabras aunque nunca en emoción, lo resumía bien en ese diálogo entre dos viejos compañeros de fábrica: “Pero qué puedo decir si pregunta, '¿qué hay de nuevo?' 'No mucho, ¿y tú? No hay mucho que hacer'”. La canción en cuestión se titula Hello In There y retrata con ternura la soledad de la madurez, la vejez prematura de esos padres que ven cómo sus hijos han emigrado a tierras más fértiles y lo único que les queda por delante es tiempo. Todo el tiempo del mundo. Tiempo para hacer lo que no pudieron hacer mientras se ganaban la vida y nos criaban. Para bajar a comprar el pan y cambiar las cortinas del salón. Tiempo para disfrutar y para echar de menos.

Estoy seguro que, de haber superado la enfermedad, John Prine hubiera seguido disfrutando de los pequeños placeres de la vida junto a su mujer. Tomándose un vodka con ginger ale o fumando un puro de nueve metros, como cantaba en When I Get To Heaven. Jactándose de la muerte, convencido de que ya había visto suficiente de este mundo y que no podía estar más que agradecido por el tiempo que le había tocado vivir. Si hay alguna lección que aprender de estos meses de encierro es que hace años que nuestros abuelos encontraron la solución al acertijo de la vida. Por desgracia muchos ya no estarán para contarlo. Otros en cambio seguirán. Esperando a que alguien les diga “hola, ¿que tal? ¿qué hay de nuevo?” al cruzarse en el portal, como en la canción de Prine.


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