En el cruce entre Barrow Street y
Washington Place todavía se alza una señal que recuerda a un músico
folk fallecido hace ahora diez años. Posiblemente muy pocos de los
turistas que pasean por el barrio neoyorquino de Greenwich se paren
un segundo a contemplarla. Muchos menos sabrán a quién se refiere
aquel nombre de origen holandés. Dave Van Ronk Street fue
rebautizada en 2004 tras la muerte de ese artista olvidado durante
años, pero cuya sombra sigue alargándose en el tiempo. Un pequeño
homenaje para un cantante que, a pesar de haber ayudado a saltar a la
fama a algunos de los más importantes artistas de la década de los
sesenta, terminó renunciando a la lucha, harto de una escena
convertida en caricatura y lucha de egos.
Su historia, condenada al fracaso, ha
sido llevada al cine estos días por los hermanos Coen en Inside Llewyn Davis. O al menos una versión de ella. No obstante, Dave Van Ronk
ya había tenido su minuto de fama cinematográfico en No Direction
Home, película canónica de Scorsese dedicada al bardo Dylan. Allí,
en apenas dos minutos de entrevista, el propio artista es capaz de
trazar su biografía con apenas una pincelada. Una simple anécdota
le basta. Los que hayan visto una y otra vez la cinta la recordarán
con nitidez. Un Van Ronk en el invierno de la vida, evitando
cualquier revanchismo, cuenta cómo el de Minnesota le robó una
canción para el que terminaría siendo su álbum de debut.
Refresquemos la memoria. 1961 llega a su
final y un Dylan todavía imberbe, buscando hacerse un nombre en la
nueva eclosión folk, pero lejos todavía de su mejor faceta como
compositor, decide tirar de repertorio tradicional para construir su
primer disco. En estas se encuentra con una House of The Rising Sun
aún inédita en el mercado pop, que había sido arreglada hace un
par de años por su amigo Dave Van Ronk. El olfato de Dylan no falla:
estamos ante un clásico. Sin la destreza suficiente como para
llevarla a su terreno, el cantante decide copiar punto por punto la
versión de Van Ronk. El final de la historia es de sobre conocido.
Dylan: “¿Te importa que tome prestado tu arreglo de House of The
Rising Sun?” Van Ronk: “No, por supuesto.” Dylan: “Vale,
porque ya lo he grabado.”
Lo que sigue también es de dominio
público. El de Duluth termina convirtiéndose en nuevo profeta del
Greenwich neoyorquino para, acto seguido, reírse a carcajadas de
todo el asunto con su incursión en el terreno del rock. Mientras,
Van Ronk, de perfil más modesto, sigue buscándose las habichuelas,
ayudando a todo aquel que pone sus pies por primera vez en el
vecindario (Joni Mitchell pasó por su piso antes de convertirse en
la reina de Laurel Canyon), peleándose con productores que ven en el
revival folk y blues otro filón a explotar, manteniendo la llama
encendida de las canciones.
Asusta pensarlo, pero hubo un tiempo en
el que a nadie le importaba quién era el autor de una determinada
melodía. Tanto, que aquella falta de interés, hacía que ese
pequeño detalle se perdiera en el tiempo. Ausente la firma, la
canción pasaba a dominio público, sin las cadenas de una autor
demasiado protector con su criatura. Así, House of The Rising Sun
podía transformarse en rhythm&blues pantanoso en voz de Eric
Burdon o recuperar su versión más cristalina en la voz de Dave Van
Ronk. Ain't No Grave Can Hold My Body Know en himno funerario en el
último disco de Johnny Cash o tomar la senda de la balada con un Van
Ronk en uno de los mejores momentos que se le recuerdan.
Por suerte no son pocos estos últimos.
Con una carrera alargada durante casi medio siglo, la producción del
neoyorquino adquiere tintes de biblioteca si advertimos que, además
de sus discos de estudio oficiales, encontramos un puñado de
sesiones en las que Van Ronk recoge algunas de sus composiciones, así
como tomas de algunas de las canciones que iba oyendo en sus
incursiones por los cafés del Greenwich. Poco interesado en
apropiarse de ellas, sus versiones, limpias, afectadas, con esa voz
profunda que le acompañó hasta el fin de sus días, lejos de
levantar acta, dejan que las historias, los versos, sigan volando a
sus anchas. No se trata de hacerlas propias, algo tan en boga en la
música popular, como convertirlas en propiedad comunal. Calentar las
almas al fogón de una guitarra y una voz. En ese Nueva York gélido
(así se empeñan en recordárnoslo Dylan y Suzie Rotolo en la
portada de The Freewhellin') había pocas maneras mejores de hacer
amistades que empuñar las seis cuerdas y comprar una botella de
licor en el establecimiento de la esquina. En el fondo, tampoco han
cambiado mucho las cosas.
Especialmente para Dave Van Ronk que
murió tras una vida sencilla. Y feliz. No, el norteamericano nunca
necesito crear un personaje, rodar una película, aparecer en la
portada de Vogue, para seguir cantando canciones. Si algo nos enseña
su historia es que basta un rincón y un pequeño micrófono para
hacerse oír. Prehistoria de la música popular. El pop antes del
pop. Música popular en pañales. También en lo que a estilos se
refiere. En aquel barrio de Manhattan el folk se había convertido en
una excusa para cantar a Woody Guthrie. Pero también a Robert
Johnson y Scott Joplin. El sur y la ciudad anudados en el traste de
una guitarra. Una nación cantando al unísono por un nuevo cambio,
que sería una mirada al pasado o no sería.
El tiempo terminaría convirtiendo el
revival folk en atracción de feria para beatniks y poetas en busca
de botellas vacías, sin embargo, hubo algunos que se resistieron a
la tentación. Entre ellos Dave Van Ronk que, como un Alan Lomax de
la canción, siguió manteniendo su perfil bajo, secundario frente a
unas canciones que seguían siendo las verdaderas protagonistas.
Quizás por ello, de haber seguido con vida, el reciente
recopilatorio editado por la Biblioteca Smithsonian (Down In
Washington Square) hubiera resultado demasiado abrumador para un tipo
como él, acostumbrado a los pequeños clubs y los escenarios
modestos. Una colección que, al igual que aquella pequeña señal en
Washington Place, sirve como acto de justicia ante uno de tantos
olvidados por la historia de la música.
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