Quizás sea esa portada de tonos ocres. O esa imagen redondeada. Esa luna llena de tintes coloniales y viajes perdidos en el tiempo. Pero desde hace unos años siempre que llega la temporada otoñal, el tiempo de la cosecha y la vendimia, de la vuelta a los ritmos sencillos de los días sin épica, recupero de la estantería este Silent Passage. Álbum engarzado en ese hilo invisible que une toda la música trascendental, grabado en la época dorada del folk confesional pero que no vería la luz hasta bien entrados los ochenta, su reedición ya en nuestros días tuvo algo de milagro y experiencia mística. Un rescate que serviría también para reflotar el nombre de Bob Carpenter, canadiense de nacimiento cuya voz rajada y canciones celestiales hubieran merecido mejor suerte. Una única referencia discográfica y la satisfacción de ver cómo un puñado de intérpretes de prestigio tomarían prestadas algunas de sus composiciones parecen poco botín para un tipo que hizo méritos de sobra para llegar más alto. Pero no nos lamentemos por lo que pudo ser y nunca fue. Disfrutemos de lo que terminaría llegando. Y sobre todo de lo que vino para quedarse.
Y es que la música escrita por Carpenter para Silent Passage permanece erguida con orgullo a pesar del paso del tiempo. Tiene la silueta de los bosques frondosos y el perfil sencillo de los campos en barbecho. Recuerda en su aplomo al Gordon Lightfoot eterno. También a nuestro admirado Doug Paisley, canadiense como Carpenter, que luchó hasta el final para que las canciones del autor de Silent Passage llegaran a nuestros días. A él le debemos, entre otras muchas cosas, que hoy estemos escribiendo a estas líneas. Dueño de una habilidad especial para crear melodías con aroma casero y tacto de madera, Paisley es una de las figuras más queridas del universo country-folk de los últimos años. Al menos en esta casa. Su humildad, su sencillez a la hora de vestir sus canciones de resina y roble, nos recuerdan que hubo un tiempo en el que sólo era necesarias una voz y una verdad para entrar en un estudio de grabación.
Con ese mismo espíritu puro, Bob Carpenter comenzaría a grabar en 1971 la decena exacta de canciones -hasta en eso es redondo y perfecto- que rellenarían los surcos de Silent Passage. Diez paseos en silencio por el más allá. Diez capítulos de fenomenología trascendental que nos hacen dudar de nuestra falta de fe en una vida extraterrenal. Su mística de acordes de cuarzo, los pellizcos de violín y unos arreglos que bien podrían haber salido de los garabatos metafísicos del Astral Weeks caledónico, construyen aquí un conjunto imposible de abarcar simplemente enumerando cada una de las piezas del rompecabezas. Como el clásico eterno de Van Morrison esto es un todo, un viento que te empuja de canción a canción sin que uno tenga la sensación de que el tiempo transcurre bajo su habitual parsimonia. Mensaje y música, instrumentación de filo de oro y una voz tocada por los dioses, se funden como si estuviéramos frente a uno de esos cuadros de Turner en los que fondo y figura, forma y contenido, apenas se distinguen el uno del otro.
Y sin embargo hay en cada uno de esos retablos renacentistas una razón para regresar de nuevo a este Silent Passage. Una colección de pinceladas de verbo acústico y poso existencial que se tambalean con soltura de lo jovial a lo corajudo pasando por todos los estados de la psique humana. Alegría, redención, melancolía, penitencia, perdón y tempus fugit merodean los versos de un Carpenter convertido en profeta de los asuntos menores, sencillos y mundanos. Ni siquiera un título tan divino como Miracle Man, canción que abre este Silent Passage, puede negar su origen profano. Saltarina, de costuras festivas, su instrumentación colorista recuerda al Gene Clark de White Light. Pero es esa letra ligera, de “haz las maletas y deja atrás todas tus problemas”, la que empuja el vagón sonoro. Suban. Este tren está a punto de salir.
Con Silent Passage entramos de lleno en los capítulos trascendentales del álbum. Empapada de emoción, con aroma a salitre y sol ardiente, esta historia de marineros a la deriva avanza de puntillas hasta ese final glorioso en el que la voz de Carpenter se funde con la de Emmylou Harris. Casi nada. No piensen en una de esas baladas vaqueras que la de Alabama grabaría con Gram Parsons. Esto es es más profundo y existencial. También más desolador. El horror de la guerra, imborrable para cualquiera que la haya vivido en sus propias carnes, pone el telón de fondo a una composición que podría haber salido del libro de melodías de John Martyn. Sólo hace falta seguir el camino de versos rimados en do menor -fear, clear, near, tear- para sentir el drama y la congoja.
Old Friends pone el contrapunto soul y mestizo al conjunto. Decía el amigo Joserra en su estupenda reseña que le recordaba al Dylan de One More Cup of Coffee, al minesotarra más moruno y gitano. Y algo de eso tiene, por supuesto. Pero también algo de aquel Bill Withers irresistible del directo del Carnegie Hall. No el dulce y meloso. Si no el intérprete lleno de coraje de Lonely Town, Lonely Street y For My Friend. Carpenter, como el soulman de Harlem, encuentra en la amistad el bálsamo que lo cura todo. “Old friends are cold and warm like oceans / And they learn when there's a reason to be near” canta en una canción a la que, tal vez siguiendo la temática de la camaradería, se une toda la lista de músicos invitados a Silent Passage. A la guitarra Lowell George, que ya había clavado el solo de slide en la inicial Miracle Man. Bill Payne, también de Little Feat, se encarga de los teclados. El gran Russ Kunkel a las baquetas. Brian Ahern, primer productor de Emmylou Harris en su época dorada de los setenta. La creme de la creme de la escena de L.A., vamos. No la fauna de egos que retrata con finura Hoskyns en su libro Hotel California, si no esa clase única de músicos siempre al servicio de la canción. Sobre todo si son tan sublimes como las de Bob Carpenter.
First Light, al contrario que Old Friends, se despoja de cualquier ropaje innecesario. Desnuda, podría haber acabado tal cual en la mezcla final, con Carpenter a solas con su acústica, de no ser por esos arreglos de cuerda y órgano de palacio de invierno. Vuelve aquí la pluma más épica del canadiense. El drama de la guerra y la temática marinera traen a la memoria al Cohen trascendental y zen, al caballero andante, al Kierkegaard de los acordes menores, al que mejor supo desentrañar los secretos más profundos del alma humana. Bob Carpenter está a esa altura. Lo juro. Sus versos de cristal de murano, su voz de diamante engarzada con esos acordes de guitarra llegados desde los confines de la tierra provocan escalofríos. Si la verdad -no la edulcorada si no la que duele y purifica- es capaz de llegar de esta forma a nuestros oídos; no hace falta ni vista, ni tacto, ni gusto, ni olfato para alcanzar el éxtasis.
Morning Train comienza tímida, insegura hasta que llega ese estribillo en el que el canadiense recupera la épica del one-way ticket que aparecía en Miracle Man. Comparte también con esta sus costuras country-rock. Incluso ese halo misterioso, de tren fantasma siempre a punto de abandonar la estación. Imposible no sentir en tus propias carnes esa historia de soledad en primera persona. Como en la mayoría de los textos de Carpenter, resulta difícil desentrañar el fondo del asunto. No hay aquí hueco ni héroes para ni para villanos. Tampoco para finales felices o tragedias griegas. Sin embargo cada vez que escucho esta Morning Train me gusta pensar que, detrás de ese telón melancólico, hay un hilo de esperanza. Especialmente cuando el canadiense entona esos versos inmortales. “For every lapse at life and love remains when life is gone / For every lover there's a song we can all sing along”. Creemos, seguimos luchando, porque sigue habiendo canciones como Morning Train.
Con The Believer abrimos la cara B, más reposada y trascendental si cabe. Más celestial. Más astral, ya me entienden. Grabada en Toronto durante varias sesiones que se extenderían durante casi cuatro años, ya sin la banda que le acompañaría durante las jornadas de estudio en L.A. en Agosto del 73. Permanecen, eso sí, los bellísimos vestidos de cuerda de Jim Pririe y Milan Kymlicka, que cubren todo el álbum de ese halo celestial. The Believer no es una excepción, aunque en esta ocasión son la voz y la guitarra de Carpenter los protagonistas absolutos de esta canción que golpea directamente en el corazón. Su letra sencilla recupera alguno de los temas favoritos del songwriter canadiense. El mar y la costa, la amistad, la sabiduría de los bosques, héroes, dioses y vagabundos. Su interpretación sigilosa, sin necesidad de salirse del pentagrama, dejando que sean las palabras las que caigan por su propio peso, alcanza su clímax en una estrofa final que de nuevo recuerda al Cohen metafísico. “Though I'm not a God for certain / There are steps we all must follow / He's a beggar and a king / He's a falcon and a swallow”. Digna del libro de plegarias del Antiguo Testamento.
Pagana desde el mismísimo título, Gyspy Boy tiene algo de mitológico y circense. Como un cruce entre el Gene Clark de No Other y los Genesis menos barrocos, su sonido remite al medio oriente, al velo misterioso de los vagones y la vida ambulante. La falta de un hogar fijo, constante en las letras de Carpenter, se convierte aquí en una excusa para recrearse en esos paisajes en los que conviven carromatos oxidados y tiendas de campaña. Podría ser una película de John Ford si no fuera por esos aires gitanos, quizás a ese lado de la frontera donde ni siquiera un John Wayne se atrevería a adentrarse. Ya lo dijimos antes: en las canciones de Bob Carpenter no hay hueco ni para héroes ni para villanos y Gipsy Boy no es una excepción.
Precisamente es la frontera, ya sea la estrictamente física o esa línea invisible que separa sueño y realidad, la que preside el título de Down Along the Border. Tal vez intuyendo que estamos prácticamente al final del camino, el canadiense se permite imaginar un paraíso en el que “las flores tocan el cielo y nadie teme el paso de los años y nadie tiene que morir”. “Y nadie tiene que morir” repite el cantante al final de la canción, como repetimos a veces una mentira pensando que de tanto decirla acabará tornando verdad. Hay ternura y cercanía en la voz de Carpenter, que en los menos de tres minutos que dura este Down Along the Border trae a la memoria al Cat Stevens confesional. También al primer Al Stewart, cuando le bastaban unos cuantos acordes para impresionarnos. Pero no perdamos tiempo en comparaciones. Lo que en los labios de cualquier otro intérprete hubiera acabado convertido en una canción de amor azucarado -”so the wind will carry words of love from me to you / and from my eyes the sun will shine”-, en la garganta del autor de Silent Passage emociona sin empachar, araña y reconforta. En Down Along the Border Carpenter suena vulnerable, esperanzado, pero nunca ingenuo.
Con Before My Time llegamos al final del camino y al nudo mismo de la cuestión. Un Carpenter existencial, puro y eterno entrega su Fenomenología del espíritu, su Crítica de la razón pura y su Zaratustra. Pero, al contrario que los viejos tratados de Filosofía que solíamos leer en la universidad, lo hace con las palabras más simples y llanas posibles. Recuerda en esto al bueno de Bill Fay, maestro como nadie en el verso filosófico y mundano, en el órgano de iglesia y el gospel entendido como verdad eterna y sencilla. Before My Time tiene mucho del británico de ojos arrugados, de esa sabiduría de relicario y botica, de aquel que decide dar la espalda al mundo para vivir una vida honesta y humilde sin necesidad de alhajas y caprichos. Y es que puede que Bob Carpenter, como Fay, nunca alcanzara la fama. Pero hay en sus canciones, en sus versos bíblicos, un regalo divino. Un poso clásico de columna jónica y corintia. Sus palabras, como las de Aristóteles o Pericles, deberían estar talladas en los alto del Partenón para que dentro de cincuenta siglos la humanidad recordara que hubo un tiempo en el que era posible emocionar con tres acordes. Cantarle a una verdad como la que Carpenter recita en esas líneas inmortales de Now and Then. “And I can't explain without a lie / what happens when you die”. Después de eso poco más queda por decir. Bueno, sí. No dejen de escuchar este Silent Passage.
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