Nos engañaron. Durante años nos
vendieron la moto de que el country era esa música casposa y pasada
de moda, un producto para hillbillys de salón y tipos que soñaban
con beber cerveza en el asiento trasero de una ranchera. Por suerte
nos dimos cuenta a tiempo. Rebuscamos en las cubetas de discos de
saldo y encontramos que tras las camisas vaqueras y los sombreros de
ala ancha se escondía una música sencilla y apegada a la tierra,
que apelaba al hombre llano, al granjero y al currito, al tipo que
las pasa canutas para llegar a fin de mes. Nos enteramos de que
aquellos personajes quemados, que dibujaban su perfil en el horizonte
del medio-oeste americano, no eran tan diferentes a nosotros. De
hecho eran uno de los nuestros.
Y así comenzamos a fijarnos en
aquellos discos olvidados de Johnny Cash y en la clase infinita de
Gordon Lightfoot. Enchufamos la radio los fines de semana para
escuchar a Manolo Fernández y viajamos por La Ruta Norteamericana de
Fernando Navarro. Echamos la mirada al frente y descubrimos que
también en nuestros días se hacía buen country. Comenzamos a
guardar un rincón en la estantería para la pequeña-gran obra de la
Welch, reservamos una balda para Lucinda Williams, seguimos
indagando. Encontramos hueco también para esos personajes
secundarios, tipos que no aparecen en las portadas de las revistas
del ramo pero que siguen alimentando nuestro amor por aquella música
honesta y pura. Eilen Jewell, el menor de los Earle, la infalible
Neko Case.
Dentro de este último grupo siempre
hubo un lugar especial en esta casa para Zoe Muth. Original de
Seattle, sus tres discos a comienzo de la década representan todo lo
que el country debería ser. O al menos lo que pensamos que debería
en nuestro pequeño refugio. Esto es: una música sin artificios,
tocada con el corazón, sin manierismos ni dramas de telenovela. En
las canciones de Muth los personajes echan de menos y rompen a
llorar, cogen autobuses a deshora y se largan sin decir adiós.
Luchan por sobrevivir en un mundo que ya no existe, ese en el que
sigue habiendo consuelo y tiempo para trabajar con las manos. Como en
Never Be Fooled Again -¿la mejor canción country de la última
década?- abandonan el hogar para buscar una vida mejor. Fracasan,
envejecen, endurecen su piel y siguen emocionándose cada vez que cantan a Hank Williams y Bill Monroe. Viven para
contarlo. En fin, resisten.
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