28/1/21

El gospel es una droga


Si hacemos caso a los libros de Historia, el soul nació cuando el gospel salió de las iglesias para desparramarse por las aceras del asfalto norteamericano. Una vez allí se mezclaría con otros sonidos más profanos como el doo-woop o el rhythm&blues para terminar convirtiéndose en la gran avenida de la música negra. Lo que olvidan algunos de esos mismos libros es que el género nunca abandonó del todo las capillas y los altares. Convertido en la banda sonora de esa generación empeñada en romper las cadenas raciales, aquel sonido urbano y juvenil le debía tanto al ritmo contrachapado de las fábricas de Detroit como al suave terciopelo de los bancos corridos de los templos del Bronx. Tanto es así que aquella lucha entre el origen sacro y el impulso rebelde, oración convertida en himno urbano, sería la tónica habitual en la carrera de la mayoría de los grandes cantantes de soul. Al Green, Curtis Mayfield, Wilson Pickett... La lista de nombres que habían aprendido el oficio con el hábito puesto resulta abultada. Aunque en ningún caso este baile entre lo terrenal y lo divino sería tan evidente como en la figura de Aretha Franklin.

Meses después de su muerte -hace ya tres años- saldría a la luz Amazing Grace, película que ponía color y movimiento a aquel regreso al púlpito de la monarca del soul. Si es que en algún momento la de Memphis lo había abandonado del todo. Me perdonarán los más paganos, pero pocos discos representan tanto el espíritu original del soul como este de 1972. El sustrato gospel está ahí, claro. Pero también el jazz del sello Columbia, el fuego sureño de las grabaciones para la Atlantic y hasta el R&B de los clubes de los barrios bajos. El songbook multicolor de las barras y estrellas en todo su esplendor, mezclando el sufrimiento encadenado del blues y la celebración callejera de la Motown. Todo filtrado por la voz celestial de Aretha en esas dos noches irrepetibles en la Iglesia Baptista de Los Ángeles. No creemos en un Dios extraterrenal porque sabemos que Aretha estuvo aquí, pisando la misma tierra que nosotros los mortales. Aunque a ratos uno no supiera muy bien si la de Tennessee levitaba o simplemente cantaba.

Habrá quien señale atinadamente que aquello de grabar desde el altar ya lo habían hecho años atrás los Staple Singers. No menos cierto es que a comienzos de los setenta el propio clan de Chicago había comenzado a coquetear con los ritmos apresurados que llegaban desde las pistas de baile. En 1972 el gospel canónico parecía algo pasado de moda o cuanto menos reservado a la generación que había crecido bajo el yugo de Jim Crow. Pero allí estaba Aretha para recordarnos que el género negro ante todo era cantar en corro y compartir lágrimas, abrazarse y dejarse llevar. Medicina para el cuerpo y el alma. Ver las caras de Jagger y Watts colándose en el metraje de Amazing Grace es ver las caras de todos los que hemos tenido la suerte de ver la película de Sydney Pollack. Congoja, alegría, emoción. El mismo sentimiento que los propios Stones pondrían en Let It Loose, grabada unos pocos meses más tarde y en la que los Stones copiaban sin rubor lo aprendido en aquella incursión en la iglesia de L.A. No sería ni la primera ni la última vez que Jagger y compañía tomarían prestado de sus “hermanos” nacidos on-the-wrong-side-of-the-tracks. Claro que, en su descargo, si algo se puede atribuir a los británicos es su capacidad para captar como nadie el ambiente de la época.

Al mismo tiempo que Aretha se ponía el traje de sacerdotisa, Curtis Mayfield publicaba su segundo disco en solitario bajo el rótulo Roots. Plagado de guiños funk, la intención del ex-Impressions por regresar a las esencias del género parecían evidentes. Meses después el gran Marvin Gaye haría lo propio con la publicación del inabarcable What's Going On. ¿El mejor disco de gospel de la historia? No seré yo quien lo niegue. El ciclo de canciones encerrado en esos treinta y cinco minutos de homilía espiritual tienen tanto de protesta callejera como de oración extraterrenal. What's Going On no es de este mundo. Aunque si hubo alguien que siguió un camino paralelo al de Aretha durante aquel cambio de década fue la incorregible Nina Simone. La de Carolina del Norte había mantenido una trayectoria similar a la reina del soul, probando suerte entre los diferentes cajones que ofrecía la black music, para terminar registrando su repertorio más gospel en el catártico -y también grabado en directo- Emergency Ward del año 72.

¿Y qué hacía mientras tanto Stax, otro de los sellos que habían aupado al soul a categoría de hilo musical nacional? Para sorpresa de algunos la escudería iniciaría su propia andadura en el terreno de la música sacra a comienzos de los setenta. No es que el catálogo de la discográfica de Memphis careciera de referencias en el terreno de lo espiritual. Ahí están los propios Staple Singers para demostrarlo. Pero también es cierto que, al igual que la Motown de Berry Gordy -su rival en el mercado negro-, la disquera que había inventado el southern soul había ido renunciando al gospel más purista en beneficio de otros ritmos más del gusto de la época. El tiempo sería implacable y pronto el género sacro volvería a las iglesias para ya nunca volver a asomar por las revistas de tendencias. ¿Cuándo fue la última vez que vieron un disco de gospel destacado en las páginas de la prensa musical? No se esfuercen, al cielo no se llega por los cauces habituales.

Nada de esto impediría que en 1972, en un último intento por volver a la raíz del asunto, Stax fundara The Gospel Truth, su división discográfica dedicada en exclusiva al gospel. En los tres años que duraría aquella aventura la filial demostraría que el género más longevo de la Historia de la música era algo más que una repetición de salmos y proclamas de catequesis. Picoteando entre algunas de las canciones incluidas en la reciente compilación dedicada al sello -edita la propia Stax-, uno puede encontrarse con imitadores de los Temptations y continuadores de la tradición de duetos mixtos tan frecuente en el género negro. Más sorprendente resulta escuchar a tipos que no hubieran desentonado al lado del histrionismo rockero de Little Richard o tratados de fe que anunciaban la llegada de la nueva era de Acuario. El gospel ya no es lo que era, dirá alguno.

Acompañando a este recopilatorio, la disquera de Otis y compañía ha aprovechado estos últimos meses para ir reeditando alguno de los discos que hicieron realidad aquel fervor musical. La concentración de incunables del soul resulta sorprendente. También el hecho de que ninguno de los nombres de la lista traspasara los límites del círculo de enterados. Puede que el diseño de alguna de las portadas incluidas en esta serie de rescates haya envejecido de aquella manera. El contenido tiene hoy el mismo poder emancipador que tuvo en el momento de publicarse. Olvídense del olor a naftalina e incienso que desprenden nuestras fotos de la primera comunión. Esto es soul con todas las letras. Revestido de fervor religioso, pero que no tiene nada que envidiar en lo musical a ninguno de los grandes discos que hoy consideramos clásicos del género.

Tomemos por ejemplo a The Rance Allan Group, primer nombre en firmar con Gospel Truth y que con su verbo eléctrico terminarían colándose en el festival Wattstax. Si la iglesia de mi barrio programara al combo de Michigan cada domingo servidor hace tiempo que hubiera renunciado a sus pecados más veniales. Los tres hermanos que formaban la banda tenían algo que recordaba a los Isley Brothers de Brother, Brother, Brother, aunque en el caso de la Rance Allan Group las letras fantasearan con una línea telefónica directa con el todopoderoso. Algo parecido le ocurría a Louise McCord, que iniciaría su carrera con un álbum en el que rendía tributo al cancionero de Mahalia Jackson. Su voz, su estilismo, parecían calcos de los discos de Gladys Knight & The Pips. ¿Quién dijo que el gospel no podía vestirse de lentejuelas? Escuchen a los Marion Gaines Singers y juzguen por ustedes mismos.

En un lugar destacado asoman los grupos corales dirigidos por el reverendo de turno tan habituales en el género sacro. Invitaciones a perderse en aquella multitud de voces unidas por una misma causa: difundir la palabra divina. No esperen sermones soporíferos ni recitaciones huecas de las sagradas escrituras. Aquí el sentimiento es puro, universal. Destapando la música de los Commanders o del Reverendo Yanci y su coro popular uno comienza a tener dudas de que fuera buena idea escaquearse de catequesis para jugar en el callejón trasero del colegio. Seamos sinceros: nunca creímos en esa idea tan chusca de una divinidad esperándonos en el otro barrio, pero cada vez que oímos a Clarence Smith entonar su I Believe In Music recuperamos un pedacito de esa fe perdida hace décadas. Escuchar gospel no nos convertirá por arte de magia ni en santos ni en mártires, pero al menos hará la estancia en este mundo un poco más soportable.


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