16/5/22

Antonio Vega, elixir oceánico


Figura de marfil, ningún verso sin puntada, emociona saber que compartimos tiempo con Antonio Vega, músico de una hondura difícilmente alcanzada en el panorama nacional. Nunca tuve la ocasión de disfrutarle en directo, aunque mi padre, del que aprendí la mitad de lo que sé de música y la otra mitad de la vida, recuerda verle ya en su ocaso en la playa de Zahara de los Atunes. Allí donde Cádiz se vuelve oceánica, refugio del músico madrileño durante sus últimos años de vida, la localidad gaditana se convertiría en su residencia durante grandes temporadas en busca de una calma imposible de encontrar en el bullicio de Madrid. Su Ítaca y su Nueva Caledonia.

También lo fue para algunos de nosotros que pasábamos los últimos días de veranos en el costado atlántico de la bella Andalucia. Huelva y Cádiz enganchan, amigos. Su horizonte suave e infinito es seda y hierro puro. Por aquellas viajar al sur tenía además algo de epopeya. Las largas rectas de la Mancha rememoraban los desiertos agrietados del salvaje oeste y cruzar Despeñaperros siempre traía a la memoria la leyenda de Curro Jiménez. Bandidos y bandoleros. Aventura y riesgo. Eran en aquellos viajes interminables donde mi padre aprovechaba la ocasión para educarnos musicalmente con aquellas cinta de casete o -más tarde- cedés que se convertirían con los años en la excusa perfecta para una afición convertida hoy en feliz obsesión.

Recuerdo perfectamente el impacto que me provocaron los primeros acordes del Shine on You Crazy Diamond de Pink Floyd o la armónica que abría School, el clásico de Supertramp. Como buenos hijos de la transición, en el coche de mis padres tampoco faltaban los últimos discos de Sabina -aunque nuestro favorito era el directo de Viceversa, editado en el año de mi nacimiento- o los grandes éxitos de Ana Belén y Victor Manuel. Incluso, rascando en la memoria, recuerdo un verano en el que no paró de sonar una cinta de Emilio Aragón que debió perderse en la guantera del Fiat Punto que acabó en el pueblo.

Pero si hay un disco que todavía conecto con el verano y con la calima atlántica ese es el segundo de Antonio Vega. Su portada de tintes añil y ocre, arena y azul cielo, dibujaba un paisaje que en mi imaginación tenía mucho de esa Huelva en la que pasamos algunas de nuestras mejores vacaciones. Su título con olor a salitre describía con apenas tres palabras esa sensación idílica de las últimas tardes estivales, cuando el sol comienza a ponerse antes de que la marea se dé por vencida. Por si no lo sabían: nosotros siempre fuimos de Septiembre y de cerrar la playa cada tarde-noche. Literalmente en ese momento de belleza estática el océano se pintaba de sol.

Luego estaba la figura del propio Antonio. Esa camiseta de rayas marineras, esa mirada, entre la timidez y la curiosidad, que se fundían con el fondo dorado. Probablemente Océano de Sol nunca gane ningún premio como mejor portada de la historia. Poco importa. Transcribe como ninguna su interior. Un músico abriéndose a lo desconocido. Contrasta además con la sobriedad del debut de 1990, retrato pulcro en blanco y negro, donde el ex-Nacha Pop quería mostrarse sin trampa ni cartón. Pero Océano de Sol siempre fue una cosa bien distinta y así lo anunciaban los brochazos abstractos de su portada.

Grabado en Inglaterra, con Phil Manzanera en las labores de producción, el cascarón de las diez canciones que componen este álbum está marcado por ese viaje a las islas británicas. Un sonido metálico y recargado que le condenaría en más de una ocasión al vagón de cola en el catálogo de grabaciones de Vega. Una pena porque con él se completa el rompecabezas de su obra. Siempre a caballo entre el pop vitalista y el surco poético, las páginas dedicadas al madrileño han terminado cayendo con demasiado frecuencia en la trampa del cantautor maldito. Figura frágil sin duda, en su corazón latía no obstante el rock que le había hecho coger una guitarra desde joven.

Ese chico triste y solitario -como le habían bautizado en aquel homenaje temprano de 1993- era también un tipo que soñaba con guitarras e idolatraba a currantes del rock como Graham Parker. Con los años sus canciones madurarían hasta elevarse más allá de géneros, pero en sus comienzos el ancla de su sonido seguía virando de puerto de puerto en busca de un rumbo fijo. Océano de Sol es un claro ejemplo. Acolchado y sentido en piezas como Palabras o El Sitio de Mi Recreo -quizás su canción más conocida más allá de Nacha Pop-, en sus treinta y siete minutos hay espacio también para el pop vitaminado, las costuras funk o incluso el blues. Siempre con el sello de Antonio Vega, por supuesto.

Su pluma inconfundible, imposible de sepultar, nunca desaparece del todo. Incluso en una canción como Océano de Sol, corte que abre el álbum con sus guitarras saturadas, se vislumbra la genialidad de Antonio. Recargada para los estándares del madrileño, laberíntica en sus arreglos, su misión es la de anunciar que estamos ante un álbum que no hace prisioneros. Sentida como el más profundo de los surcos de Vega. Oxidada. Ampulosa como el mejor de los banquetes. Su sonido sideral encaja con esa letra intergaláctica y al mismo tiempo personal, divina en su mensaje. Vega nunca quiso jugar a ser Dios, aunque en alguna de sus letras parecía rozar el cielo. En Océano de Sol estuvo a buen seguro a punto de tocarlo.

Menos oscura, aunque igualmente astral en sus arreglos, Elixir de Juventud no es de este mundo. Juega Vega en la letra con ese amor velado y dual, que uno nunca sabe si está dedicado a la mujer de sus sueños o simplemente a la música, su amante más fiel. El secreto de este brebaje rejuvenecedor está sin embargo en ese estribillo cósmico, algo nostálgico, pero convencido de que el tiempo lo curará todo. No exagero si digo que es una de las canciones más importantes de la historia del pop español de las últimas décadas. Una joya en un relicario al que nunca le faltaron precias preciosas. Si Antonio sólo hubiera escrito esta, y ninguna otra, ya tendría hueco en el firmamento de los mejores.

No baja el pistón el madrileño con la urgente Vapor. Regresa el compositor a los versos cósmicos de Océano de Sol. La creación divina, el fuego y la luz, impulsan una de las interpretaciones más apremiantes en el catálogo de Vega. De costuras nuevaoleras, no habría desencajado en el cancionero trepidante de Nacha Pop. Tampoco lo habría hecho Lleno de Papel, en la que el madrileño demuestra que también es capaz de firmar riffs inmaculados. Completa el trío de piezas briosas, rockeras cada una a su manera, la apremiante Cierto Como Imaginar. Vibran los sentidos, suenan guitarras y todo se tambalea, en una de esas canciones que merecerían un mayor reconocimiento entre los seguidores del compositor de La Chica de Ayer.

La amistad reina en los títulos de Hablando de Ellos y Ahora Sé Que Mis Amigos. La primera, críptica en su lírica, asoma costuras de blues, un género al que Vega rara vez se acercaría. Demasiado jondo quizás para un tipo que ya tenía suficiente pesar en el corazón. Ahora Sé Que Mis Amigos no esconde en cambio sus intenciones. Apología sin fisuras de la amistad, en ella el músico plasma todos esos sentimientos -”Y nos miramos todos sin hablar”- que su timidez siempre le impidió expresar. La música, recargada, oceánica y reluciente, titubea entre el tímido medio tiempo y la sacudida rockera. Azufre y salitre. Realidad y sueño.

No hay atisbo de duda en la eterna El Sitio de Mi Recreo, celestial y cristalina en sus arreglos. Pocas veces Vega encontraría una metáfora tan perfecta en el título de una canción. La sencillez de sus versos, la cadencia de las palabras -sol, espiga y deseo; silencio, brisa y cordura-, la invitación a nunca dejar de imaginar, marcarían el rumbo por el que seguiría buena parte de su carrera tardía. Un camino celebrado en discos como Anatomía de Una Ola o De Un Lugar Perdido, cumbres de una discografía escueta pero selecta. Pero antes de aquello ya estaba El Sitio de Mi Recreo, santo y seña de la obra en solitario del madrileño, refugio al que uno puede recurrir siempre que la tormenta arrecia y la marea sube más de lo esperado. De no haber existido, alguien tendría que haberla escrito. Ese alguien fue -no podría haber sido de otra manera- Antonio Vega.

El silencio, la inmortalidad y el tiempo merodean en la letra de Palabras, que recuerda en su lírica a la geometría metafísica de Una décima de segundo. Su música conecta en cambio con Seda y Hierro, una de las piezas más sentidas del Antonio más maduro. Como la canción de De Un lugar Perdido, Palabras reaparece de nuevo al final de Océano de Sol, aunque en esta ocasión, y de una manera un tanto irónica, despojada de su texto. Con sus ecos submarinos, azul celeste y brisa costera, se cierra un álbum que trae el levante y el sol. Una pieza que añade unas cuantas aristas más al perfil ya de por sí rugoso de Antonio Vega. Pero que, bajo sus capas de efectos y guitarras roídas, sigue sirviendo de abrigo en los días en los que el Atlántico ruge y el mar embravecido anuncia tempestad. Su recuerdo eterno es el de esas tardes que pasamos sin necesidad de que pasara nada. Éramos felices y nada parecía imposible. Puro elixir de juventud.


No hay comentarios:

Publicar un comentario