11/4/20

Discos para una república invisible XIII



El tiempo, ese juez implacable, ha terminado convirtiendo a Pink Floyd en una banda monumental, de sonido grandilocuente, en el que la hipérbole no deja espacio para el trazo fino o la equidistancia. Todo parece excesivo cuando hablamos de la banda londinense. Sus faraónicas presentaciones en directo, la pérdida de su primer líder víctima de los excesos del Swinging London, aquel intento fallido de grabar un disco haciendo uso simplemente de objetos caseros, el culebrón judicial por los derechos de la banda de mediados de los ochenta, un cerdo volando sobre la estación de Battersea Park, un muro de varios metros de altura derrumbándose en mitad del escenario... Pan y circo, telenovela y tragedia griega, éxito planetario y fiasco, lo que ustedes prefieran.

Por suerte, tras el muro de ladrillos permanecen las canciones. Y Pink Floyd las tiene de todos los colores y formas. Bucólicas como Stay y Fat Old Sun, circenses como Jugband Blues y Seamus. Nostálgicas como High Hopes y Brain Damage, afiladas como Pigs y Careful with that Axe, Eugene. Inocentes como Bike y A Pillow of Winds, monumentales como Echoes y Comfortably Numb. Existenciales como Time y Set The Controls for the heart of the sun, universales como Wish You Were Here y Mother. The Final Cut, con su aroma a despedida, posee su propia categoría dentro de todas ellas.

Nunca Roger Waters sonó tan vulnerable como en aquella canción de 1983. Nunca tan onírico y al mismo tiempo tan cercano como en aquellos primeros versos. "Through the fish-eyed lens of tear stained eyes / I can barely define the shape of this moment in time / And far from flying high in clear blue skies / I'm spiraling down to the hole in the ground where I hide". Agotado, encerrado en su propia torre de marfil, el músico intenta agarrarse a viejos dilemas. La locura, el tiempo, aquella llamada a la que nadie nunca responde. La fama, o sus efectos tóxicos, se cuelan en la segunda estrofa. "And if I open my heart to you / And show you my weak side / What would you do? / Would you sell your story to Rolling Stone?". Devastador.

The Final Cut, aquel disco que serviría de despedida para la formación clásica de los londinenses, era la constatación de una derrota. El final del sueño de una banda que triunfó, a pesar de todo, pero que terminó sucumbiendo a sus propios temores. Escucharlo a posteriori provoca un efecto sanador, como contemplar uno de esos finales destinados a convertirse en un punto y aparte. Ya saben, años después los Floyd se reformarían, ya sin su bajista, para volver a recuperar aquel espíritu universal que los había llevado al éxito planetario. Pero antes de que aquel epílogo triunfal, un Waters terrenal, todavía con fuerzas para luchar, decidió entrar una vez más en el estudio y grabar a solas un réquiem por la banda que lo fue todo. No hay tristeza en sus palabras, tan solo el arrepentimiento de no haber sido capaz de cortar por lo sano antes de que fuera demasiado tarde. 

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