30/12/21

Todo lo que pasará, pasará

 

Quizás sea la edad o simplemente la memoria haciendo de nuevo de las suyas, pero cada año me resulta más complicado desenredar la madeja. Rebobinar la cinta que nos ha llevado por estos doce últimos meses de canciones. En un año en el que parece que la tierra ha dado varias vueltas sobre su propio órbita, algunos hemos seguido amarrados a nuestros vicios habituales. La música, ese bálsamo infinito, ha vuelto a convertirse en ese impulso al que recurrir cuando las cosas pintaban bastos. Nada nuevo, vaya.

Lo que no esperábamos es que fueran los inventores de este asunto, esos que algunos se empeñan en dar por amortizados, los que provocaran las mayores satisfacciones en casa. Los Beatles -la banda que sirvió de molde para todo lo que vino después- han vuelto a desempolvar sus archivos para goce de turistas y fans irredentos. Especialmente de estos últimos, que han disfrutado con cada instante de la kilométrica Let It Be, cinta dedicada a las sesiones del que se convertiría en el canto de cisne de los de Liverpool.

En un año en el que todo ha ido a trompicones, el ritmo parsimonioso de la película de Peter Jackson nos recuerda un tiempo ya caduco en el que las cosas parecían avanzar de manera lenta pero segura. Extenuante para algunos, brillante para otros; tal vez sea aconsejable acercarse a ella como lo que es: un tratado sobre el tedio. El testamento de una ruptura con más tiempos muertos que drama. Puede que los cuatro de Liverpool hubieran puesto patas arriba el mundo entero en apenas diez años. Para cuando los sesenta llegaban a su fin la fuente parecía haberse agotado.

O quizás fluía tanto que era imposible hacerla discurrir dentro de los márgenes de una formación de cuatro músicos con sus aristas y sus anhelos personales sobre la mesa. Basta ver ese clip de apenas tres minutos en el que McCartney parece esculpir sobre el aire la melodía que más tarde daría lugar a Get Back. Imposible no esbozar una mueca de asombro. Basta apreciar también a un George Harrison exasperado, incapaz de que Paul y John le tomen en serio. Un ninguneo fruto más de la propia inseguridad de los propios Macca y -sobre todo- Lennon que de la calidad de unas canciones que hoy en día han adquirido la categoría de eternas.

All Things Must Pass, el primer disco de George en solitario tras el final de los Beatles, recogía algunas de las composiciones descartadas del montante definitivo de Let It Be. Clásicos del repertorio harrisionano como Wah-Wah o Run of The Mill que lucen lozanas como el primer día en la reciente edición 50 aniversario del álbum. También la canción que acabaría dando título al monumental trabajo triple del Beatle místico. Ella ha sido la encargada de marcar a fuego este 2021. Su mensaje curativo -”todo lo que pasará, pasará”- se ha quedado tatuado en algunos de nosotros. La sensación de que frente a los embates de la vida solo queda agarrarse al vaivén de los días que vendrán.

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En primavera, cuando comenzábamos a imaginar un futuro más allá del ciclo pandémico, recurrimos con frecuencia al sencillo y sedoso disco de Fruit Bats. También al regreso de dos bandas con solera que han vuelto a demostrar que no hace falta inventar la rueda para seguir emocionándonos. Me refiero a los británicos Teenage Fanclub y a Reigning Sound, ese combo comandado por Greg Cartwright exponente del mejor brío rock llegado del país de las barras y estrellas. Sus discos de 2021 anuncian el otoño de dos formaciones que ya no necesitan demostrar nada pero que seguirán dándonos alegrías en años venideros.

El verano en cambio fue para el fenómeno cinematográfico del año y -si me apuras- de la década. A algunos todavía nos dura la sonrisa que se nos quedó al salir del cine después de ver Summer of Soul. Esa suerte de Woodstock negro, de celebración de un pasado que había estado oculto durante más de medio siglo, tenía algo de cómplice en un verano que prometía el regreso a esa anhelada normalidad. Una fiesta del soul pasado por el filtro del technicolor sesentero que había permanecido en el baúl secreto de la historia y que vista desde la distancia tiene algo de revelador. Tan sólo necesitan repescar ese momento de la cinta en el que Mahalia Jackson y Mavis Staples, maestra y discípula de la mejor tradición gospel, comparten micrófono. O el canto eufórico de Sly Stone, abriendo de par en par el mapa de la música negra. Del soul al funk pasando por el rock más ácido y el espíritu fervoroso de la música religiosa. Quizás sea hora de empezar a reescribir la historia de ese periodo convulso que sirvió de bisagra entre los sesenta y los setenta.

Más discretamente pasó por las pantallas Memphis 69, documental rescatado por los capos de Fat Possum, disquera de referencia en el baúl agrietado del blues. Si Summer of Soul recogía buena parte de esa realeza soul que terminaría escribiendo su nombre con letras mayúsculas en el libro del género, la película de Memphis presenta un ejército de forajidos y desarrapados dentro de la genealogía de la música negra. Nombres como Bukka White, Missisippi Fred McDowell, Furry Lewis, Sleepy John Estes, Son Thomas o John Fahey, uno de los pocos músicos blancos que participaría en la cita de Tennesse. Intérpretes a la vieja usanza, olvidados en su mayoría por los tratados de historia. Llamarlos artistas de culto sería exagerar. Lo que tenemos aquí son directamente nombres sin lustre, perdedores y vencidos, representantes de un tiempo que parecía tocar a su fin en aquel verano del 69. O eso pensaban algunos.

Curiosamente los vitoreados Black Keys editaron en mayo de este año un álbum en el que rescataban algunos de esos nombres olvidados dentro del género de los doce compases. De paso, Delta Kream nos devolvía a los Keys más grasientos y desacomplejados. Vamos, los que más nos gustan. Los de garaje y gasolina, los que no necesitan de ningún truco de estudio para sacarnos a la pista de baile. Espoleados por un repertorio que incluye composiciones de Big Joe Williams, R. L. Burnisde o el propio Mississippi Fred McDowell, el dúo de Akron recupera ese espíritu informal de sus primeros discos. Incluso rescatan ese Do The Romp de Junior Kimbrough que ya había aparecido en su debut. Una vuelta a los orígenes que algunos se tomarán como un simple pasatiempo, pero que a otros nos hace recobrar la fe en una banda que había perdido el rumbo hace ya un par de discos.

Para colmo Dan Auerbach, guitarrista de los Keys, ha redondeado un 2021 de postín firmando los créditos de Smoke from the Chimney, primer disco póstumo del recientemente fallecido Tony Joe White. No somos especialmente aficionados a la labor de Auerbach cuando se sienta en la mesa de producción, pero hay que reconocer que en este caso ha evitado caer en sus tics habituales. El material, claro, ayuda. Las nueve canciones que componen este Smoke from the Chimney se habían quedado en el tintero antes de que el músico de Louisiana nos dejara en 2018. Nueve cortes de sabor pantanoso y regusto a carretera que nos hacen volver a preguntarnos por qué el nombre de Tony Joe White permanece todavía en el circuito minoritario dentro de la llanura musical norteamericana. Ojalá este Smoke from the Chimney sea el comienzo de un reconocimiento de sobra merecido. 

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Una de las mayores alegrías que nos han regalado este año intermitente ha sido el debut de nuestra Lucinda Williams, la vasca de adopción Margo Cilker. Casi una década ha tardado la californiana en dar el paso y publicar un larga duración. La espera, por si alguno lo dudaba, ha merecido la pena. Vaya que sí. Pohorylle es uno de esos discos que gustan en casa. Un álbum que permanecerá cerca del estéreo durante años. Enraizado pero personal, sin necesidad de recurrir a los lugares comunes del género forajido, en las nueve canciones del elepé predomina la primera persona, la emoción de una trayectoria que ha llevado a Cilker por medio mundo compartiendo sus canciones. “Soy una mujer dividida entre dos mundos” reconoce la cantautora en la épica Wine in the World. Una de esas canciones que algunos necesitan toda una vida para escribir y que Cilker ha sido capaz de firmar en su estreno con apenas veintipico años.

Y si de canciones que resumen toda una vida hablamos, no podíamos olvidarnos del elepé de nuestros adorados Felice Brothers. Con su portada de tintes coloniales, los de Woodstock han firmado por fin su disco definitivo después de tres lustros en el disparedero. Un álbum funerario y ceremonial. Si ya en 2020 Bob Dylan había escrito la mejor crónica de este final de época, los hermanos Felice parecen tomar ahora el testigo con este From Dreams to Dust que a ratos recuerda al Rough & Rowdy Ways dylanita en su trazo apocalíptico. También en esa capacidad de separar el grano de la paja, lo esencial de lo superfluo. Si quieren saber por qué merece la pena seguir en pie a pesar de los embates de la vida; por qué a día de hoy se sigue haciendo música sentida, respetuosa con el pasado pero amarrada a nuestros días, háganse un favor y compren el disco de los Felice Brothers.

Y de paso echen el oído al último de Charlie Parr, ese Woody Guthrie de arruga en la frente y mecedora. O al exquisito trabajo de Jesse Aycock, escudero habitual en algunos de los mejores discos de americana de la última década y que por fin edita en este 2021 su propia obra maestra bajo su propio rúbrica. James McMurtry en cambio no necesita demostrar nada a estas alturas, aunque su vuelta a las estanterías de las tiendas de discos siempre es celebrada en casa. Como lo ha sido la última muesca en la discografía de Hiss Golden Messenger después de dos trabajos que parecían deslizarse por la pendiente de lo previsible. The Weather Station por su parte ha vuelto a reinventarse como orfebre pop sin abandonar la senda marcada por sus inicios más folk.

¿Seguimos? Greg Keelor en solitario o con sus Blue Rodeo, el aguerrido Oscar Avendaño, esa lección magistral de jazz del veterano Pharoah Sanders, nuestros Copernicus Dreams, la francófona Myriam Gendron recogiendo melodías de la cuneta, Morgan recordándonos esos días en los que éramos felices en la penumbra de las salas de conciertos, el jinete pálido Cory Hanson, la sensual Janet Simpson... Canciones, canciones y más canciones. Un río repleto de ellas. Una corriente subterránea de goce y alegría en un año en el que las necesitamos si cabe más. Como canta la vaquera Cilker, ojalá tuviéramos todo el tiempo del mundo para escucharlas todas. O todo el vino. Mientras elegimos entre una cosa o la otra, bien vale una nueva muesca en el calendario si viene acompañada de otra excelente cosecha de melodías. Si no me creen, hagan la prueba.


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