La historia es de sobra conocida. El
blues, ese salvavidas que nunca falla, nació a orillas del
Mississippi. Como el río, inundó los campos de algodón, se
expandió y llegó a las ciudades para convertirse en ese sonido
sudoroso y magnético que cambiaría para siempre el destino de la
música popular. Su popularidad, no obstante, duró lo que dura un
suspiro. Convertido en cliché por los popes de lo hip, con los años
sobreviviría a modas y vaivenes culturales gracias a la sencillez de
un sonido que apelaba a un sentimiento casi primario, universal, pero
siempre poniendo el acento en lo personal. Lo que pocos recuerdan es
que el blues, ese hijo orgulloso del delta, pudo morir de
intoxicación en 1968.
Hablamos, por supuesto, de esa pareja
de discos que Muddy Waters y Howlin' Wolf firmarían casi a
regañadientes a finales de los sesenta. Vilipendiados por muchos
-incluido el propio Howlin' Wolf-, los dos álbumes que Cadet, la
subsidiaria de Chess Records, publicaría entre el 68 y el 69
resultaban chocantes no tanto por el resultado final como por el
planteamiento inicial. La idea de meter en el estudio a estos dos
totems del blues de Chicago con una banda de pedigrí psicodélico
podía sonar ingeniosa, a la moda, incluso revolucionaria. Pero
confirmaba la derrota del género. El blues, esa música primaria,
bálsamo de perdedores, se había convertido en aquel sonido
estridente y onanista, pasto de tendencias, el colmo de lo cool.
Por suerte siempre hay tipos que se
empeñan en nadar a contracorriente. Mientras los inventores del
asunto se envenenaban con el aroma del momento, un joven Taj Mahal
grababa su debut para la Columbia. Un disco de portada laid-back y
sonido jubiloso, que recurre al tópico del porche y la mecedora para
devolver al blues a sus orígenes. Lo confirma un repertorio a base
de composiciones de Robert Johnson, Sonny Boy Williamson II y Blind
Willie McTell. Redondea el artefacto un plantel en el que aparecen
nombres de la talla de Ry Cooder, Jesse Ed Davis y Bill Boatman,
desconocidos por aquel entonces, pero imprescindibles para entender
la música de raíz yankee en la década que estaba a punto de
arrancar.
Con el debut de Taj Mahal se abría una
nueva esperanza para el género, la convicción de que el blues no
tenía ni fecha de caducidad ni fronteras. Más tarde sería el
propio artista neoyorquino el encargado de confirmarlo con sus
incursiones por los sonidos africanos y caribeños. Pero esa es otra
historia. En 1968 Taj Mahal, el mismo que había aprendido los
rudimentos del blues junto a los maestros del género, no era
exactamente un principiante en el arte de la slide guitar, aunque sí
un completo desconocido para la mayoría. Tras su debut no pasaría
mucho tiempo antes de que eso cambiara. Tampoco para que, una vez
convertido en la nueva promesa del blues, decidiera tomar su propio
camino.
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