6/12/13

El oasis country de Cowboy Junkies


La primera vez que uno coge el elepé con sus manos cree estar ante uno de esos discos piratas de factura amateur. La austeridad de la foto, la sencillez de la tipografía que la encabeza y aquel pequeño rótulo que reza “The Trinity Session” apuntan a ello. Un disco perdido en el tiempo, que bien podría haber sido grabado en 1987 como en 1970. Aquella fotografía congelada arroja más interrogantes que respuestas. ¿Quiénes son esos cuatro tipos a la luz de una lámpara? ¿Qué hacen? ¿Se conocen entre ellos? ¿Son efectivamente los integrantes de la banda que firma el disco?

Corre el año 1987 y los Cowboy Junkies se preparan para la grabación de su segundo trabajo. Los últimos meses han estado marcados a fuego por la carretera y los moteles sin estrellas que lucir en su fachada. Cuando no por las casas de amigos y fans. La eterna universidad del músico, la caravana serpenteando montaña arriba y abajo, parece haber hecho mella en estos cuatro músicos de la escena independiente de Toronto. Al menos los suficiente como para cambiar sus viejos vinilos de blues por una nueva escuela de la canción: el country. La vieja tradición del songwriter polvoriento, vagando por el desierto a lomos de su guitarra, el mito del vaquero solitario, parece encajar perfectamente en el tono confesional y reposado de estos cuatro músicos.

“Eran días en los que pasar la noche en una habitación de hotel marcaba la diferencia entre comer al día siguiente o pagar la gasolina que nos llevara a la siguiente ciudad”, asegura Michael Timmins, guitarrista de la formación. Con esta mentalidad austera, de músico nómada, no era raro que cada noche fuera una aventura buscar un lugar en el que dormir unas cuantas horas antes de la siguiente parada. Tampoco que la velada acabara en la casa de un amigo intercambiando impresiones al calor de canciones y discos. Oportunidad única para descubrir nuevos territorios sonoros.

Con el paso de los meses comienza a tomar forma el segundo disco de la banda. Un álbum que pretende rendir tributo a la vieja tradición de la canción norteamericana, a esos cuentos de bandidos y escritores capaces de crear una historia en los apenas tres minutos que dura la cara de un single. La canción, el gran invento del siglo XX. La manera perfecta de captar un estado de ánimo, un lugar, una época. No importa que la firme Johnny Cash o Johnny Ramone. Al final hay algo en común en todos aquellas fantasías de papel y guitarra.

Por suerte, si algo sobra en Norteamérica son maestros de la melodía. Aquellas semanas vagando por el asfalto no habían sido en vano y, a su regreso a Toronto, Cowboy Junkies cuentan con el dinero de la venta de 3000 copias de su primer trabajo -todo un botín para una banda de la escena subterránea canadiense- y unas cuantas ideas para volver a entrar al estudio. De hecho, a su paso por Washington, aprovechan la oportunidad para hacerse con la colección de clásicos del country de la Biblioteca Smithsonian. Una caja que recopila un centenar de cortes firmados por The Carter Family o Patsy Cline. También aparecen los cowboys más modernos como Kris Kristofferson o Emmylou Harris. En un momento en el que la música de raíces volvía recobrar el pulso con la llegada de voces como Dwight Yokum o Steve Earle, era de esperar que alguno se atreviera a recuperar a los viejos profesores del género. Algo que, en plena explosión de la música alternativa, tenía algo de provocador; pero que, con la llegada de la década de los noventa, inauguraría la veta del country alternativo.

No obstante, no todo eran banjos y canciones rurales en aquellos viajes por el sur de Estados Unidos. Seducidos por la lírica del país vecino, Cowboys Junkies vieron la oportunidad de rendir tributo también a aquellos otros héroes que habían marcado el gran crisol yankee. Songwriters que no lucían sombrero de ala ancha ni maneras tradicionales. Artistas que cambiaban las botas de cuero por las chaquetas oscuras y las gafas de sol. El poncho por el tupé. Jimmy Rodgers por Elvis Presley. Forjados al calor de las farolas y las aceras, estos poetas urbanos cantaban a los yonkis y los borrachos, a las almas solitarias que vagaban entre la Quinta Avenida y el río Hudson. Sí, aquel rock&roll narcótico, con olor a nicotina y pintalabios de Lou Reed también encajaba en el modus operandi de los Cowboys Junkies. Con él se completaba el mosaico con el que se presentarían en la iglesia de Trinity cuatro jóvenes músicos canadienses. El calendario marcaba ese día como 27 de Noviembre de 1987.

Con los años aquella jornada ha terminado por adquirir tintes de leyenda. Como esas viejas historias que uno cuenta a sus nietos, los Cowboy Junkies nunca han podido evitar ser preguntados una y otra vez por aquella grabación hecha entre altares y santos. Un lugar insólito para una banda de rock, pero, que, de alguna manera, terminó por convertirse en uno de los personajes de aquella rocambolesca historia en la que no faltaron visitantes inesperados, sobornos a guardias de seguridad y unas cuantas pizzas para llenar el estómago entre toma y toma. De hecho, cada vez que alguien les invita a recordar aquellas sesiones, los canadienses aseguran -media en broma, medio en serio- que fueron aquellos tentempiés a media tarde los que terminaron engordando el presupuesto de la grabación. Y puede que así sea.

Con el acicate que da la falta de recursos, los Cowboys Junkies estuvieron varias semanas barajando opciones para registrar aquellas colección de canciones que habían surgido entre el desierto de Arizona y los clubes de Texas. En ninguna de ellas, claro, se planteaba la posibilidad de entrar en un estudio profesional. Por suerte el cuarteto conocía desde hacía un tiempo a Peter Moore, productor local que dedicaba buena parte de sus horas de trabajo a grabar a pequeñas bandas de jazz y alguna que otra pieza sinfónica. Moore, a pesar de su currículo, nunca perdía la oportunidad de hacer un hueco en su agenda para formaciones que se salían de su habitual radar. Fue así como fue a topar con los Cowboy Junkies, interesados en utilizar una vieja iglesia del centro Toronto, empleada desde hace años como estudio casero gracias a sus estupendas condiciones acústicas.

La ocasión, sin embargo, era diferente. Primero porque la posibilidad de que el párroco admitiera que una banda con aquel nombre entrara en Trinity era más que remota. La solución, sencilla a pesar de todo. Si uno acude a los registros de la iglesia de aquel día comprobará que unos tales The Timmins Singers estaban grabando un especial navideño para la emisora CBC. Nada más lejos de la realidad, claro. Bajo aquel rótulo se escondían los cuatro integrantes de Cowboy Junkies, que habían empleado el apellido familiar para despistar a los más suspicaces. Más complicado fue sortear el siguiente obstáculo.

Hasta la fecha la iglesia sólo había albergado grabaciones de grupos acústicos, mayormente bandas asociadas al jazz o la música de cámara. Peter Moore nunca se había planteado el reto de llevar a cabo una sesión con instrumentos eléctricos. Tampoco la grabación de una voz. A aquello se sumaba la insistencia de la banda en repetir la fórmula con la que habían trabajado en su primer disco. Esto es: “un micrófono, dos pistas, todos tocando al mismo tiempo.” Una sesión a la vieja usanza, sin trampa ni cartón, lejos de las grabaciones pomposas que habían marcado buena parte de la música de los ochenta. Si, en esto los Cowboy Junkies también navegaban a contracorriente sin saberlo.

Con los años aquella técnica rudimentaria, casi de otro siglo, ha adquirido categoría de moda. Llámese lo-fi. Lustrosa palabra que designa sin más aquellas grabaciones en las que se intenta respetar la cinta en bruto, evitando enmiendas y tachones, dejando el producto fresco y sin cocinar a disposición del oyente. Música, a fin de cuentas. Sin aditivos ni añadidos. Sólo unos cuantos músicos grabando aquello que sale de sus instrumentos. La vieja magia de la melodía convertida en cedé sin más filtros que un micrófono y una máquina que ponga en orden las pistas. O ni tan siquiera esto último.

“Así fue como se mezcló el sonido grabado: moviendo físicamente los instrumentos. Si alguien tenía un solo tocaba un poco más alto (en el caso de una guitarra eléctrica) o acercarse físicamente al micrófono (en el caso de algo como una mandolina).” Amateurismo al cubo. Puzzle de geométricas dimensiones si tenemos en cuenta que en algunos cortes del disco se pueden escuchar hasta nueve músicos a la vez. Espoleados por la llamada de la tradición sonora norteamericana, el siguiente paso era dotar de contenido musical a aquellas ideas. Si para su primer trabajo el clásico formato bajo-guitarra-batería había cumplido con creces a la hora de releer a los clásicos del blues, con el country la cosa exigía hacer algunas llamadas. Así fue como el cuarteto de Toronto terminaría conociendo a Jeff Bird, músico hábil con la armónica, el fiddle y la mandolina, que después de participar en la sesión de Trinity se sacaría el pasaporte para acompañar a la banda en todas sus giras hasta el día de hoy.

No sería el único que se uniría a la fiesta. El acordeón de Jaro Czwewinec terminaría coloreando el ritmo de vals nocturno de To Love Is To Bury. Para 200 More Miles, “nuestra canción de carretera” en palabras de Michael Timmins, era evidente que necesitaban añadir el sonido de una pedal steel guitar. Kim Deschamps, otro viejo conocido de la banda, hizo los honores, además de prestar sus servicios con el dobro y la slide guitar. Más básica, pinchando en el hueso de la canción, aparece la relectura del Sweet Jane de la Velvet, para la que Cowboy Junkies recuperaron fielmente la toma del directo de Max's Kansas City.

Para la cierre de la jornada los músicos dejaron Walking After Midnight, una pieza, más bien un boceto, en la que los nueve participantes debían improvisar sobre una melodía. La canción cogería forma a la primera toma, siendo escogida para clausurar la edición original del álbum. Broche de oro, recordatorio “de un grupo de gente cansada, todavía satisfecha, celebrando el final de un largo pero extremadamente exitoso día.” Cowboy Junkies lo habían logrado. En doce horas tenían grabado, mezclado y empaquetado su nuevo disco. O casi.

Las prisas y el cansancio habían hecho que la banda se olvidara de lo más sencillo. Preocupados por dar solución a los problemas que planteaba aquella manera de grabar rústica y seca, sin concesiones a la floritura, el cuarteto había ido registrando las canciones intentando mantener el equilibrio en aquel castillo de naipes. Esto es, comenzando por aquellas canciones en las que sólo participaban los cuatro miembros, para ir añadiendo uno a uno los otros instrumentos hasta cerrar el círculo con los nueve sobre el altar. Sin embargo, con las prisas nadie se percató de que había un corte en el que tan solo era necesario un músico.

Si uno pincha hoy el disco lo primero que oye es la voz de Margo Timmins interpretando a capella Mining For Gold, una letra rescatada del baúl de las melodías tradicionales. Majestuosa, limpia y reivindicativa. Una pieza que no pudo ser registrada en aquel 27 de Noviembre, olvidada entre la satisfacción del trabajo bien hecho y el cansancio después de más de doce horas de grabación. Y grabada, por suerte para nosotros, unos días después en aquella misma iglesia de Trinity, en el transcurso de una de aquellas rutinarias sesiones llevadas a cabo por Peter Moore. Allí, ante la despistada mirada de los músicos de la Sinfónica de Toronto, la cantante registraría dos tomas de la canción, cerrando la grabación de The Trinity Session. Una docena de canciones que nos enseñan que en aquel mundo de guitarras saturadas y guerras globales todavía quedaba hueco para las pequeñas cosas. Un oasis sin fecha de caducidad al que seguir acudiendo un cuarto de siglo después.

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