22/10/22

Existe la música porque existe Dylan


Existen las palabras porque algo teníamos que inventar para intentar poner sentido a todo este caos que nos rodea. Y luego existe Bob Dylan, un tipo que hace décadas decidió subirse a un escenario para ya nunca bajarse, bailar con las musas cada noche y, sobre todo, impedir que los que intentamos poner un poco de orden en el caos de la música garabateando palabras sobre un papel nos quedemos sin ellas. Describir la música de Dylan a día de hoy resulta quimérico. Sus canciones se empeñan en no caer en ninguna categoría. Caminan por la línea fina del swing, atronan como un blues oxidado, guiñan de reojo a ese folk con el que el de Duluth dio sus primeros pasos en la música. Tienen un poco de todo lo que resuena en los viejos transistores, pero miran de tú a tú al presente con la convicción de que el único arte posible y necesario es el que habla de nuestro tiempo.

Tal vez por ello Dylan, el de hoy, el que cumplió 81 años hace unos meses, sigue empeñando en plantar batalla. En su concierto del pasado jueves en el Palladium londinense -segundo de una serie que llegará a su final el lunes de la semana próxima- volvió a demostrarlo. Y lo hizo renunciando por completo a sus canciones más universales, centrándose en ese maravilloso y majestuoso disco de 2020 titulado Rough & Rowdy Ways. Un álbum de tintes bíblicos y costuras frágiles, fin de una época y puerta de entrada a lo que vendrá. Quizás la colección de canciones más relevante en lo que llevamos de milenio. Un disco que rinde tributo al siglo de Marthin Luther King Thelonious Monk y Jack Kerouac; pero que, lejos de caer en la nostalgia, bombea sabiduría actual. Como canta el propio Dylan en Key West, Rough & Rowdy Ways es donde uno acude cuando busca un pedazo de inmortalidad.

Algo parecido podría decirse de los conciertos del artista norteamericano. Ingobernable, en constante tensión con su propia música, hace tiempo que quedó claro que uno no acude a un recital de Dylan por simple satisfacción personal. No es sólo que evite por completo su repertorio más recordado. Es primera y principalmente ese sonido imposible de definir, ancestral y enraizado al mismo tiempo, vanguardista, espinoso, capaz de retorcer cualquier canción hasta hacerla completamente irreconocible. Una melodía que no termina de posarse del todo, un acorde que se repite hasta la extenuación hasta convertirse en polvo, una banda que nunca cae en el defecto de seguir al pie de la letra los designios de su líder. Ver a Dylan sobre un escenario se asemeja a echar un vistazo por la mirilla del taller de un artesano. Un cierto pudor, una sensación de estar colándose en algo demasiado privado como para poder llegar a entenderlo por completo, circula en el ambiente. Probablemente no deberíamos estar aquí. Y sin embargo estamos porque la curiosidad es más fuerte.

A cambio el de Duluth nos regala una de esas noches inolvidables. Difíciles de relatar. Las canciones, algunas despojadas de sus ropajes, otras destiladas hasta convertirse en una caricatura de sí mismas, se agolpan unas con otras. También los sentimientos. Los de Dylan y los nuestros. I contain multitudes, la canción que abre Rough & Rowdy Ways, aparece al principio de la noche para darnos un respiro. La interpretación del minesotarra, cristalina y directa al hueso, deja al desnudo aquella galería de imágenes mágicas. “I paint landscapes / I paint nudes...”. Nunca Dylan había cantado tan bien como en esta canción. Con tanto convencimiento, con la sabiduría que da la carretera y con la majestuosidad del rapsoda. Al menos esa es la sensación que flota en el ambiente hasta que llega I've Made Up My Mind to Give Myself to You, donde incluso la propia voz del cantante parece quebrarse de la emoción. Insisto, nunca Dylan había cantado tan bien como en Rough & Rowdy Ways. Su voz rajada, inmensa, vital, es capaz de pasar del susurro al aullido sin pestañear. Interpreta, habita, reconforta verle acercarse a un micrófono.

En Londres elige como es costumbre situarse detrás del piano, del que apenas se separará exceptuando un par de momentos en los que se acerca al escenario para sentir la reverencia del público. La banda, en riguroso negro, se despliega a lo largo del escenario, con el guitarrista Doug Lancio agazapado tras el maestro de ceremonias, mirando de reojo al libro de partituras del falso profeta, intentando quizás captar algo de esa magia por encima del hombro de Dylan. Él es hilo que une al de Duluth con el resto de la formación, el traductor que hace que el lenguaje fluya por el resto del escenario. De fondo una gran cortina roja, del tono que hubiera vuelto loco a David Lynch, arroja las sombras de los músicos. La escena es sencilla, tétrica y majestuosa. Y en el centro, un poco escorado a la derecha, Dylan desde su piano-púlpito, lanzado sus proclamas y refranes. Podría ser una iglesia del Mississippi profundo, podría ser el bar en el que uno se toma su última copa antes de dirigirse al hades.

Subrayando lo primero, Dylan escoge alguna de sus canciones más bíblicas para completar el repertorio más allá de Rough & Rowdy Ways. Watching The River Flow abre la velada con la pedal steel de Donnie Harron dibujando aquella melodía de western-swing. I'll Be Your Baby Tonight -favorita personal y uno de los momentos estelares de la noche- y To Be Alone with You recuperan al Dylan de Woodstock, al obsesionado con el magma literario del Antiguo Testamento, al apostol de la vida sencilla, al Johnny Cash de levita y misa dominical. John Wesley Harding y Nashville Harding. Poco más que añadir. Más abiertamente profética, Gotta Serve Somebody conecta directamente con ese Dylan de fe cristiana, aunque todavía afilado y sarcástico. “You gonna have to serve somebody / it may be the debil or it may be the Lord”, canta el norteamericano navegando en el río que separa el blues del gospel.

Tal vez aplicándose el cuento, Dylan y su banda deciden rendir pleitesía al propio diablo con alguno de los blues más descarnados y crudos que se recuerdan. Cross the Rubicon ruge con la base rítmica de Tony Garnier -no encontraréis un bajista más elegante y fibroso en este negocio- y Charlie Drayton -su versatilidad y espíritu aventurero siempre llevan las canciones a lugares inesperados-. Incluso Lancio y Dylan se atreven a improvisar un pequeño pasaje de lucimiento instrumental en mitad de la canción emulando los pasajes asfaltados de Highway 61. Pero nada nos había preparado para el escalofrío que uno siente en el espinazo cada vez que el cantante enfila el estribillo de Goodbye Jimmy Reed. Una nota un poco más sostenida, una sílaba más larga de la habitual y todo el teatro parece venirse abajo. Como dice el refrán: the devil is in the details. Los detalles. De eso va un concierto de Dylan. No de grandes gestos, si no de pequeñas sorpresas que esperan agazapadas después de cada giro de la melodía. Para cuando algunos se enteren, cuando los que acuden a los recitales del bardo de Duluth para escuchar sus éxitos o sentir el plácido gusto de la melodía reconocible, ya será demasiado tarde.

Más balsámica y transparente, reducida a su mínima expresión, Key West sopla como una brisa de aire fresco sobre las tablas del Palladium. Tal vez menos marinera que en su versión de estudio. Más anclada en tierra firme. Permanece, eso sí, al borde del acantilado, allí donde cualquier cosa puede ocurrir. Un horizonte que, en el caso de su versión en la capital británica, termina convirtiéndose en una simple línea que separa el mar de la roca. Tanto es así que cuando la canción enfila su coda instrumental Dylan decide ocultarse por completo detrás del piano. Un último truco del mago de Minnesotta. En ese momento, con el artista escondido tras su obra, convertido en una simple sombra, uno parece rozar la inmortalidad de la que habla la canción. Y como en el viejo mito de la caverna de Platón, todo parece convertirse en copia y simulacro. En la sombra de una sombra de una sombra. En el reflejo de esa pizca de originalidad que vio nacer este mundo y que todavía permanece en algunas cosas. Dylan, qué duda cabe, la tuvo, la sigue teniendo y por eso sigue siendo único. Original como ninguno.

Sólo así se explica que encare una canción como When I Paint My Masterpiece de la manera que lo hace en Londres. Iconoclasta, picassiana, la pieza muta varias veces de piel, pasando del jazz al folk y coqueteando con el blues. Una auténtica tour de force que no desdibuja los contornos de una de las composiciones más bonitas en el cancionero del norteamericano. Que en el Palladium decida convertirla en un garabato cubista dice mucho de su compromiso con su arte. No importa lo perfectas que sean sus obras maestras del pasado. Sólo son excusas para seguir intentando escribir una nueva. Por suerte, eso sí, Dylan y su banda respetan en la medida de lo posible un himno como Every Grain of Sand. Hay cosas que, incluso para un tipo como Dylan, son sagradas.

Con la armónica del cantante bombeando las últimas notas de la canción de 1981 se cierra su set en el capital inglesa. Si alguno se asomara de nuevo al patio de butacas podría afirmar que nada se ha movido desde el comienzo de la velada. Los músicos, casi como marionetas, permanecen en su sitio como si les hubieran pegado los pies al escenario. Aquella cortina roja sigue ondeando como si nada al fondo de la escena. Y esa luz de biblioteca en lo alto del piano de Dylan, una pequeña lámpara que parece apuntar directamente a las manos del genio de Duluth, alumbra en la misma dirección. Un cuadro en apariencia inmóvil, fresco de contraluces barroco, naturaleza muerta para algunos. 

Para otros, para los que acudimos a sus conciertos con la sensación de que Dylan ya no nos debe nada, los que admiramos que siga al pie del cañón, los que venimos a sorprendernos con la gran música sin adjetivos ni etiquetas. Para nosotros Dylan sigue existiendo en este mundo. No como una reliquia del pasado, si no como el tipo de voz rajada que sigue emocionándonos con su sabiduría centenaria y su manera de interpretar el mundo. Existen las palabras porque Dylan eligió ser poeta. Existe la música porque Dylan sigue surcando la carretera y subiéndose a un escenario. A eso fuimos a dar fe el pasado jueves al Palladium londinense. Y el resto resulta accesorio.


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