Aunque con fama de música solitaria y taciturna, algunas de las mejores amistades surgidas al calor de la música se han forjado en torno al blues. Conocida es la anécdota de cómo Keith Richards y Mick Jagger se conocieron gracias a los discos de Muddy Waters que este último llevaba un día de camino a la estación de Dartford. Igualmente alargada en el tiempo, aunque infinitamente menos prolija que la de sus satánicas majestades, la conexión entre Ry Cooder y Taj Mahal siempre tuvo en la llamada música del diablo su primera razón de ser. Nacidos en lados completamente opuestos del mapa norteamericano; blanco uno, afroamericano el otro; polos divergentes del llamado sueño americano; la llegada de Cooder y Mahal al género de los doce compases tendría sin embargo muchas similitudes.
Hijo de inmigrantes caribeños, la familia de Taj Mahal participaría en el despertar negro del Harlem de los sesenta, lo que proveería al futuro guitarrista de sus primeras influencias musicales. Discos de Ella Fitzgerald, Charles Mingus y Thelonious Monk eran habituales en la casa del joven Henry. Sin embargo, a pesar de haber sido educado con destreza en varios instrumentos durante su infancia y adolescencia, el neoyorquino estuvo a punto de acabar dedicándose a la agricultura, en lo que hubiera sido un irónico giro del destino. Ya sabrán los conocedores de la genealogía del blues que muchos de sus militantes habían adoptado la profesión de Robert Johnson y compañía con el fin de evitar la condena de los campos de algodón.
Por suerte la llamada de la música fue más fuerte y el guitarrista neoyorquino -rebautizado ya como Taj Mahal tras un sueño con Gandhi como principal protagonista- se trasladaría a la costa oeste en busca de mejor suerte. Allí se encontraría con Ry Cooder, otro músico novel que había descubierto el embrujo del blues gracias a la colección de vinilos de sus padres. En el caso de Cooder sería la militancia de su madre en el Partido Comunista la que serviría de excusa para sumergirse de lleno en el revival folk de comienzos de los sesenta. Para cuando Taj Mahal aterrizaba en Los Ángeles en 1965 Cooder ya era un habitual de los clubes de la ciudad. También de sus estudios, donde el músico se estaba labrando poco a poco su fama de prodigio a las seis cuerdas.
El propio Taj Mahal confirma que viajaría expresamente a la urbe angelina para conocer a Cooder y formar una banda, de la misma manera que Neil Young haría lo propio un año más tarde con la intención de fundar Buffalo Springfield junto a Stephen Stills. La chispa surge del roce y la conexión entre Cooder y Mahal prendería de manera instantánea. De inmediato crearían Rising Sons, agrupación que incluiría también a Gary Marker, Jesse Lee Kinclad y Ed Cassidy. Seguían así la estela de la Paul Butterfield Blues Band, uno de los primeros combos en traspasar las fronteras raciales dentro de sus filas. Habituales del mítico Troubadour angelino, su propuesta enraizada en el blues y el folk polvoriento tuvo que competir con esa nueva marea de bandas folk-rock capitaneada por los Byrds. Demasiado campestres, menos interesados en los deslumbres psicodélicos de sus compañeros de generación, Rising Sons grabarían un único álbum -guardado en el cajón de inéditos hasta el año 1992- antes de pasar a la historia de proyectos que hubieran merecido mejor suerte.
Nada de esto desalentó a los dos músicos que, gracias tal vez a ese primer paso por el estudio, lanzarían inmediatamente su carrera hasta convertirse con el tiempo en dos de las grandes columnas de la música norteamericana del último medio siglo. Taj Mahal desde las filas del blues, siempre mirando de reojo al chicken shack rural, en ocasiones rindiendo homenaje a sus antepasados caribeños y africanos. Y qué decir de Ry Cooder. Pistolero de la guitarra a sueldo a finales de los sesenta, cuentan los rumores que gracias a él los Stones volverían a fijar su mirada en las esencias yankees. En la década posterior y ya en solitario, los discos del estadounidense tejerían los mimbres de eso que más tarde se vendría a llamar americana. Una melting pot de estilos que, en el caso de Cooder, se atrevían incluso a cruzar la frontera sur de los Estados Unidos.
Ese viaje sin cadenas ni ataduras ha sido el que ha llevado al músico de Los Ángeles a trazar alguna de las mejores páginas de la fusión de culturas gracias al salvoconducto de las canciones. Episodios como Buena Vista Social Club o sus trabajos junto a artistas como el maliense Ali Farka Toure se han convertido con los años en los más más aplaudidos de su catálogo, tal vez ensombreciendo otros rincones de su producción. Una pena porque los recientes registros del californiano, especialmente desde que volviera al formato clásico de álbum en 2005, son excelentes. Más escorados hacia el folk quizás, con Cooder desprendiendo ciertos aires de Woody Guthrie polvoriento, pero siempre ofreciendo destellos de un hondo conocimiento de la vasta llanura musical norteamericana.
Y es que en eso reside el poder seductor de la obra de Cooder. Callejero, popular en la acepción más clásica del termino, Ry nunca pretendió dar lecciones a nadie. ¿Homenajes a los clásicos? ¿Reverencias a los maestros? Por supuesto. Pero su respeto por la tradición siempre tuvo y tendrá un cierto espíritu rompedor. Iconoclasta, si lo desean. No hay más que irse a su disco más reciente, el monumental The Prodigal Son, para comprobarlo. Allí Cooder recupera el clásico Nobody's Fault By Mine popularizado por Blind Willie Johnson en una versión fantasmagórica y espectral. En aquel mismo álbum el californiano firmaba una de sus canciones más bellas: la sencilla y evocadora Jesus and Woody. Estoy seguro que, de haber estado entre nosotros, el bardo de las dust bowl ballads habría esbozado una sonrisa al escuchar las palabras de Cooder. La colección se completa con otro puñado de versiones, a cuál más personal, de canciones tradicionales o interpretadas originalmente por músicos del Mississippi.
Parafraseando el título de aquel álbum de 2018, el hijo pródigo había vuelto al redil del blues. A su manera, como no podía ser de otra manera. Mezclándola con altas dosis de gospel y algún que otro pellizco folk. Una buena nueva ratificada ahora con la edición de Get On Board, reciente rodaja en la que el guitarrista se alía con Taj Mahal casi medio siglo después de aquel traspiés mágico en el Sunset Boulevard angelino. Lo que el blues ha unido que no lo separe el paso de los años. La química cósmica de los doce compases nunca falla y los rescoldos de aquella amistad vuelven a arder en canciones como My Baby Done Changed the Lock on the Door o Hooray Hooray. Sus lecturas de The Midnight Special y I Shall Not Be Moved enfilan en cambio el camino de la iglesia, en una continuación de los momentos más espirituales de The Prodigal Son. Deep Sea River y Pawn Shop Blues reducen el blues al mínimo común denominador, emulando el espíritu de los juke joints que antaño centelleaban a orillas del Mississippi.
Grabado a contrapelo, con la intuición como única brújula y sin apenas remaches de estudio, Get On Board sirve como testimonio de tres músicos -si incluimos a Joachim Cooder, hijo de Ry y responsable de la parte rítmica de la grabación- capaces de llevarse a su terreno cualquier canción del canon americano. Camaradas en la la misión evangelizadora del blues y sus afluentes, Cooder y Mahal eligen con atino piezas del cancionero de Sonny Terry y Brownie McGhee para celebrar este encuentro sin más pretensiones que pasar un buen rato y recordar buenos tiempos. Una manera de reivindicar a dos músicos que, aunque conocidos de sobra por los habituales del género, nunca alcanzaron el renombre de otros de sus compañeros de profesión. Pero sobre todo una manera de recrearse en esa amistad tejida al calor del blues.
Siendo francos no podrían haber escogido los antiguos integrantes de Rising Sons una mejor excusa para volver a juntarse. Para quien no los conozca, Sonny Terry y Brownie McGhee formarían una de los más interesantes duplas de bluesman surgidos en la bisagra que separa los cincuenta de los sesenta. Aunque, como Cooder y Mahal, nunca le harían ascos a otros géneros. De hecho alguno de sus discos terminaría apareciendo en el sello Folkways, escudería encargada de recopilar buena parte del folklore tradicional tanto de origen netamente norteamericano como llegado de otras partes del globo. Terry y McGhee serían habituales del circuito de clubes neoyorquino, lo que haría que con frecuencia echaran mano también de los resortes del boogie y el jazz. Al mismo tiempo podían facturar ese sonido de grano y arena, puro folk militante capaz de encender las gargantas y humedecer las conciencias. Canciones como Cornbread, peas and black molasses hablaban sin tapujos de la situación de la población negra. Espiritual, festiva, en ella Terry y McGhee imploran ayuda a Dios, aunque intuyen que la salvación quizás tenga que ver algo más sencillo y mundano: llegar al día de mañana con un plato de comida en la mesa. Y un trago, a poder ser.
Medio siglo después Ry Cooder y Taj Mahal repiten eslogan y espíritu. Cantan como si la lucha por los derechos civiles nunca hubiera terminado del todo, se lo pasan en grande y brindan por saberse afortunados. A diferencia de otros compañeros de generación, los dos músicos que firman Get On Board tuvieron la suerte de vivir de un negocio tan ruinoso como el blues. Mezclándolo siempre que la ocasión lo requería con licores y destilaciones de distinta graduación, músicas llegadas de aquí y allá, cercanas siempre al acerbo popular. A pesar de lo que muchos piensan, el blues nunca fue dogma de fe ni género carbonizado en grafito y polvo centenario. Sigue vivo porque seguimos cantándolo y contándolo. Resuena en las gargantas curtidas de Cooder y Mahal de la misma manera que lo hacía en los acordes torcidos de Sonny Terry y Brownie McGhee. Aprieta los corazones y reconforta en las noches de desconsuelo. No hay mejor compañero de viaje, amigos. No hay mejor amigo que el blues.
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