Su nombre bien podía haber servido
para bautizar a un pistolero del lejano oeste, sin embargo sus balas
nunca fueron una amenaza para los amantes de la buena música. Se fue
Jesse Winchester, aquel músico recordado por haber desafiado al
gobierno de los Estados Unidos. Mientras los años sesenta amenazaban
con ponerlo todo patas arriba, la guerra de Vietnam seguía ahí,
como un recordatorio de que todavía quedaba mucho por hacer. En
estas, la ruleta hizo que Winchester fuera llamado a filas. Triste
destino para un tejedor de canciones que se ganaba la vida como podía
a la orilla del río Mississippi. Él, más como un acto de cordura
que como la hazaña de un héroe, decidió abandonar su hogar y no
mirar atrás. “No quiero morir en la guerra”, aseguró en su
momento. La huída le llevaría a Canadá, donde, ataviado con su
traje de forajido sin patria ni rencor, comenzaría una carrera
silenciosa y plácida. Al menos lo suficiente como para mantenerse en
el negocio de la música durante casi medio siglo.
Winchester había nacido en 1944 al
norte del estado Lousiana, aunque pronto se trasladaría a Memphis,
cuna del primer gran sello del rock&roll, Sun Records. No
obstante, el gusto musical del joven Jesse parecía estar alejado de
los tupés y las guitarras eléctricas que comenzaban a llenar los
garitos de la ciudad. Como casi todo adolescente con sueños había
formado parte de diversas bandas en sus años de instituto, sin
embargo, fue su exilio canadiense el que le terminó de reconducir
hacia los sonidos de raíces. Instalado definitivamente en Quebec,
durante meses se le pudo ver tocando a solas con su guitarra en los
cafés de la ciudad. Primero echando mano de composiciones ajenas,
para, pronto comenzar a firmar sus propias canciones, espoleado por
la necesidad de contar una historia, su historia.
La suerte quiso que estas melodías
desnudas, esa voz sin trampa ni cartón, llegaran a los oídos de
Robbie Robertson, proyecto de estrella de rock, músico con las botas
llenas de polvo y aventuras junto a The Band. Él fue el que
terminaría dando forma a ese grupo de melodías paridas en la
penumbra de las noches de vino y guitarra. Una colección honesta
desde su mismo título -Jesse Winchester- en el que el compositor
parecía recoger el crisol americano de los dos primeros discos de
Robertson y su banda, aunque adaptándolo al lenguaje del compositor
solitario. Allí encontramos folk de fina factura, pero también
adornos country, derrapes blueseros y hasta algún coqueteo con el
soul. Un molde que serviría a Winchester para parir otro par de
álbumes exquisitos antes de que la década alcanzara el ecuador.
Comparado en múltiples ocasiones con
James Taylor, su música parecía salir de lo más profundo de la
tierra cultivada, de esa república invisible, América de raíces y
baladas, que las modas han intentado enterrar sin éxito. Como aquel
fuerte que el artista se había construido en Quebec huyendo de la
guerra, Winchester y sus canciones permanecían ajenos al tiempo.
Mientras, las cosas seguían su curso al otro lado de la frontera. La
administración republicana de Nixon y Ford daba paso al primer
presidente demócrata de la década. Sin duda, Estados Unidos había
cambiado mucho desde que Winchester decidiera coger el petate y
enfilar rumbo norte. Vietnam continuaba en la retina, como un
fantasma, una herida que tardaría años en cicatrizar. Menos de los
esperados gracias a algunos. La primera decisión del recién elegido
Jimmy Carter fue amnistiar a todos los fugados y rebeldes que habían
decidido saltarse la obligación de sumarse al ejercito. Eso incluía
a un Jesse Winchester que, años después en una entrevista,
reconocería que lo primero que hizo cuando conoció la noticia fue
llorar. El forajido regresaba a casa. El músico obligado a huir, no
por sus canciones, sino por sus convicciones, daba por concluido su
exilio.
A partir de ese momento la carrera del
artista seguiría su traqueteo lento y pausado, salpicada por unos
cuantos discos casi siempre desnudos y frágiles. Ni las modas ni la
siempre recurrente vuelta a las raíces le sacaron de su anonimato.
Al menos hasta 2009, año en el que Winchester editaba Love Filling
Station, primer disco de nuevo cuño en una década. Oportunidad
única para reivindicar el legado de un corredor de fondo, sin mucho
más que ofrecer que una guitarra sincera y un puñado de historias.
Al menos eso debió pensar Elvis Costello, músico con un olfato
especial para los escritores por encima de la media, que decidió
invitarle a su programa televisivo. Aquel día también andaban por allí Neko Case y Ron Sexsmith, dos graduados en el arte de crear
canciones. Incluso Sheryl Crow, que, a pesar de acaparar las emisoras
de Nashville, mantiene viva la llama del country polvoriento siempre
que tiene la oportunidad. Todos ellos mantuvieron el
aliento cuando Winchester cogió el micrófono. Allí, en una
esquina, con su barba blanca y sus pintas de artesano, sujetando la
guitarra con la delicadeza de un ruiseñor, Jesse rompió el silencio
del estudio con una interpretación memorable de
Sham-A-Ling-Dong-Ding. Ese día no derramó ninguna lágrima. Sí lo
hicieron el resto de espectadores, incluida la propia Neko Case, que
no pudo contener la emoción al oír aquella voz cristalina. O those sweet old songs...
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