8/12/20

Chuck Prophet, uno de los nuestros

Una de las frases que más se repite en What Makes The Monkey Dance, la reciente biografía de Chuck Prophet, es esa que alude a la mala suerte de su protagonista. Curioso -pensará alguno- teniendo en cuenta que el bueno de Prophet ha logrado mantenerse en esto de la música durante casi cuatro décadas. Y lo que le queda. Es verdad que el californiano nunca ha abandonado los círculos de entregados a la causa y aficionados con especial apego por las carreteras secundarias. O que su mezcla única de rock&roll, soul, raíz forajida, blues e incluso algunas gotas de electrónica le han condenado a favorito de muchos y rey en tierra de nadie. No importa. En esta casa Chuck Prophet siempre será considerado uno de los nuestros. Un tipo al que confesaríamos todos nuestros pecados. Un hermano al que agarrarse en la parte trasera del bar. Un viejo amigo que nunca falla.

Podríamos tirarnos días enumerando las razones de nuestro apego al norteamericano, pero aquí nos tendremos que conformar con unas cuantas escogidas al azar. Veamos: su manera de tocar la guitarra, su sonrisa infecciosa, esa voz de predicador de los barrios bajos, sus conciertos de escuela emocional del rock, el San Francisco luminoso y desbocado de sus canciones, esas baladas que empapan como la lluvia fina, su aliento infatigable, ese rollo a lo Richard & Linda Thompson que lleva siempre que canta con su mujer, su conocimiento infinito de los incunables del country y del soul, su sencillez, su habilidad para expresar una verdad en tan solo dos versos, sus estribillos eternos, su humildad, su necesidad de convencer al tipo de la última fila de que merece la pena dejarse la vida por el rock&roll, sus canciones. Repito: sus canciones. Sobre todo sus canciones. Esas que llevan acompañándonos durante lustros y por las que Prophet ha luchado desde que era adolescente.

La historia que cuenta What Makes The Monkey Dance es principalmente una historia de canciones. O más bien la historia de un tipo capaz de renunciar a todo por salir ahí afuera y cantarlas, tocarlas, vivirlas. Es cierto que aquello ha terminado pasando factura al bueno de Prophet. También que el libro de Stevie Simkin no escatima en detalles. El de San Francisco no se deja casi nada en el tintero. Dueño de una voz única para narrar historias, en las páginas del libro hacen acto de presencia discográficas de segunda y manager de dudosas intenciones, gente que a su manera ayudan al bueno de Prophet a mantenerse a flote. Hay, como es de esperar, algunos arañazos provocados por el roce con la parte más cruel de la industria. Pero no todos los desvíos y caídas pueden atribuirse simplemente a la negativa del sello de turno a hacerse cargo de Prophet y su caravana ambulante. Conocida es su adicción durante años a las sustancias tóxicas de toda calaña. También su nula visión de futuro o su negativa a considerar algo así como una “carrera” en esto de la música.

En una de mis anécdotas favoritas del libro el propio Prophet cuenta que en 2001 tuvo que aceptar un trabajo como aparcacoches -una de las múltiples ocasiones en las que que el músico estuvo a punto de tirar la toalla-. Lejos de lamentarse por el contratiempo, el de Frisco dedicaría las horas muertas en el garaje a componer alguna de las canciones que más tarde formarían parte de No Other. Incluyendo, claro, Summertime Thing, ese retrato estival de barrio que terminaría convirtiéndose en favorito entre los seguidores del californiano. Moraleja: si alguien puede escribir un himno como este aparcando coches, tú también. O al menos puedes intentarlo. Chuck Prophet lleva haciéndolo durante más de treinta y cinco años. Le lleve donde le lleve.

Es este camino sin rumbo el que ha permitido a Prophet acumular una larga lista de cómplices con el paso de los años. Un recuento que debe comenzar sin duda con Dan Stuart, hermano en las trincheras de Green On Red. Su espíritu imprevisible, siempre en busca del pulso beat de Kerouac, marcaría buena parte de los primeros años de nuestro protagonista. También por supuesto Stephanie Finch, su mujer. Cuenta el propio Prophet que se se engancharon el uno del otro cantando el Abandoned Love de Dylan, confirmando de paso lo que ya muchos sabíamos: que las mejores canciones de amor son siempre las canciones de ruptura. No nos olvidamos tampoco del omnipotente Greg Leisz, que con su pedal steel y sus arreglos de quitar el hipo se convertiría en su Ben Keith particular. Alejandro Escovedo, su hermano chicano, codo con codo en la aventura de conquistar el mapa norteamericano. Incluso Dan Penn, admirador confeso de Prophet y con el que el californiano confirmaría que su manera de entender la canción americana nunca estuvo muy alejada de los clásicos, del country-soul y del rock como lengua universal. Y así podríamos seguir durante horas.

Colocados todos en línea -canciones, colaboraciones, éxitos y fracasos- dibujan un relato fascinante, quizás único en la historia del rock de los últimos treinta y cinco años. Tanto como para merecer una biografía como esta. El propio aludido insiste en quitarle hierro al asunto, se excusa en el prólogo retratándose como “una contradicción andante – parte verdad, parte ficción”, repite con sorna esa frase que un crítico le dedicó hace treinta años asegurando que tenía “un brillante futuro por detrás”. Sinceramente no ha visto la música reciente un tipo que haya hecho tanto de sus limitaciones una virtud; de su sencillez, una cualidad digna de admirar. Con Chuck Prophet, incansable en su cruzada por la canción perfecta, el rock&roll tiene cuerda para rato.


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