11/4/14

Jesse Winchester, el folk que hizo llorar a América


Su nombre bien podía haber servido para bautizar a un pistolero del lejano oeste, sin embargo sus balas nunca fueron una amenaza para los amantes de la buena música. Se fue Jesse Winchester, aquel músico recordado por haber desafiado al gobierno de los Estados Unidos. Mientras los años sesenta amenazaban con ponerlo todo patas arriba, la guerra de Vietnam seguía ahí, como un recordatorio de que todavía quedaba mucho por hacer. En estas, la ruleta hizo que Winchester fuera llamado a filas. Triste destino para un tejedor de canciones que se ganaba la vida como podía a la orilla del río Mississippi. Él, más como un acto de cordura que como la hazaña de un héroe, decidió abandonar su hogar y no mirar atrás. “No quiero morir en la guerra”, aseguró en su momento. La huída le llevaría a Canadá, donde, ataviado con su traje de forajido sin patria ni rencor, comenzaría una carrera silenciosa y plácida. Al menos lo suficiente como para mantenerse en el negocio de la música durante casi medio siglo.

Winchester había nacido en 1944 al norte del estado Lousiana, aunque pronto se trasladaría a Memphis, cuna del primer gran sello del rock&roll, Sun Records. No obstante, el gusto musical del joven Jesse parecía estar alejado de los tupés y las guitarras eléctricas que comenzaban a llenar los garitos de la ciudad. Como casi todo adolescente con sueños había formado parte de diversas bandas en sus años de instituto, sin embargo, fue su exilio canadiense el que le terminó de reconducir hacia los sonidos de raíces. Instalado definitivamente en Quebec, durante meses se le pudo ver tocando a solas con su guitarra en los cafés de la ciudad. Primero echando mano de composiciones ajenas, para, pronto comenzar a firmar sus propias canciones, espoleado por la necesidad de contar una historia, su historia.

La suerte quiso que estas melodías desnudas, esa voz sin trampa ni cartón, llegaran a los oídos de Robbie Robertson, proyecto de estrella de rock, músico con las botas llenas de polvo y aventuras junto a The Band. Él fue el que terminaría dando forma a ese grupo de melodías paridas en la penumbra de las noches de vino y guitarra. Una colección honesta desde su mismo título -Jesse Winchester- en el que el compositor parecía recoger el crisol americano de los dos primeros discos de Robertson y su banda, aunque adaptándolo al lenguaje del compositor solitario. Allí encontramos folk de fina factura, pero también adornos country, derrapes blueseros y hasta algún coqueteo con el soul. Un molde que serviría a Winchester para parir otro par de álbumes exquisitos antes de que la década alcanzara el ecuador.

Comparado en múltiples ocasiones con James Taylor, su música parecía salir de lo más profundo de la tierra cultivada, de esa república invisible, América de raíces y baladas, que las modas han intentado enterrar sin éxito. Como aquel fuerte que el artista se había construido en Quebec huyendo de la guerra, Winchester y sus canciones permanecían ajenos al tiempo. Mientras, las cosas seguían su curso al otro lado de la frontera. La administración republicana de Nixon y Ford daba paso al primer presidente demócrata de la década. Sin duda, Estados Unidos había cambiado mucho desde que Winchester decidiera coger el petate y enfilar rumbo norte. Vietnam continuaba en la retina, como un fantasma, una herida que tardaría años en cicatrizar. Menos de los esperados gracias a algunos. La primera decisión del recién elegido Jimmy Carter fue amnistiar a todos los fugados y rebeldes que habían decidido saltarse la obligación de sumarse al ejercito. Eso incluía a un Jesse Winchester que, años después en una entrevista, reconocería que lo primero que hizo cuando conoció la noticia fue llorar. El forajido regresaba a casa. El músico obligado a huir, no por sus canciones, sino por sus convicciones, daba por concluido su exilio.

A partir de ese momento la carrera del artista seguiría su traqueteo lento y pausado, salpicada por unos cuantos discos casi siempre desnudos y frágiles. Ni las modas ni la siempre recurrente vuelta a las raíces le sacaron de su anonimato. Al menos hasta 2009, año en el que Winchester editaba Love Filling Station, primer disco de nuevo cuño en una década. Oportunidad única para reivindicar el legado de un corredor de fondo, sin mucho más que ofrecer que una guitarra sincera y un puñado de historias. Al menos eso debió pensar Elvis Costello, músico con un olfato especial para los escritores por encima de la media, que decidió invitarle a su programa televisivo. Aquel día también andaban por allí Neko Case y Ron Sexsmith, dos graduados en el arte de crear canciones. Incluso Sheryl Crow, que, a pesar de acaparar las emisoras de Nashville, mantiene viva la llama del country polvoriento siempre que tiene la oportunidad. Todos ellos mantuvieron el aliento cuando Winchester cogió el micrófono. Allí, en una esquina, con su barba blanca y sus pintas de artesano, sujetando la guitarra con la delicadeza de un ruiseñor, Jesse rompió el silencio del estudio con una interpretación memorable de Sham-A-Ling-Dong-Ding. Ese día no derramó ninguna lágrima. Sí lo hicieron el resto de espectadores, incluida la propia Neko Case, que no pudo contener la emoción al oír aquella voz cristalina. O those sweet old songs...

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