8/9/20

Shirley Collins, la memoria de las canciones


A sus 85 años Shirley Collins todavía recuerda aquella noche de 1959 en que el dueño de un club de Londres le amenazó a punta de navaja a la salida de una sesión de 'folk y blues'. “No tocaban folk -y apenas algo de blues- así que cogí mi pintalabios y taché la palabra folk del cartel de afuera. El dueño me vio y vino con un cuchillo y dijo: 'si vienes otra vez, usaré esto'. No volví. Los pintalabios pueden ser útiles para muchas cosas”, cuenta la artista con sorna.

Aquella escena de juventud sería la primera de una larga lista de muescas que moldearían el carácter de Collins, siempre valiente y generosa. Convertida con los años en figura pionera del folk británico, su biografía es el testimonio de una vida dedicada a preservar la tradición sonora de las islas. Una trayectoria que siempre destacó por su resilencia y su respeto por el pasado. Puede que más de seis décadas después la cantante de Hastings ya no frecuente los rincones más sórdidos de la capital inglesa, pero su recuerdo de tiempos pretéritos y canciones centenarias tiene hoy el mismo poder que aquel pintalabios transgresor de finales de los sesenta.

Lo cierto es que la joven Collins descubriría pronto que, a pesar de su apariencia inocente y modesta, en la música folk uno arriesga algo más que una reyerta en el callejón trasero de un club. En 1959 la cantante se cruzaría con Alan Lomax, etnomusicólogo dedicado a la conservación del patrimonio sonoro popular. El romance y un interés común por la herencia folk harían que ambos se lanzaran a la conquista del sur norteamericano en busca de un sonido que casi nadie había registrado hasta la fecha.

Cantantes de blues, comunidades gospel, músicos que dedicaban su tiempo libre al noble arte de la improvisación, mineros, jornaleros y amas de casa, granjeros retirados en busca de algo con lo que pasar la noche de sábado, pequeños niños prodigio, tipos con la suficiente memoria como para recordar melodías con décadas a sus espaldas. Todos ellos terminarían pasando por la grabadora de Lomax y Collins. De fondo, escondida entre los surcos de aquellas cintas, asomaba la cruda realidad. Un país en el que el racismo y la pobreza campaba a sus anchas y el simple acto de acercar un micrófono a una persona negra podía considerarse una afrenta moral, cuando no una excusa para acabar bajo tierra.

“Alan decía que estaba grabando a esos artistas para traer sus voces al resto del mundo. Era un vehículo para que se expresaran. Creo que si hubiésemos sido más abiertos en nuestro apoyo al movimiento por los derechos civiles, yo estaría muerta, enterrada bajo dos metros de barro del Mississippi ahora mismo”. Sin pretenderlo la epopeya musical de Lomax pondría banda sonora a aquella lucha, recuperando el sustrato sonoro de aquellos que parecían haber quedado relegados del sueño americano. En lo personal aquella experiencia terminaría de forjar a la joven Shirley Collins, que a su vuelta a casa recogería el testigo de Lomax y tomaría la tarea de desenterrar el pasado sonoro británico como una misión personal. Por suerte no estaba sola.

Espoleado por el revival folk que parecía haber surgido en el país de las barras y estrellas, el mercado británico comenzaría a interesarse por su propio pasado melódico y músicos como John Renbourn y Davy Graham reivindicarían el poder de la guitarra acústica frente a los nuevos sonidos del rock y el pop. Precisamente sería el segundo de estos el que firmaría junto a Collins uno de los discos seminales del género. Folk Roots, New Routes, editado originalmente en 1964, no solo anunciaba un nuevo comienzo en la recuperación de las raíces sonoras, si no que marcaba un hito en el naciente género del folk británico. Con su voz cristalina, la cantante marcaba el camino para la llegada de nombres como Sandy Denny, Anne Briggs y Linda Thompson, además de trazar la senda que seguiría la propia Collins durante el resto de su carrera: recuperar la memoria de las canciones olvidadas.



Avancemos medio siglo. En 2016 Shirley Collins editaba Lodestar, su primer disco de estudio en treinta y ocho años. La larga espera -y el celebrado regreso- tenían mucho de justicia poética, pero también de relato profano. A finales de los setenta la vocalista perdería la capacidad de cantar a causa de una disfonía. Al mismo tiempo su entonces marido le dejaba por otra mujer. Los más románticos dirán que el desamor hizo que Collins se quedara sin voz. Los más más mundanos, que en la industria de aquella época ya no había hueco para una mujer que había dedicado media vida a recuperar la tradición sonora british. En 1994 Collins perdía también a su hermana Dolly, colaboradora habitual desde sus primeros discos a comienzos de los sesenta. Con su fallecimiento se esfumaba una manera única, quizás en peligro de extinción en estos tiempos digitales, de recuperar la música de nuestros antepasados.

“Yo era una de las pocas personas que buscaba canciones para cantar. Iba a la biblioteca -The English Folk and Dance Song Society- cogía libros y buscaba canciones y letras que me gustaría cantar. Debido a que no podía leer música, solía anotar las melodía en un papel y enseñárselas a mi hermana que las tocaba en el piano. Si me gustaba una melodía, me aprendía la canción. Así es como era al principio”. Con los años Collins iría construyendo en su cabeza la memoria sonora de las Islas Británicas. Un catálogo de canciones que a día de hoy sigue escarbando terreno virgen, recuperando melodías hace tiempo abandonadas, en su mayor parte desconocidas para el gran público.

Sin ir más lejos The Merry Golden Tree, la canción que abre el reciente Heart's Ease -segundo disco de la británica en lo que llevamos de siglo-, llevaba en la cabeza de Collins desde aquel viaje que la cantante hizo en 1959 a Arkansas. También permanece la historia de Almeda Riddle, cantante original de la región de los Ozarks que a pesar de nunca haber visto el mar con su propios ojos interpretaba esa historia de marineros y muerte como si se tratara de la suya propia. O quizás precisamente para escapar de ella. La propia Collins escribe en el libreto de Heart's Ease que, en el momento de conocerla, Riddle había perdido a su marido a causa de un tornado, el mismo que se había llevado el libro en el que la norteamericana había escrito todas las canciones que conocía y que “nunca había tenido el coraje de escribir de nuevo”. Coraje no le faltaba por suerte para cantarlas.

No todo está teñido del color de la tragedia en el cancionero de Collins. Rolling in the dew y The Christmas Song por ejemplo rinden tributo al condado de East Sussex -cuna de la propia artista-, a su costumbrismo de campiña y al lento caminar de las estaciones, a la época estival y al recogimiento del invierno rural. “The trees are all bare, not a leaf to be seen / The meadows their beauty have lost / Now winter has come and 'tis cold for man and beast”. Locked In Ice recupera sin embargo el olor a salitre y el aroma a leyenda de The Merry Golden Tree, a pesar de que en esta ocasión la canción apenas tenga dos décadas a sus espaldas. Poco importa. La voz de Collins la convierte en otro clásico atemporal y evocador a partes iguales.

Cuenta la artista, siempre en primera persona, que escuchó Wondrous Love en “uno de los días más memorables de mi vida” grabando una congregación en el corazón del estado de Alabama en el año 1959. Puede que la mezcla de esas guitarras arrastradas y la voz rajada de la británica aleje a la canción de su origen sacro, pero cuando Collins canta al final aquello de “And when from death I'm free / I'll sing and joyful be / I'll sing and joyful be and sing on, and sing on / Through all eternity I'll sing on” uno tiene la tentación de abandonarlo todo y unirse a ese credo sencillo de la canción folk y la vida modesta. Un himno para los días de gozo.



Con Barbara Allen llegamos al corazón de Heart's Ease. La historia de aquella sirvienta que vela la muerte de su señor -para unirse a él a la mañana siguiente- ya había sido cantada en su momento por Dylan, Baez, Simon & Garfunkel o una eminencia del género como Pete Seeger. Sin embargo nunca había sonado tan frágil y sincera como en la voz de Shirley Collins. La instrumentación, sencilla, campestre, nos lleva desde la legendaria Scarlett Town, cruce de caminos, ciudad fantasma, hasta lo alto de aquello torre desde donde las campanas repican en señal de duelo. El conjunto resulta majestuoso a la par que humilde, transformando la leyenda en historia de carne y hueso.

Igualmente conocida para los seguidores de Dylan resultará Canadee-i-o. El bardo ya había incluido su propia lectura del clásico en Good As I Been To You, una de las dos patas de su díptico folk de comienzos de los noventa. No esperen en esta ocasión la interpretación nasal y oxidada del de Duluth si no algo quizás más sedoso. Collins, siempre directa al corazón de la canción, opta por la versión más austera de aquel relato de piratas y ciudades portuarias original de los años veinte.

Un arreglo sencillo, dibujado por ese cruce de guitarras acústicas y la dulzura vocal de la propia Collins, reina también en Sweet Greens and Blues. En esta ocasión es Nathan Salsburg el responsable del arreglo. Conocido por su trabajo junto a la songwriter Joan Shelley, es este un músico imaginativo a las seis cuerdas, buscador como Collins de viejas tonadas centenarias, responsable de mucho de lo bueno que todavía hoy sigue saliendo de los cofres del archivo de Alan Lomax. Un consejo para amantes del género de la guitarra de madera: apunten su nombre y háganse con cualquier disco que le incluya en sus créditos. No se arrepentirán.

Tell Me True y Whitsun Dance señalan el final del camino. La primera recupera la herencia gitana, casi siempre olvidada en el cancionero folk anglosajón, mientras que la segunda incorpora el sonido jubiloso de la armónica, anunciado el festín rítmico de Orange in Bloom, danza de aroma veraniego y sencillez cortesana. No hace falta en esta última que la cantante entone una sola nota para sentir su presencia, el poso de su madurez. No lo olviden: la arruga es bella y reconforta. Pocos discos escucharán esta temporada que curen tanto como los que han firmado dos veteranos como Bill Fay y la propia Collins. 

Recuerda esta última en las notas de Heart's Ease que de joven solía reírse de las veteranas que solían bailar al son de canciones folk, hasta que un día se percató de que muchas de estas mujeres eran viudas de guerra que acudían a la música para evadirse, quizás celebrar que estaban todavía vivas. Algo de ese espíritu festivo, de orgullo y resistencia centenaria, parece filtrarse en la voz de Collins cada vez que entona aquel estribillo. “Marched husbands and brothers and fathers and sons / There's a fine roll of honour where the maypole once was / And the ladies go dancing at Whitsun”. Imposible no mover los pies al son de esta danza, imposible no sentir el júbilo de aquellas mujeres que le bailan a la vida mientras se secan las lágrimas por los que se fueron y nunca volverán.

Cierra el disco la pieza más contemporánea del lote. Crowlink nos transporta con sus atmósferas tormentosas y su regusto a agua salada a los acantilados de South Downs Way, ventana privilegiada para asomarse al Canal de la Mancha. “Uno de mis lugares favoritos para sentarme y contemplar el mar y pensar sobre que ocurrió y lo que vendrá”, según palabras de la cantante. “Un puente entre el pasado y el futuro”. Y es que puede que la artista británica eche mano de viejas tonadas para actualizar su cancionero, sin embargo hay siempre en su manera de interpretar una lección para las generaciones venideras. Un mensaje sencillo y al mismo tiempo urgente en estos tiempos convulsos y fugaces: las canciones, ese invento pasado de moda para muchos, solo sobrevivirán si hay alguien que las recuerde. Pero sobre todo si hay alguien que se atreva a cantarlas.


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