En el cruce entre Browdwick Street y Duck Lane, en pleno corazón del Soho londinense, se esconde Sounds of the Universe, desde hace varios lustros lugar de peregrinación de los buscadores de oro melódico negro y soul sudoroso de la capital inglesa. Allí mismo solía alzarse también The Bricklayers Arms, pub de arquitectura clásica que hubiera pasado al olvido si no fuera porque en su piso superior se juntarían por primera vez a tocar Brian Jones, Keith Richards y Mick Jagger. Todavía tendrían que pasar unos meses para que Charlie Watts se uniera a la fiesta. Pero resulta casi profético que el lugar en el que surgiría el germen de la banda de rock&roll más grande del planeta sea hoy refugio de vinilos de blues y rodajas de funk-soul. También del jazz más exquisito. Ese mismo que Watts siempre admiró por encima de todos los géneros y estilos.
Charlie Watts fue el ancla y el corazón bombeante de los Stones. Fue la elegancia exquisita de aquel que sabía que ser el batería de los Rolling era eso: un trabajo. Ni más ni menos. Quizás el mejor puesto al que podía aspirar un músico humilde que se había curtido en la escena de bares rhythm&blues de Londres a comienzos de los sesenta. Resignado a tener que seguir la caravana del éxito, Watts surcó la fama evitando muchos de los encontronazos que sus compañeros de fama parecían perseguir. Permaneció casado con su amor juvenil hasta el final de sus días. En cuanto las arrugas comenzaron a asomar decidió abandonar alguno de los excesos que parecían casi obligatorios para el currículum de cualquiera estrella del rock. Su semblante tranquilo y afable contrastaba con el malditismo de pega, la mueca excesiva o la pirueta acrobática de sus compañeros de banda. Charlie Watts solo necesitaba sentarse en el taburete de su batería para convertirse en un Stone.
Lo fue durante casi sesenta años. Su esqueleto y la sangre fluyendo por las arterías de un sonido que tan pronto bebía de los pioneros como se mojaba en el blues más canalla o en el country polvoriento del sur yankee. Sin grandes aspavientos, sólo con un sentido del ritmo impecable, Watts logró sujetar todo ese magma de ideas que salían de la pluma de Jagger y Richards. De hecho si algo sorprendía del londinense era esa economía de recursos. Esa capacidad de mover la canción con apenas un par de toques de batería. Recuerden: lo suyo siempre tuvo que ver más con su camarada Ringo, maestro en el arte de la batería austera, que con el despliegue aeróbico de Keith Moon o el torrente explosivo de John Bonham. Si quieren comprobarlo escuchen Shake Your Hips, tercer corte del mítico Exile on Main St. Con apenas un par de baquetas Charlie es capaz de firmar uno de los mejores ritmos boogie rock de la historia.
Podríamos citar también otros ejemplos como los primeros segundos de Let It Bleed, puro honky tonk de barrica empujado por al aplomo de Watts. O el desenfreno irresistible de Get Off Of My Cloud. O mi favorita, la espiritual Let It Loose. Cuando su batería entra definitivamente a los cuatro minutos de que comience Thru and Thru -incluida en el siempre reivindicable Voodoo Lounge- el sonido de la caja retumbando por los altavoces tiene algo de salvífico y curativo. ¿Y qué decir de Wild Horses? Si el calibre de un artesano de las baquetas se midiera más por las notas que deja de tocar que por las que efectivamente hace sonar, Charlie sería el maestro definitivo en el arte de golpear la batería. Lo fue, aunque nunca lo pretendiera. Los setenta y siete segundos que tardan sus tambores en sonar en la mencionada Wild Horses son testimonio de aquella templanza. La sabiduría del que sabía tocar lo justo cuando tocaba y callar cuando la canción tan sólo pedía la guitarra de Richards y la voz de Jaggers.
Y sin embargo, ahora que se ha ido, son esos dos locos que acostumbran a corretear por el escenario de sus diabólicas majestades, los que se llevan todos los focos, los que se darán cuenta por fin de lo que vale un redoble de Charlie Watts. Su presencia inexcusable y sus maneras de dandi sencillo. La sonrisa debajo del pelo canoso y la dosis justa de espíritu callejero. Charlie Watts nunca dejó de ser aquel chiquillo que soñaba con subirse a los escenarios de los callejones traseros de Londres, pero fue lo suficientemente avispado como para envejecer sin caer en la caricatura de la vieja gloria rockera. Fue el Stone definitivo, el primero que se largó con la satisfacción de una vida bien vivida, que al final es de lo que van casi todas las canciones de los Stones. De vivir y de la euforia que provoca oír un viejo rock&roll salir disparado del estéreo. Charlie Watts estuvo en todas esas canciones, aunque a veces no nos diéramos cuenta. Charlie Watts siempre estuvo ahí.
Magnífico homenaje, Javi.
ResponderEliminarUn abrazo.