8/10/22

Cowboy Junkies, valses tristes y canciones abandonadas


La historia es la siguiente: en la primavera de 1989 Margo, Alan, Michael y Peter llegaron al templo de Sharon para registrar diez canciones destinadas a llenar el grueso de su tercer disco. Los ánimos estaban en lo alto y las canciones fluían. Sin embargo, tras tres días de trabajo en aquel estudio improvisado, el grupo decidió recoger los bártulos y olvidarse para siempre de aquellas cintas. A día de hoy nadie se pone de acuerdo todavía sobre por qué decidieron abandonar aquellas canciones. El caso es que lo hicieron y punto. Y con ese acto consciente, un poco rebelde si se quiere, marcarían el resto del camino que les llevaría hasta nuestros días.

Cowboy Junkies, aquel cuarteto formado en Toronto en torno a los hermanos Timmins, siempre fueron sinónimo de libertad. No como una de esas palabras que uno escribe por escribir. Uno de esos eslóganes desgastados por el uso, moneda corriente de cambio. Más bien como esa capacidad de trazar una trayectoria única y personal, al costado de la industria, impulsada desde el amor más puro y genuino por la música. A estas alturas ya ha quedado más que probado que nunca llenarán estadios. Tampoco figuraran en las listas de lo más hip. Pero Margo, Alan, Michael y Peter pueden decir que en sus treinta y pico años de historia siempre se dejaron guiar por lo que les pedían las canciones. Y en aquellos días de abril de 1989 lo demostraron con creces.

Las crónicas cuentan que la banda canadiense venía de presentar The Trinity Session, segundo disco en su cuenta particular. Un álbum convertido hoy en material de culto y que ataría el destino del cuarteto durante décadas. Su estilo austero, grabado en un sólo día y con la simple ayuda de un micrófono, hablaba de una banda en busca de una sensación. Una manera de captar el espíritu de ese viaje que les había llevado por las carreteras enrolladas de Norteamérica, persiguiendo el viejo lema del country y el blues. Apretados en su furgoneta, sin más compromiso que sus canciones, los cuatro de Toronto tomarían el pulso de ese continente vasto y árido en composiciones propias como To Love is To Bury o 200 More Miles.

A ellas le añadirían lecturas en blanco y negro de clásicos de Hank Williams y Lou Reed, definiendo su estilo al mismo tiempo urbano y rural. Todas las canciones y todos lo géneros tienen más de un padre y de una madre, qué duda cabe. Pero si tuviéramos que hacer una lista con los progenitores del country alternativo -ese estilo fantástico de los noventa-, sin duda los Junkies estarían en ella. Sin quererlo, por supuesto. Su encuentro con la raíz yankee tuvo mucho de casualidad y búsqueda espiritual que de decisión consciente. Su sonido, áspero y sencillo, acabaría siendo más una respuesta a la falta de recursos económicos que un intento por convertir en fetiche aquella manera especial de grabar.

Sea como fuera, aquel The Trinity Session marcaría tendencia. O más bien chocaría de frente con la moda de la época y sus producciones sobrecargadas. Una manera sui generis de pelear a la contra. Aunque esa nunca fuera la intención de los Junkies. Lo suyo siempre tuvo más que ver con ellos mismos, con esa manera de entender la música liberada de cualquier artificio, en la que menos es siempre más. La revolución de los Cowboy Junkies, si es que alguna vez existió, fue silenciosa. De puertas para adentro, limitada a los confines de aquella iglesia de Toronto -su Big Pink particular- en la que un 27 de noviembre de 1987 grabarían un puñado de canciones en torno a un simple micrófono. De esa forma, imaginando una manera única de recoger el fruto de sus canciones, los cuatro de Toronto inventarían su propia historia. Y ganarían una página propia en el libro de Historia -con mayúsculas- de la música americana.

La consecuencia de aquella sonrisa del destino, su condena, es que a día de hoy todavía hay muchos que los recuerdan como esa banda en blanco y negro de la portada de Trinity. Como si Margo, Alan, Peter y Michael se hubieran quedado petrificados en aquella instantánea juvenil. Ellos mismos no lo ocultan y en sus recitales acuden con frecuencia a los surcos del álbum de 1988. Al fin y al cabo sin esas canciones no serían lo que serían. La tentación, sin embargo, es creer que los Cowboy Junkies de hoy son los mismos de Trinity. Esa banda pelada por la carretera que un día se atrevió a grabar un puñado de canciones sin red. Algo de ese espíritu ligero y libre, sencillo y espartano, permanece en su ADN sin duda. Pero el hilo que une los últimos treinta y pico años del grupo no es ese. Una lección que los canadienses aprenderían a las duras.

Elevados por el éxito modesto de Trinity Session, los Junkies no tardarían mucho en buscar una manera de recuperar aquellas vibraciones celestiales. Intuyendo tal vez una puerta abierta por la que colarse, los cuatro miembros de la banda trazaron su siguiente movimiento manteniéndose fieles a ese espíritu nómada, siempre al borde la carretera. La idea no era otra que ir encontrando entre concierto y concierto lugares pintorescos y únicos en los que ir recogiendo al vuelo las canciones que iban surgiendo por el camino. Repitiendo así el modus operandi de Trinity -un micrófono, todos en círculo-, aunque convirtiéndolo en una estrategia itinerante. Así sería como a comienzos de 1989 encontrarían al sur de la provincia de Ontario el Templo de Sharon.

Lo primero que uno aprecia cuando ve las fotos de la banda a los pies del santuario canadiense es la inmensidad de sus muros. Aquellas estampas relajadas y sonrientes contrastan con ese edificio abultado en sus formas, inmenso comparado con las pequeñas figuras del cuarteto, de unas dimensiones que resultan más apropiadas para los dioses que para el hombre y la mujer de a pie. Claro que nada esto impide que uno se quede eclipsado por su majestuosidad blanquecina y por la soledad de sus jardines. ¿Quién habría rechazado la oportunidad de grabar en semejante enclave? Tal fue el enamoramiento de los Junkies con aquel paraje paradisiaco que su siguiente disco -el otoñal The Caution Horses- incluiría una foto de los miembros de la banda frente al templo. Muy diferente, eso sí, sería su experiencia una vez dentro del edificio.

Una de las respuestas que más se repite cuando se pregunta a la banda canadiense sobre la grabación de Trinity Session es lo sencillo que les resultó encontrar el sonido y la configuración perfecta para registrar a los nueve músicos en torno a aquel solitario micrófono. Algo que los de Toronto atribuyen mitad a la diosa fortuna, mitad a la pericia de su ingeniero Peter Moore. En Sharon contaban con esto último, pero no así con el necesario beneplácito del azar. Tanto es así que de los tres días que acamparon allí, dos de ellos los tuvieron que dedicar casi por completo a encontrar un set que se les resistía. A esto había que añadirle que las nuevas canciones contaban con arreglos más elaborados si los comparamos con la desnudez musical de algunos de los pasajes de Tritinity. Todo ello, unido a lo desapacible del templo y a las gélidas temperaturas de la primavera canadiense, condenarían aquellas sesiones al ostracismo.

El sentir general se puede intuir en la versión de Powderfinger, el clásico de Neil Young, incluida en la reciente edición de las cintas. La voz de Peter Moore, su eco más bien, se cuela en la grabación dándole la entrada a Margo. Ella responde con un “vale, vamos” seguido de un suspiro más desesperado que convencido. Aún así la banda completa una toma que, incluso para los más avezados en el catálogo de los Junkies, no tiene nada que envidiar con la que finalmente aparecería en The Caution Horses. Lo mismo podría decirse de las versiones de Sun Comes Up, It's Tuesday Morning o Escape is So Simple, dos canciones convertidas con los años en habituales en los recitales de la banda.

Más evidente es el cambio en 'Cause Cheap Is How I Feel, donde la batería de Peter Timmins resuena con fuerza entre los muros del templo. Las dudas asoman también en Dead Flowers, relectura del tema de los Stones donde el cuarteto no termina de encontrar el tempo adecuado. Justo al contrario que en Captain Kidd, una de las canciones de las sesiones que no pasaría el corte de The Caution Horses y que junto a Mariner's Song hubiera completado un díptico precioso de salitre y épica marinera. No importa. Por el camino entre Sharon y Horses los Junkies encontrarían Witches, uno de los cortes más escalofriantes dentro de su libro de canciones. Y uno de nuestros favoritos.

Así que sí. Las canciones, los músicos, los arreglos, el impulso, la ilusión estaban ahí. Pero algo no terminó de encajar en aquellos tres días. Una sensación difícil de explicar. Tal vez atribuible al eco omnipresente en las grabaciones, a la química gélida entre los músicos, a esa pizca de fortuna que uno siempre debe tener cuando acomete una tarea tan bella y única como es la de transmitir un puñado de melodías a un rollo de cinta magnetofónica. El caso es que no fue. Aquel tercer disco de los Junkies nunca fue. Aquel álbum que podría haberse titulado The Sharon Sessions, tal vez siguiendo el ejemplo de Trinity, no fue.

Y no fue precisamente por esa misma razón. Porque alguien quiso convertir a los Junkies en la banda de Trinity. En una estampa en torno a un micrófono. Un fetiche en la época dorada de los unplugged y los conciertos desenchufados. Y ellos, siempre en busca de una nueva salida, decidieron abandonar aquel camino. Conscientes de que hay cosas que ocurren una vez en la vida y es bueno que sea así. Trinity fue lo que fue. Un momento único e irrepetible. Y Sharon no fue. Y gracias a ello tal vez tengamos a los Junkies todavía entre nosotros. Grabando álbumes que nos siguen emocionando y sorprendiendo. Surcando la carretera. En fin, existiendo.


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