Sucede que hace tiempo que nos conocemos. Que renegamos de las líneas rectas y de los artistas incapaces de envejecer con cintura. De aquellos que nunca dan un traspié o insisten en aquella cantinela de que el último disco siempre es el mejor. Porque, claro, la mayor parte de las veces no lo es. Ni falta que hace. Así que no: no vayan buscando en Sur en el Valle, reciente álbum de Quique González, el final de un camino o el comienzo de nada nuevo. Hay, como es de esperar, algo de lo que siempre nos enganchó a este madrileño de barba mesada y letras tatuadas en la materia gris de muchos de nosotros. Guiños a pasajes pretéritos y esa sensación de sentirse como en casa. En ese lugar de sobra conocido en el que reconocernos vivos. Pero también hay parte de ese Quique canoso y maduro, sugerido a medias en anteriores capítulos, pero nunca del todo perfilado de manera precisa hasta este reciente ejercicio discográfico, el número trece en la carrera del madrileño.
Quique se nos ha hecho mayor (y nosotros con él). Ha cambiado el lavabo de señoras y la boca de metro por el porche trasero y las carreteras sin asfaltar. Un regreso a la raíz que en lo personal se había consumado hace casi dos décadas con la mudanza a Villacarriedo, pero que en lo musical no fructificaría hasta Me mata si me necesitas, su disco de 2016. Allí el músico rubricaba su propio retrato de rock campestre y folk vigoroso, abrazando por fin los aromas de la Cantabria rural, el verdor del valle y los silencios pasiegos. El sosiego y la mesura. De paso Quique era capaz de firmar su canción más redonda. Esa Charo, cantada a dúo con Nina de Morgan, que tantas noches de gloria nos ha brindado. También la más personal, una La Casa de Mis Padres que sigue encogiéndonos el corazón cada vez que llega a su rampa final. El disco, impecable, sentó bien entre la parroquia y la trampilla del éxito, siempre en minúsculas, volvió a abrirse a los pies del madrileño, que recogía los frutos de una racha de álbumes sobresalientes. Quizás los mejores de su carrera. Con todo lo bueno y lo malo que aquello conlleva.
Tres años después González, perro viejo en esto de pelear a la contra, lograría desenredar el nudo con la ayuda de un puñado de textos escritos por su amigo, el poeta Luis García Montero. Volviendo a lo que mejor sabe hacer: interpretar canciones a pecho descubierto. Puede que Las palabras vividas, aquel disco de textos ajenos publicado en el otoño de 2019, naciera ya con la firme intención de convertirse en una rareza en la colección del madrileño. Pero era esa libertad bien entendida, esa sensación de estar jugando con una baraja prestada, la que permitió a Quique tomar aire, pulsar el botón de espera y sobre todo zafarse de algunos tics y automatismos en los que había caído en la última gira con su banda, Los Detectives. Tal vez no sea el primer disco al que uno recurra cuando quiere escuchar al Quique más clásico y reconocible. Pero hay algo en esos aromas mediterráneos, en esa portada color sepia, que recuerda a las legendarias Mermaid Avenue Sessions de Billy Bragg y Wilco. Como si el británico y los de Chicago hubieran cambiado las llanuras de Oklahoma por la Albufera y el delta del Mississippi por el ídem del Ebro. O algo por el estilo. Ustedes ya me entienden.
El caso es que Sur del Valle, la continuación editada hace unas semanas, tiene algo de ese paraíso sonoro sugerido en Las palabras vividas y bastante de los horizontes cántabros de Me mata si me necesitas. Aunque, como casi siempre en la obra del madrileño, termina forjando una identidad propia conforme se van sucediendo las escuchas. Así, es la canción que abre el disco y que le da título la que más se arrima a los pasajes eléctricos de Delantera Mítica, quizás el álbum más rocoso y cañero en la producción de Quique. El nervio blues, la guitarra quebrándose al final de cada estribillo y el hammond sujetando el conjunto dan a la canción un aire que recuerda a Tenía que decírtelo, la canción inicial de aquel álbum de 2013. Pero si esta última abrazaba de manera unilateral la vía del rock, Sur en el Valle nunca abandona la corriente del río y el galope del ritmo golpeando sobre la tierra mojada. Más JJ Cale y menos Eric Clapton, vamos.
Lo Perdiste en Casa pisa el freno. Es esta la mejor prueba de que estamos ante uno de los discos más sólidos -al menos en el apartado musical- en la carrera de González. Una demostración de esa habilidad, tan aparentemente sencilla y al mismo tiempo tan difícil, de tejer una madeja sonora con apenas un par de pinceladas. Quique y los suyos son capaces de lograr lo imposible: sonar intensos y relajados al mismo tiempo, con nervio y finura. El tiempo lo dirá, pero estamos ante una de las mejores composiciones en el libreto de un escritor que ya atesora un buen puñado de joyas en su haber. Su trote sencillo recuerda a las atmósferas crepusculares de nuestros queridísimos Cowboy Junkies. También a la Lucinda Williams de rajo y gravilla. La de Essence y Ghosts of Highway 20. La que nos emociona con tan sólo abrir los labios.
Algo parecido se podría decir de Amor en Ruta, canción de ritmo majestuoso que araña el corazón cada vez que llega a ese verso de aires caseros -”reparando fugas, comprobando la conexión”-. No será la última vez que el madrileño recurra a la metáfora hogareña en este Sur en el Valle. Concebido en su mayor parte durante el paréntesis pandémico, González no puede evitar mirar hacia dentro en unos textos que, especialmente en esta ocasión, tienen algo de ensimismados. Crípticos si me apuras. No siempre inspirados, se podría decir incluso. O al menos faltos de esa chispa cómplice, ese guiño que nos hacía esbozar una sonrisa en anteriores ocasiones. Ocurre por ejemplo en Jade, esa canción que algunos han querido comparar con el Van Morrison de Tupelo Honey y que otros vemos más cercana al Morrison de las últimas dos décadas. Plano y en piloto automático. No ayuda tampoco que el madrileño recurra a imágenes sobadas -”una serpiente enroscada en la luna del cuarto menguante”- o sea incapaz de empalmar unos versos en su mayoría deslabazados.
Por suerte ahí están cortes como Te Tiras a Matar y Puede Que Me Mueva para arreglar el entuerto. Vuelve aquí el González de paso firme y confianza ciega en el rock. Acompañado por una banda en la que la sección rítmica y los teclados marcan el pauta, el madrileño deja en esta ocasión que su guitarra permanezca en un segundo plano. Especialmente atinada es la primera del lote. Una caricia funk-rock inédita hasta la fecha en el cancionero de González. Elegante y al mismo tiempo afilada. Capaz de desarmarte con textos que aluden al paso de los lustros y a las oportunidades perdidas. Más amable, Puede Que Me Mueva asoma cual road movie. Ligera, de fragancias mediterráneas y estribillo glorioso. Es de nuevo la sección rítmica de Eduardo Olmedo y Jacob Reguilón la encargada de remachar las costuras de la canción.
Más sosegadas, devolviéndonos al González más austero, Tornado y Luna de Trueno tienen algo del Nick Drake místico. Quizás demasiado esqueléticas, en la segunda de estas el madrileño echa mano de ese viejo truco de producción que ya hiciera popular el Springsteen de Nebraska: hacer que las canciones suenen como si hubieran sido descubiertas en el fondo de un baúl, vírgenes y sin adulterar. No funciona en el caso de González. No porque la canción no mantenga cierto halo de misterio. Si no porque aquel sonido angosto y rugoso contrasta de manera frontal con la finura con la que el resto de la colección ha sido barnizada. No, no es este un disco de sonido de rompe y rasga. Suena a madera, sí, pero de roble. De hecho tiene mucho de las producciones del gran Joe Henry. Seduce sin necesidad de exhibirse. Basta escuchar el tramo final de Alguien debería pararlo para comprobarlo. El órgano hammond bombeando y aquel solo de armónica son emoción pura.
Quedan para el recuento final La Tripulación -quizás la canción en la que los seguidores “de siempre” de González se reconocerán de manera más fiel- y una Los Amigos Se Van en la que el compositor regresa al tema de la amistad, el mismo que atravesaba buena parte de Delante Mítica. Un retorno que no es tal. Más oscuro, extrañamente cínico, resulta desolador escuchar al madrileño entonar ese mantra maldito del estribillo. Una nota en blanco y negro que cierra un disco plagado de claroscuros. Capaz de alcanzar lo sublime con apenas pulsar un par de teclas y de caer en lo anodino especialmente en su tramo central. Un álbum en el que hace mella la maquina del tiempo en mayúsculas y el reciente periodo de reclusión forzosa, especialmente en esos textos más espartanos de la habitual. A ratos impenetrables, opacos, en ellos apenas hay hueco para que los que siempre nos acercamos a las canciones de González construyamos nuestro propio refugio. No importa, lo seguiremos intentando. Nos quedan las canciones, barnizadas de ese sonido impecable. Y sobre todo la sensación de que sigue habiendo Quique González para rato.
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