La primera vez que uno coge el elepé
con sus manos cree estar ante uno de esos discos piratas de factura
amateur. La austeridad de la foto, la sencillez de la
tipografía que la encabeza y aquel pequeño rótulo que reza “The
Trinity Session” apuntan a ello. Un disco perdido en el tiempo, que
bien podría haber sido grabado en 1987 como en 1970. Aquella
fotografía congelada arroja más interrogantes que respuestas.
¿Quiénes son esos cuatro tipos a la luz de una lámpara? ¿Qué
hacen? ¿Se conocen entre ellos? ¿Son efectivamente los integrantes
de la banda que firma el disco?
Corre el año 1987 y los Cowboy
Junkies se preparan para la grabación de su segundo trabajo. Los
últimos meses han estado marcados a fuego por la carretera y los
moteles sin estrellas que lucir en su fachada. Cuando no por las
casas de amigos y fans. La eterna universidad del músico, la
caravana serpenteando montaña arriba y abajo, parece haber hecho
mella en estos cuatro músicos de la escena independiente de Toronto.
Al menos los suficiente como para cambiar sus viejos vinilos de blues
por una nueva escuela de la canción: el country. La vieja tradición
del songwriter
polvoriento, vagando por el desierto a lomos de su guitarra, el mito
del vaquero solitario, parece encajar perfectamente en el tono
confesional y reposado de estos cuatro músicos.
“Eran días en los que pasar la noche
en una habitación de hotel marcaba la diferencia entre comer al día
siguiente o pagar la gasolina que nos llevara a la siguiente ciudad”,
asegura Michael Timmins, guitarrista de la formación. Con
esta mentalidad austera, de músico nómada, no era raro que cada
noche fuera una aventura buscar un lugar en el que dormir unas
cuantas horas antes de la siguiente parada. Tampoco que la velada
acabara en la casa de un amigo intercambiando impresiones al calor de
canciones y discos. Oportunidad única para descubrir nuevos
territorios sonoros.
Con el paso de los meses comienza a
tomar forma el segundo disco de la banda. Un álbum que pretende
rendir tributo a la vieja tradición de la canción norteamericana, a
esos cuentos de bandidos y escritores capaces de crear una historia
en los apenas tres minutos que dura la cara de un single. La canción,
el gran invento del siglo XX. La manera perfecta de captar un estado
de ánimo, un lugar, una época. No importa que la firme Johnny
Cash o Johnny Ramone. Al final hay algo en común en todos
aquellas fantasías de papel y guitarra.
Por suerte, si algo sobra en
Norteamérica son maestros de la melodía. Aquellas semanas vagando
por el asfalto no habían sido en vano y, a su regreso a Toronto,
Cowboy Junkies cuentan con el dinero de la venta de 3000
copias de su primer trabajo -todo un botín para una banda de la
escena subterránea canadiense- y unas cuantas ideas para volver a
entrar al estudio. De hecho, a su paso por Washington, aprovechan la
oportunidad para hacerse con la colección de clásicos del country
de la Biblioteca Smithsonian. Una caja que recopila un
centenar de cortes firmados por The Carter Family o Patsy
Cline. También aparecen los cowboys más modernos como
Kris Kristofferson o Emmylou Harris. En un momento en
el que la música de raíces volvía recobrar el pulso con la llegada
de voces como Dwight Yokum o Steve Earle, era de
esperar que alguno se atreviera a recuperar a los viejos profesores
del género. Algo que, en plena explosión de la música alternativa,
tenía algo de provocador; pero que, con la llegada de la década de
los noventa, inauguraría la veta del country alternativo.
No obstante, no todo eran banjos y
canciones rurales en aquellos viajes por el sur de Estados Unidos.
Seducidos por la lírica del país vecino, Cowboys Junkies
vieron la oportunidad de rendir tributo también a aquellos otros
héroes que habían marcado el gran crisol yankee. Songwriters
que no lucían sombrero de ala ancha ni maneras tradicionales.
Artistas que cambiaban las botas de cuero por las chaquetas oscuras y
las gafas de sol. El poncho por el tupé. Jimmy Rodgers por
Elvis Presley. Forjados al calor de las farolas y las aceras,
estos poetas urbanos cantaban a los yonkis y los borrachos, a
las almas solitarias que vagaban entre la Quinta Avenida y el río
Hudson. Sí, aquel rock&roll narcótico, con olor a nicotina y
pintalabios de Lou Reed también encajaba en el modus
operandi de los Cowboys Junkies. Con él se completaba el
mosaico con el que se presentarían en la iglesia de Trinity
cuatro jóvenes músicos canadienses. El calendario marcaba ese día
como 27 de Noviembre de 1987.
Con los años aquella jornada ha
terminado por adquirir tintes de leyenda. Como esas viejas historias
que uno cuenta a sus nietos, los Cowboy Junkies nunca han
podido evitar ser preguntados una y otra vez por aquella grabación
hecha entre altares y santos. Un lugar insólito para una banda de
rock, pero, que, de alguna manera, terminó por convertirse en uno de
los personajes de aquella rocambolesca historia en la que no faltaron
visitantes inesperados, sobornos a guardias de seguridad y unas
cuantas pizzas para llenar el estómago entre toma y toma. De hecho,
cada vez que alguien les invita a recordar aquellas sesiones, los
canadienses aseguran -media en broma, medio en serio- que fueron
aquellos tentempiés a media tarde los que terminaron engordando el
presupuesto de la grabación. Y puede que así sea.
Con el acicate que da la falta de
recursos, los Cowboys Junkies estuvieron varias semanas
barajando opciones para registrar aquellas colección de canciones
que habían surgido entre el desierto de Arizona y los clubes de
Texas. En ninguna de ellas, claro, se planteaba la posibilidad de
entrar en un estudio profesional. Por suerte el cuarteto conocía
desde hacía un tiempo a Peter Moore, productor local que
dedicaba buena parte de sus horas de trabajo a grabar a pequeñas
bandas de jazz y alguna que otra pieza sinfónica. Moore, a pesar de
su currículo, nunca perdía la oportunidad de hacer un hueco en su
agenda para formaciones que se salían de su habitual radar. Fue así
como fue a topar con los Cowboy Junkies, interesados en
utilizar una vieja iglesia del centro Toronto, empleada desde hace
años como estudio casero gracias a sus estupendas condiciones
acústicas.
La ocasión, sin embargo, era
diferente. Primero porque la posibilidad de que el párroco admitiera
que una banda con aquel nombre entrara en Trinity era más que
remota. La solución, sencilla a pesar de todo. Si uno acude a los
registros de la iglesia de aquel día comprobará que unos tales
The Timmins Singers estaban grabando un especial navideño para
la emisora CBC. Nada más lejos de la realidad, claro. Bajo
aquel rótulo se escondían los cuatro integrantes de Cowboy
Junkies, que habían empleado el apellido familiar para
despistar a los más suspicaces. Más complicado fue sortear el
siguiente obstáculo.
Hasta la fecha la iglesia sólo había
albergado grabaciones de grupos acústicos, mayormente bandas
asociadas al jazz o la música de cámara. Peter Moore nunca
se había planteado el reto de llevar a cabo una sesión con
instrumentos eléctricos. Tampoco la grabación de una voz. A aquello
se sumaba la insistencia de la banda en repetir la fórmula con la
que habían trabajado en su primer disco. Esto es: “un micrófono,
dos pistas, todos tocando al mismo tiempo.” Una sesión a la vieja
usanza, sin trampa ni cartón, lejos de las grabaciones pomposas que
habían marcado buena parte de la música de los ochenta. Si, en esto
los Cowboy Junkies también navegaban a contracorriente sin
saberlo.
Con los años aquella técnica
rudimentaria, casi de otro siglo, ha adquirido categoría de moda.
Llámese lo-fi. Lustrosa palabra que designa sin más aquellas
grabaciones en las que se intenta respetar la cinta en bruto,
evitando enmiendas y tachones, dejando el producto fresco y sin
cocinar a disposición del oyente. Música, a fin de cuentas. Sin
aditivos ni añadidos. Sólo unos cuantos músicos grabando aquello
que sale de sus instrumentos. La vieja magia de la melodía
convertida en cedé sin más filtros que un micrófono y una máquina
que ponga en orden las pistas. O ni tan siquiera esto último.
“Así fue como se mezcló el sonido
grabado: moviendo físicamente los instrumentos. Si alguien tenía un
solo tocaba un poco más alto (en el caso de una guitarra eléctrica)
o acercarse físicamente al micrófono (en el caso de algo como una
mandolina).” Amateurismo
al cubo. Puzzle de geométricas dimensiones si tenemos en cuenta que
en algunos cortes del disco se pueden escuchar hasta nueve músicos a
la vez. Espoleados por la llamada de la tradición sonora
norteamericana, el siguiente paso era dotar de contenido musical a
aquellas ideas. Si para su primer trabajo el clásico formato
bajo-guitarra-batería había cumplido con creces a la hora de releer
a los clásicos del blues, con el country la cosa exigía hacer
algunas llamadas. Así fue como el cuarteto de Toronto terminaría
conociendo a Jeff Bird, músico hábil con la armónica, el
fiddle y la mandolina, que después de participar en la sesión
de Trinity se sacaría el pasaporte para acompañar a la banda en
todas sus giras hasta el día de hoy.
No sería el único que se uniría a la
fiesta. El acordeón de Jaro Czwewinec terminaría coloreando
el ritmo de vals nocturno de To
Love Is To Bury. Para 200
More Miles, “nuestra canción de carretera” en
palabras de Michael Timmins, era evidente que necesitaban
añadir el sonido de una pedal steel guitar. Kim Deschamps,
otro viejo conocido de la banda, hizo los honores, además de prestar
sus servicios con el dobro y la slide guitar. Más
básica, pinchando en el hueso de la canción, aparece la relectura
del Sweet Jane de la
Velvet, para la que Cowboy Junkies recuperaron
fielmente la toma del directo de Max's Kansas City.
Para la cierre de la jornada los
músicos dejaron Walking After Midnight, una pieza, más bien
un boceto, en la que los nueve participantes debían improvisar sobre
una melodía. La canción cogería forma a la primera toma, siendo
escogida para clausurar la edición original del álbum. Broche de
oro, recordatorio “de un grupo de gente cansada, todavía
satisfecha, celebrando el final de un largo pero extremadamente
exitoso día.” Cowboy Junkies lo habían logrado. En doce
horas tenían grabado, mezclado y empaquetado su nuevo disco. O casi.
Las prisas y el cansancio habían hecho
que la banda se olvidara de lo más sencillo. Preocupados por dar
solución a los problemas que planteaba aquella manera de grabar
rústica y seca, sin concesiones a la floritura, el cuarteto había
ido registrando las canciones intentando mantener el equilibrio en
aquel castillo de naipes. Esto es, comenzando por aquellas canciones
en las que sólo participaban los cuatro miembros, para ir añadiendo
uno a uno los otros instrumentos hasta cerrar el círculo con los
nueve sobre el altar. Sin embargo, con las prisas nadie se percató
de que había un corte en el que tan solo era necesario un músico.
Si uno pincha hoy el disco lo primero
que oye es la voz de Margo Timmins interpretando a capella
Mining For Gold, una letra rescatada del baúl de las melodías
tradicionales. Majestuosa, limpia y reivindicativa. Una pieza que no
pudo ser registrada en aquel 27 de Noviembre, olvidada entre la
satisfacción del trabajo bien hecho y el cansancio después de más
de doce horas de grabación. Y grabada, por suerte para nosotros,
unos días después en aquella misma iglesia de Trinity, en el
transcurso de una de aquellas rutinarias sesiones llevadas a cabo por
Peter Moore. Allí, ante la despistada mirada de los músicos
de la Sinfónica de Toronto, la cantante registraría dos tomas de la
canción, cerrando la grabación de The Trinity Session. Una
docena de canciones que nos enseñan que en aquel mundo de guitarras
saturadas y guerras globales todavía quedaba hueco para las pequeñas
cosas. Un oasis sin fecha de caducidad al que seguir acudiendo un
cuarto de siglo después.
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