Inventores los de hay de muchas cosas.
Revolucionarios, no tantos. Little Richard, aquel verso desbocado del
rock&roll, puso patas arriba todo lo que sabíamos sobre el
género y lo hizo dictando sus propias normas. Poco importa que otros
lo hubieran hecho antes o que Richard, siempre atento a las últimas
tendencias, tomara prestado alguno de los elementos que le
convertirían más tarde en aquella figura descarada y peligrosa. El
artista de Georgia siempre tuvo claro que iba a cambiar las reglas
del juego.
En su música se cruzaba el
rhythm&blues primigenio de Fats Domino y el descaro sobre las
tablas de Chuck Berry. Una nota de piano suya era capaz de poner
todos patas arriba. Un grito elevaba la temperatura de la habitación
de manera instantánea. El propio Richard asegura que Jimi Hendrix
copiaría aquel estilo estridente de tocar la guitarra directamente
de su voz. James Brown nunca podría haberse convertido en aquel
torbellino del show biz si alguien como Richard no le hubeira mostrado el camino primero. Lo mismo se podría decir de Jerry Lee Lewis
y sus incendiarias interpretaciones al piano. Prince, Elton John,
David Bowie y cualquiera que sepa lo que es dar un espectáculo sobre
un escenario le deben buena parte de su estilo.
Lo cierto es que antes de convertirse
en el espejo en el que todos querían mirarse, Richard Wayne Penniman
las pasó canutas para hacerse un hueco en el negocio. De familia
religiosa, Richard encontró pronto la vocación musical tras
escuchar a Sister Rosetta Tharpe y el Rocket 88 de Ike Turner. Aquello
le obligaría a abandonar de joven el seno familiar, aunque pronto
encontraría cobijo en los Medicine Show ambulantes que viajaban de
ciudad en ciudad entreteniendo al personal. Sería allí donde
desarrollaría aquel estilo cabaretero, subido de tono, siempre al
límite de lo permitido. Sin embargo tendría que ser un encuentro
con Esquerita, otro músico enamorado de aquel rock&roll
primigenio, el que le abriría los ojos. De él tomaría aquella
imagen andrógina y acentuada.
A partir de ese momento Richard
adoptaría ese estilo amanerado y excesivo, tupé y sonrisa
kilométrica, rubricado en aquellas primeras grabaciones para
Specialty en la segunda mitad de los años cincuenta. Claro que, a
diferencia de a Esquerita, al de Macon la fortuna le sonreiría. En
apenas dos años Richard colocaría media docena de éxitos en las
listas de éxitos y en la memoria de cualquiera que quisiera seguir
su revolución. Canciones como Tutti Frutti, Long Tall Sally o
Lucille explotaban el lado más gamberro y anárquico del rock&roll.
Demasiado para esa América puritana y mojigata, demasiado también para un
tipo que había nacido en lo más profundo del sur norteamericano.
Reconciliado con su fe o simplemente
temeroso de que aquello del rock&roll no fuera más que una moda
pasajera, en 1959 el músico decide colgarse el hábito y pasarse al
bando del gospel. Primera de una larga lista de idas y venidas,
regadas por su posterior adicción a la coca o su particular manera
de entender la práctica religiosa, poco le duraría la reconversión.
Espoleado por el éxito de algunas de sus canciones entre la nueva
ola de grupos adolescentes, regresaría al circuito profano para
recoger los frutos de aquellas primeras grabaciones. Encrucijada y
vuelta a la carretera.
Siempre atento a las tendencias, como
ya hemos dicho, sabría navegar las turbulentas aguas de los años
sesenta sin perder un ápice de su excentricismo. Probaría con el
soul en sus discos para Vee-Jay, y ya en los setenta retomaría el
camino del blues en The Rill Thing, uno de sus mejores obras. Algunos
le daban ya por amortizado pero el seguiría reivindicando su trono
con discos como The King of Rock&Roll y Second Coming. De alguna
manera estaba siguiendo la misma senda que otro compañero de
generación, Link Wray, revolucionario de la guitarra surf, que a
comienzos de la década de los setenta grabaría un trío de discos
en los que demostraba su conocimiento de los grandes palos de la
tradición musical americana.
Como tantos otros veteranos de la
primera ola, la figura de Little Richard terminaría condenada con
los años al circuito revival del rock, convertida en esa caricatura
simplona del bufón sonriente y juguetón. Cierto es que su estilo
excesivo, quizás un poco trasnochado, ya no epataba a nadie. Sin
embargo, era golpear las notas de aquel piano y entonar su eterno
auambabuluba balambambú para volver a notar la sangre correr por las
venas. Little Richard era punk y glam, guateque e incendio en el
asiento trasero del coche. Con él se va el tipo que puso color al
rock&roll, el que lo convirtió en un juego al alcance de
cualquiera. Con él se va el desenfreno y la extravagancia. Con él
se va el peligro y la contradicción.
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