24/7/22

Discos para una república invisible XXIII


La fotografía de una joven Nina Simone recostada en un banco del Central Park neoyorquino dibujaba una estampa de sencilla sofisticación. Un intento por mantener el talento clásico de la pianista de North Carolina a ras de suelo, subrayado aquí por ese rimbombante título impreso en letras rojas: “Jazz as Played in an Exclusive Side Street Club”. “Exclusivo” y “callejón”, dos palabras aparentemente opuestas, pero que en el caso de Simone cuadraban el círculo de una artista que siempre desafió cajones y rótulos.

Su debut, aunque bisoño y canónico, trazaba ya algunas de las perpendiculares que cruzarían una obra que terminaría desbordando cualquier geometría musical. Tanto que hoy no resulta exagerado considerar a la Simone como una de las grandes artistas e intérprete del último siglo. Si no la más grande. Aquí hace tiempo que lo tenemos claro. Pero antes de poner el broche conviene fijarse en este debut -rebautizado más tarde simplemente como Little Girl Blue- en el que la intérprete todavía aspiraba a licenciarse como pianista clásica, siendo el jazz más un desvío en el camino que el destino final. De nuevo Simone evitando caer presa de las etiquetas.

Little Girl Blue es un álbum de retazos, sombreado por las notas del jazz, representativo de esa Simone lejos todavía de sus llamaradas políticas. Sosegado y reflexivo, sencillo y jovial. Como todo buen estreno, sirve principalmente como escaparate de cualidades y destrezas de su autor. No tiene más rumbo o intención que el que marca saber que, por fin, tus canciones quedarán registradas para siempre en los surcos de un vinilo. Que no es poco.

Pocos artistas han logrado dibujar un perfil completo de su obra en su estreno y Nina no es una excepción. Pero, como apuntábamos más arriba, hay pistas de lo que nos iremos encontrando dentro de su corpus torrencial. Lo primero, la selección de canciones. Todavía sin hueco prácticamente para composiciones firmadas en primera persona, el repertorio bascula entre lo clásico y popular, cabalgando entre el canon americano y los éxitos contemporáneos. Algo que se convertiría en habitual en los longplays de la norteamericana, casi siempre tendentes a la dispersión más que a la unidad temática.

En este caso el cóctel lo riegan piezas como Mood Indigo -original de Duke Ellington- y I Love You Porgy – el estándar de los hermanos Gershwin-. También una revisión sublime y catártica del You'll Never Walk Alone, aquella melodía convertida en eterna por los hinchas del Liverpool, pero que en manos de Simone permanece en los estrictos límites del piano. La briosa Love Me or Leave Me aparecería con regularidad en los repertorios en directo de la artista incluso bien entrados los años sesenta.

Pero si hay un corte que permanecería en la memoria con el paso de los años sería aquella interpretación inmortal de My Baby Just Cares for Me. Jubilosa, con ese motivo central en el que parece que los dedos saltan de manera infantil, casi perezosa, sobre las teclas del piano. Con ella la de Carolina del Norte firmaría su primer momento para la historia. Y estábamos tan sólo en diciembre de 1957. Después llegaría el soul inflamado, el gospel racial, la canción convertida en canto de libertad, el exilio y la verdad de la madurez. Pero siempre quedaría My Baby Just Cares for Me, aquella melodía cristalina que la cantante norteamericana emplearía como refugio cuando el mundo se puso de perfil y el viento se empeñaba en soplar de cara.

Tres décadas después Simone la recuperaría en una de sus últimas apariciones en el festival de Montreux -plaza fetiche para la artista como atestigua la reciente edición The Mountreux Years-. Con paso del tiempo cruzando su rostro, la voz de la pianista entra titubeante, hasta que la memoria de aquellos días, en los que la pianista parecía a punto de conquistar el mundo, recupera la magia de una intérprete que nunca dejó de fascinarnos.

Eterna, aquella actuación quedará -perdonen la exageración- como uno de los momentos culminantes de la civilización humana. O, al menos, como la confirmación de que aquella joven pianista que asomaba sobre el banco de Central Park seguía creyendo en el poder de esos versos sencillos e inocentes: “my baby don't care for shows / my baby don't care for clothes / my baby just cares for me”.


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