Aquel día de Año Nuevo Townes Van Zandt sabía que iba a morir. Todo lo que alguien que había estado caminando por la línea salvaje de la vida podía saber ese tipo de cosas. O todo lo que cualquiera que ha vivido un poco intuye a estas alturas. Lo que pocos sospechaban es que a pesar de sus embestidas etílicas y su fama de ingobernable, el músico tejano siempre se agarró con fuerza a la vida. En sus cincuenta y dos años sobre la faz de la tierra acumuló experiencias imposibles de abarcar en un solo volumen de memorias. Vivió más de lo que los agoreros le habían vaticinado y todavía tuvo tiempo de recabar un cancionero triste y vital en el que autobiografía y paisaje se mezclaban a partes iguales. También mucho humor, aunque a primera vista no lo pareciese. Townes era un bromista porque sabía que la vida, ese lapso de tiempo antes de que todos acabemos a dos metros bajo tierra, va en serio. Vivió con todas sus fuerzas y el 1 de Enero de 1997 murió con la certeza de que el esfuerzo había merecido la pena.
Bien lo sabe Álvaro Alonso, que en su reciente libro se enfrenta ante la titánica tarea de contar la historia de un tipo convertido en leyenda. El gusto por el detalle histórico no impide que el autor haya plasmado en este volumen el trabajo de toda una vida. Lo sabemos, Álvaro, y por eso te lo agradecemos de corazón. Huérfanos de esa clase de libros que sin perder el rigor irradian pasión por los cuatro costados, es Townes Van Zandt. La eternidad en una canción una auténtica alegría en el panorama de la literatura musical en castellano. Especialmente teniendo en cuenta que el músico norteamericano nunca traspasó los estrictos límites del artista de culto en nuestro país. O que, precisamente por ello, mito y realidad han acabado confundiéndose casi siempre que alguien ha decidido traer a la palestra el nombre de Townes Van Zandt.
No lo oculta Álvaro, que decide romper los tópicos de los tomos biográficos ayudándose de ese diálogo entre el propio protagonista de la historia y un fantasmagórico -y al mismo tiempo lleno de vida- general confederado. Arrancando en esa noche de Año Nuevo de 1997, es el propio Van Zandt el encargado de desenredar la madeja de la memoria. Su voz, todavía firme, resuena en cada una de las páginas de La eternidad en una canción. Su latido vital, la franqueza del que sabe que no le queda mucho tiempo entre los vivos, la sonrisa a pesar de la derrota. Ni siquiera las licencias literarias de un volumen tan particular como este emborronan el resultado. Más bien lo elevan. Es este un libro al que todos los conocedores o curiosos de la obra de Van Zandt deberían acercarse. Con sus luces y sus sombras, sus hechos probados y sus medias verdades que el paso del tiempo no ha hecho más que convertir en otro enigma más en la saga Townes Van Zandt. Siempre fue así y siempre lo será.
De alguna manera la historia del cantautor de Fort Worth ha terminado transformándose en una de su canciones. Mitad recolección personal, mitad fábula; el propio músico acostumbraba a embellecer sus anécdotas con el fin de mofarse de sus amigos y seguidores. Nunca quiso ser recordado como aquel cantautor maldito que las crónicas le tendrían reservado. Sin embargo siempre supo que la carretera sería su vida. Una condena que el músico acarrearía con gusto y dignidad. La mayor parte de las veces al menos. Hasta en aquellas ocasiones en las que las cicatrices del alcohol le impedían cantar, sus seguidores se alegraban de verle todavía en pie. No fueron muchas, a pesar de lo que algunos se empeñan en subrayar. Incontrolable y escurridizo en su marcha vital, todo cambiaba cuando se agarraba a su guitarra acústica. Una suerte de respeto centenario por la labor del juglar parecía atravesar al bueno de Townes, que de un plumazo era capaz de silenciar a todo un auditorio con alguna de sus canciones.
Las tenía Van Zandt de todos los colores. Devastadoras y medicinales, irreverentes y solemnes como un funeral. En sus textos se daban cita versos oxidados y referencias celestiales, lo llano y lo divino. Todavía recuerdo la primera vez que escuché Waiting around to die. Sentir el escalofrío de la parca posando su mano sobre mi hombro. O estar a punto de llorar cada vez que sonaba To Live is To Fly, esa canción de amor roto y esperanzado. Si alguna vez existió un Townes Van Zandt seguro de la victoria fue en aquellos tres minutos de gloria. Pancho & Lefty, su composición más popular, agrandaría el mito. El hecho de que aquella canción viniera incluida en un álbum con el título de The Late Great Townes Van Zandt -todavía tendrían que pasar veinticuatro años para que el tejano nos dejara- no hacía más que ayudar en ese aspecto.
Tal vez por ello hay que agradecer que Álvaro Alonso se haya atrevido a incluir en su libro varias de las letras del compositor traducidas al castellano. Negro sobre blanco: las palabras del songwriter relucen en el idioma cervantino. Son ellas las que cuentan la verdadera historia de Townes Van Zandt. No la amarillista y superficial que prefiere quedarse con sus juergas de medianoche y su matrimonio con la botella. Resulta sencillo caer en los tópicos del bebedor empedernido, del genio autodestructivo intentando redimirse a través de su obra. Fue Townes aficionado a sabotear su propia carrera, eso es indudable. Pero no es menos cierto que su ética a la hora de afrontar sus compromisos con la carretera son una prueba de dignidad y coraje. El recuento de fechas y conciertos que aparecen en La eternidad en una canción lo confirman. Especialmente revelador ese último tramo del libro con un Townes en las últimas, arrugado pero feliz, pateándose el globo en el ocaso de su vida consciente de que ya no le quedaba otra cosa que seguir haciendo lo único que sabía hacer: cantar e interpretar.
Para cuando el mundo comenzaba a darse cuenta de su legado, el tejano ya había dejado desperdigado su cancionero por un reguero de álbumes, muchos de ellos inéditos o caídos en desgracia por la falta de interés de la discográfica de turno. Resulta fascinante recorrer los registros grabados por Van Zandt. Destapar sus incursiones en la escena de Nashville, apreciar el detalle de una toma a pelo o simplemente reconocer su deuda con el blues de Lightnin' Hopkins. El intento una y otra vez por atrapar la esencia de unas composiciones que lucían tanto en solitario como vestidas de country polvoriento resulta titánico. Si algo hay que lamentarse veinticinco años después de su muerte es que nadie se haya atrevido a recopilar los restos de su producción de manera íntegra y comprensible para el oyente. Me refiero no sólo a sus álbumes de estudio -una decena de referencias la mayoría de las cuales se encuentran al alcance de cualquiera-, si no también a todo ese corpus desperdigado en cintas llenas de polvo o en grabaciones piratas de actuaciones en vivo. Quizás algún día.
Aunque siendo honestos tal vez sea mejor así. Ahí están las canciones para quien las quiera encontrar. En su versión primigenia o remozadas por el lustre del estudio, desnudas como en el mítico directo del Old Quarter o quebradas por el peso de la edad en aquellos discos postreros de los noventa. Su brillo eterno, esa sensación tozuda que nos advierte de que, por mucho tiempo que pase, las canciones del tejano seguirán arañándonos como el primer día, bien merecen un libro como este. Gracias Townes Van Zandt y gracias Álvaro por contarlo de manera tan bonita.
Me quito el sombrero. Ante la reseña y ante el libro. Chapeau!
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