10/4/20

Discos para una república invisible XII



La historia es de sobra conocida. El blues, ese salvavidas que nunca falla, nació a orillas del Mississippi. Como el río, inundó los campos de algodón, se expandió y llegó a las ciudades para convertirse en ese sonido sudoroso y magnético que cambiaría para siempre el destino de la música popular. Su popularidad, no obstante, duró lo que dura un suspiro. Convertido en cliché por los popes de lo hip, con los años sobreviviría a modas y vaivenes culturales gracias a la sencillez de un sonido que apelaba a un sentimiento casi primario, universal, pero siempre poniendo el acento en lo personal. Lo que pocos recuerdan es que el blues, ese hijo orgulloso del delta, pudo morir de intoxicación en 1968.

Hablamos, por supuesto, de esa pareja de discos que Muddy Waters y Howlin' Wolf firmarían casi a regañadientes a finales de los sesenta. Vilipendiados por muchos -incluido el propio Howlin' Wolf-, los dos álbumes que Cadet, la subsidiaria de Chess Records, publicaría entre el 68 y el 69 resultaban chocantes no tanto por el resultado final como por el planteamiento inicial. La idea de meter en el estudio a estos dos totems del blues de Chicago con una banda de pedigrí psicodélico podía sonar ingeniosa, a la moda, incluso revolucionaria. Pero confirmaba la derrota del género. El blues, esa música primaria, bálsamo de perdedores, se había convertido en aquel sonido estridente y onanista, pasto de tendencias, el colmo de lo cool.

Por suerte siempre hay tipos que se empeñan en nadar a contracorriente. Mientras los inventores del asunto se envenenaban con el aroma del momento, un joven Taj Mahal grababa su debut para la Columbia. Un disco de portada laid-back y sonido jubiloso, que recurre al tópico del porche y la mecedora para devolver al blues a sus orígenes. Lo confirma un repertorio a base de composiciones de Robert Johnson, Sonny Boy Williamson II y Blind Willie McTell. Redondea el artefacto un plantel en el que aparecen nombres de la talla de Ry Cooder, Jesse Ed Davis y Bill Boatman, desconocidos por aquel entonces, pero imprescindibles para entender la música de raíz yankee en la década que estaba a punto de arrancar.

Con el debut de Taj Mahal se abría una nueva esperanza para el género, la convicción de que el blues no tenía ni fecha de caducidad ni fronteras. Más tarde sería el propio artista neoyorquino el encargado de confirmarlo con sus incursiones por los sonidos africanos y caribeños. Pero esa es otra historia. En 1968 Taj Mahal, el mismo que había aprendido los rudimentos del blues junto a los maestros del género, no era exactamente un principiante en el arte de la slide guitar, aunque sí un completo desconocido para la mayoría. Tras su debut no pasaría mucho tiempo antes de que eso cambiara. Tampoco para que, una vez convertido en la nueva promesa del blues, decidiera tomar su propio camino.

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