18/8/22

Joan Shelley, la gran belleza


Alguien dijo una vez que existe una pizca de belleza en todas las cosas, incluso en las más deformes y obtusas. Como si la belleza fuera una toda y con el paso de los siglos se hubiera ido desperdigando por el mundo hasta cubrirlo todo con su manto. Es la belleza una de las cosas más sencillas de captar y al mismo tiempo más difíciles de medir. Existe por supuesto una belleza inabarcable, inmensa en su desmesura. Es esa que solemos asociar a cosas como las pirámides de Egipto o la Novena Sinfonía de Beethoven. Es en este caso 'belleza' sinónimo de grandiosidad y majestuosidad. Pero también existe una belleza en minúsculas, menos evidente, pero igualmente sugerente. De hecho es esta última la que penetra más fácilmente por los poros de la piel hasta contaminar todos los rincones de nuestro cuerpo. Esa que surge cuando aparece un acorde menor, una pincelada única, un leve giro que se transforma en una danza.

El arte del que hace gala Joan Shelley se compone de alguna de esas cosas en apariencia menores pero que, colocadas una detrás de otra, terminan formando la belleza en mayúsculas. La gran belleza. Enraizada en la mejor tradición del folk norteamericano, la de Louisville ha hecho de la calma una virtud, de la sencillez una manera de rozar la sublime. Sin necesidad de grandes sobresaltos, Shelley ha engarzado una discografía que sigue manteniendo las mismas coordenadas que un día le hicieron coger una guitarra y acercarse a un micrófono hace ya más de una década. El rumbo de las canciones -el único posible si uno quiere mantenerse fiel a uno mismo en esto de la música- sigue siendo santo y seña para una artista que hace tiempo que decidió tomar su propio camino.

No esperen, eso sí, grandes gestos ni desvíos en el trayecto que va desde aquellos primeros pasos de Shelley en el estudio -su primera grabación conocida data de 2010- hasta nuestros días. Ni siquiera la colaboración con nombres de la talla de Jeff Tweedy, Daniel Martin Moore o Nathan Salsburg han doblado el junco firme de su folk sedoso y eterno. El río, inspiración de alguna de las canciones de la de Kentucky, sigue fluyendo como el primer día. Su manantial de melodías y palabras engarzadas en cuerdas de guitarra se mantiene caudaloso y libre. Especialmente fino, cabe apuntar, desde que Shelley comenzara a editar para el sello No Quarter allá por 2014. Álbumes como Over and Even, Joan Shelley o Like the River Loves the Sea se mantienen erguidos como el primer día. Tienen el poso clásico reservado a las obras destinadas a permanecer, pero por su costado sigue asomando el misterio que hace que acudamos a ellos una y otra vez.

Algo así ocurre con The Spur, última muesca en la senda trazada por la norteamericana. De nuevo el gesto menor y el guiño cómplice sirven de guía a una colección que mantiene en lo sonoro al folk en el centro de la brújula. La tentación es, pues, considerar a este uno más dentro del joyero de piedras preciosas de Shelley. Algo de esto hay, por supuesto. Sin los pasos anteriores, sin las dudas y las cuestiones de antaño nunca llegarían las respuestas en forma de canciones de ahora. Recuerden: el hilo seguirá estirándose mientras haya alguien que tire de él. Pero hay en The Spur algo que lo separa del resto de álbumes de Shelley. Tal vez sea esa claridad a la hora de interpretar un nuevo lote de composiciones. Tal vez sea la rotundidad en los arreglos. 

De esto último tiene mucho que decir James Elkington. Nombre a tener en cuenta en la siempre efervescente escena de Chicago, el guitarrista británico cuenta en su haber con un par de discos bajo su propia rúbrica. Dos tratados magníficos en el que la guitarra es la protagonista, aunque sin caer en el virtuosismo o el despliegue vacuo. Las canciones mandan. Como lo hacen también en The Spur, en el que Elkington ejerce de productor y brújula sonora. Suyos son los arreglos de mandola y dobro, los pellizcos de cuerda y teclados. Coloreando el conjunto pero sin abusar, plegándose a los deseos de la canción y nunca al revés. De él deberían aprender otros, quizás demasiado osados como para romper el sacrosanto credo de la melodía. La belleza, de nuevo, está en el trazo pequeño.

Ayuda también por supuesto que el material virgen, la raíz sin la cual ninguna canción podría florecer, lleve la firma de Joan Shelley. Es la de Kentucky maestra en el acorde sencillo y redondo, capaz de llenar toda una habitación con apenas un par de susurros de guitarra. En The Spur, además de contar con la ya habitual colaboración a las seis cuerdas de su marido Nathan Salsburg, Shelley se atreve por fin con el piano como instrumento principal. Breath for the Boy, Between Rock and Sky y Bolt conforman una trilogía en la que la voz de la artista se tiñe del blanco y negro de las teclas. También de la espiritualidad del gospel, que asoma con fuerza cuando Shelley se sienta frente al piano. Soul al desnudo, folk en su máximo expresión, vibraciones eternas que alcanzan sus cotas más altas en la majestuosa Bolt.

Parémonos por un segundo en este milagro hecho canción. Las notas firmes de piano abren una pieza en la que se encuentran todos los atributos que nos hacen regresar a The Spur una y otra vez. La voz imponente de Shelley, dulce y solemne al mismo tiempo. Los arreglos que se van abriendo poco a poco. Sin estorbar, ligeros, sublimes a su manera. Pero lo suficientemente atrevidos como para llevarnos en volandas a ese vaivén mágico que conforman aquellos gloriosos compases finales. Y en el centro de todo, como si de una columna vertebral se tratara, las palabras sabias de Shelley. “Haven't you grown enough? / Aren't you old enough? / Can't you carry more than your heavy self” [“¿No has crecido ya lo suficiente? / ¿No eres lo suficientemente mayor? / ¿Puedes acarrear algo más que a ti mismo?”].

El inexorable paso del tiempo, las cuitas y cuestiones universales, se convierten en el hilo que trenza la verdad de esta canción-milagro. Una verdad que es profética pero que no sermonea. Los signos de interrogación apuntalan la sensación de incertidumbre. Todos la hemos sentido llegados a una edad. Las dudas por el camino tomado, la sensación de que el tiempo se convierte más en una carga que un abanico de posibilidades, el peso de la madurez. Especialmente grave cuando llegan hijos, compromisos, encrucijadas imposibles de evitar. La propia Shelley parece hacer referencia a su recién estrenada maternidad en Home, uno de los pellizcos más dulces de la colección. También lo es Amberlit Morning, donde la de Kentucky comparte pluma y micrófono con Bill Callahan, otro de esos escritores de canciones que, de un tiempo a esta parte, ha girado su cancionero hacia los confines del hogar familiar.

Shelley prefiere, no obstante, mantenerse en los estrictos límites de lo metafórico, revelando y ocultando al mismo tiempo, haciendo de lo personal una puerta hacia otros mundos. Breath for The Boy, otra de esas canciones en la que la intérprete se atreve con el piano, adquiere así forma de parábola bíblica. Más mundana asoma Forever Blues -”is the rent coming due?”-, encargada de abrir la colección y en la que Shelley insiste con su lírica salpicada de signos de interrogación. Son las relaciones de pareja las protagonistas de abrir el cajón de dudas en esta ocasión. Por suerte ahí está el estribillo de The Spur, la claridad de ese “I'm with you”, para cerrar alguna de las heridas. No todo va a ser navegar en un mar de incertidumbres, vaya.

Faraónica desde sus primeros compases, Like The Thunder se transforma pronto en la tormenta perfecta. En el mejor de los sentidos. Otra de esas canciones disfrazada de milagro que hacen de este disco un placer para los oídos. Con ella Shelley prueba a firmar su estribillo más pop. Y le sale redondo. El latigazo sencillo de su voz unido a la guitarra eléctrica de Salsburg, más jingle-jangle que nunca, folk-rock centenario, dibujan el paisaje más bello de toda la discografía de la artista. Su joya más preciosa y la que debería abrirle las puertas, si no del éxito, esa cosa escurridiza y esquiva reservada a unos pocos, sí al menos del cielo. Del cielo divino de la música, me refiero. Aquí lo tenemos claro: Joan Shelley forma ya parte de nuestro firmamento personal.

Podríamos seguir haciendo recuento de virtudes de este álbum destinado a convertirse en clásico menor, favorito para aquellos que nunca buscamos grandes gestos en esto de la música. Las pinceladas de cuerda de When The Light Is Dying, suave brisa descorriendo las cortinas de la felicidad. El credo irresistible de Fawn. Otro prodigio celestial, sin duda. El traqueteo tranquilo de Why Not Live Here. Completely navegando aguas ya conocidas, como si Shelley quisiera cerrar la colección haciendo un guiño a sus discos anteriores. Todos magníficos, cada cual a su manera. Pero ninguno tan perfecto y completo como The Spur. Podríamos, insisto, seguir haciendo recuento de virtudes. Pero sería en vano. Sólo diremos que es pura belleza. La clase de belleza imposible de obviar. La gran belleza.


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