Quique González cantaba que la vida te lleva por caminos raros. Las canciones, cabría añadir, también. Fragmentos de plastilina sonora, signos de interrogación, tal vez incluso de exclamación, en sus tres minutos de gloria hay hueco para casi todo. Desde fanfarrias de claqué hasta desvelos de amor pasando por soflamas políticas y sueños destilados en nubes de ruido y vapor. Todo encaja en sus surcos invisibles, todo acaba enredado en sus giros al compás de las agujas del reloj. Son las canciones las que nos hacen seguir desenrollando el hilo de la música y nunca al revés. ¿Sinfonías? ¿Madrigales? ¿Sonatas de salón? Se las pueden quedar todas para ustedes, que aquí lo que nos pirra son las canciones simples y llanas. De acordes menores o mayores. Afiladas o suaves como un jardín primaveral. Poco importa si tienen hueco en el lapso que va desde el principio de una estrofa hasta el final de un estribillo.
Bien lo sabe German Salto, músico madrileño que en su debut de 2014 ya mostraba su amor por el formato. Diez componían el llamado disco del gallo. Apoyadas en su mayoría sobre el canon clásico, ese que va desde los Beatles del sargento pimienta a los Big Star más briosos o la arquitectura melódica de los Beach Boys. El despliegue de sabiduría y buen gusto en la composición, una producción cuidada al mismo detalle y sobre todo unas canciones que habían llegado para quedarse redondeaban la colección. Algunos todavía seguimos enredados en el misterio de aquel álbum, único en un panorama nacional demasiado ensimismado en la novedad de usar y tirar. Aquel disco trenzado a la vieja usanza, sin prisas aunque con la urgencia del folk-rock en la recámara, no intentaba llamar la atención. Lo conseguía a pesar de todo a base de una materia prima -las canciones- que brillaba por sí sola.
Continuaba la racha Far from the Echoes, de ángulos más barrocos, jugando a ser verso perdido del Magic Mystery Tour beatliano. Un segundo disco que mantenía el idilio con el acabado cromado y el pop de altos vuelos del debut, estirando hasta el máximo el punto medio entre la redondez pop y los garabatos psicodélicos. Melodía y aventura, arañazos de cuna y experimentos salidos de la pluma en ebullición de un músico que parecía no ponerse límites. Canciones a fin de cuentas. Estaba en racha y lo sabía. Lo ratificaba el propio Germán con el doble sencillo Signs / Love (Keeps Dying In You) en el que escoraba su propuesta hacia territorios californianos, pura destilación de la fórmula Laurel Canyon, que parecía seguir la estela de productores contemporáneos como Jonathan Wilson. Un truco que no era más que una vuelta de tuerca al camino seguido por el madrileño desde sus comienzos: aprender de los mejores y seguir avanzando.
Ahora el salto -me perdonarán el juego de palabras- deviene en pirueta con la llegada del tercer trabajo en la cuenta personal del músico. No se trata sólo la incorporación del nombre de pila del autor a la firma del mismo tras dos álbumes bajo la simple rúbrica de Salto. Tampoco el trasvase al idioma cervantino, algo que, todo hay que decirlo, le sienta a las mil maravillas. Por si no lo sabían, los buenos intérpretes, los que saben adaptarse a lo que les pide la canción y no al revés, no entienden de idiomas. Y es ahí donde reside la verdadera novedad del asunto. Si ya sabíamos que el madrileño era un compositor titánico, amén de un arreglista de una finura exquisita, esta nueva colección nos descubre al Germán Salto intérprete. Un músico de una plasticidad asombrosa, capaz de pasar del susurro al éxtasis en menos que dura un acorde.
Ayuda que en la tarea el artista se haya apoyado en nombres de la altura de Iñigo Bregel -suya es la producción del disco- y Santi Campos, responsable de varias de las letras del lote tanto a solas como en colaboración con el propio Germán. Es precisamente Campos el autor de uno de los textos más logrados de la colección. Arder, Humo y Desaparecer apunta maneras de manifiesto epicúreo, a la manera de la antigua filosofía griega. Versos como “morir de placer y que al terminar no quedara cuerpo para el funeral” se mezclan con arrebatos de cuerda y coros de filo trágico, en una de esas ocasiones en que la música danza entre lo íntimo y lo épico. Un vals este, entre la sencillez del folk y la grandiosidad de la orquesta, que marcará buena parte del minutaje del álbum.
Es el caso de No, primer sencillo extraído del disco, en el que Germán firma una letra cargada de melodrama acorde con una instrumentación que bebe directamente de las enseñanzas de Burt Bacharach. Él es el verdadero timón y la brújula que guía el disco, según palabras del propio autor. Santo y seña del sinfonismo americano, a Bacharach le debemos alguna de las mejores páginas de la música de cámara del último medio siglo. Un estilo en sí mismo, mil veces copiado, rara vez alcanzado. No lo intenta Germán Salto, que utiliza el molde del compositor de Missouri más como un reflejo en el que proyectarse que como un fin en sí mismo. Las canciones, de nuevo, mandan. Ocurre por ejemplo con Ciudad Invierno, uno de los momentos más vulnerables del álbum. Su comienzo gélido a la par que acogedor demuestra que es esta una colección en la que no sólo hablan los grandes brochazos sinfónicos. El pincel fino y el trazo de estilista de sus primeros compases reconforta como el mejor de los abrazos, conectando de alguna manera aquí con los mismos hilos que tiran de la reciente obra del catalán Pigmy.
Al otro lado de la avenida sonora se sitúan Nada que Hacer y Cuando No Tenías Sed. La primera de ellas dibuja la figura de una especie de himno glam-rock castizo, incluyendo un cameo del viejo alcalde Tierno Galván. Pero es en Cuando No Tenías Sed donde Salto y sus banda se desmelenan como no lo habían hecho hasta la fecha. Puro pub-rock callejero, resulta refrescante escuchar al madrileño entonando un estribillo tan pegadizo en una canción que promete ser uno de los pasajes más jaleados por el público en los próximos conciertos del artista.
A mitad de camino, ni tonada folk ni rock al uso, Solo El Tiempo se encarga de abrir la colección si obviamos la escueta cortinilla de Vals Inicial. Un medio tiempo en el que German y compañía alcanzan lo que parece imposible: empastar los sinfónico y lo melódico sin que se noten los flecos, mantener el nervio sin perder la floritura sinfónica. Sus guitarras nos traen a la memoria al George Harrison de All Things Must Pass. Sus arreglos de cuerda añaden matices sin emborronar el cuadro final. Sublime e irrepetible a fin de cuentas. O quizás no tanto. En una cabriola sólo al alcance de los mejores malabaristas sonoros, Salto recupera este Solo El Tiempo en el tramo final del álbum con una segunda versión en la que, esta vez sí, termina venciendo el lado sinfónico del asunto. Recuerda aquí al Jim O'Rourke de Simple Songs. Esto es: dramatismo orquestal, voltereta con tirabuzón de cuerdas y metales, exhibición circense sobre la cuerda de floja. Ni tan siquiera eso logra que Germán pierda el equilibrio.
Deja el músico para la despedida la imponente Vals Final. De nuevo la dicotomía entre la fragilidad inicial y el bombardeo de arreglos sale a la superficie en uno de esos estribillos que deja un regusto agridulce. Puede que alguno esté tentado a leer en aquel “ya no quiero luchar la revolución / sólo es un placebo” una asunción de la derrota. Germán y los suyos no dan la batalla por perdida porque ésta -la del sermón y el mazo- no es y nunca será su guerra. Tres discos y casi una década después, el de Madrid ha dado el salto al español y ha ganado un nombre -Germán- oculto bajo la brillantez de unas canciones que no necesitaban prácticamente de firma alguna para brillar. El mantra sigue siendo hoy el mismo. Poca importa que las melodías del madrileño hayan ganando en soltura sinfónica o que sus letras hayan bajado a pie de callejón y plaza del Dos de Mayo. El santo sacramento de la canción, venga de donde venga, te lleve a donde te lleve, continúa estando en el centro de la diana. La revolución, si es que alguna vez llega, puede esperar.
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