2/4/14

The Velvet Underground: la teoría del caos



“Sólo tienes que ponerlo y luego volver a hacer lo que fuera que estuvieras haciendo antes, y en algún momento te acabará llegando” 
Captain Beefheart 


No sé muy bien el motivo, pero, durante muchos años, pensé que la frase había sido idea de un tipo cualquiera, un listillo queriendo colarse en la historia. Tiempo después descubrí que el responsable había sido el propio Don Glen Vliet -nombre detrás de la máscara de Captain Beefheart- que, a preguntas de un periodista especialmente obcecado ante la opacidad de su disco Trout Mask Replica, replicó. Al momento, aquella respuesta de resabido se transformó en franqueza y modestia. 

No sabemos si Lou Reed hubiera tenido tanta paciencia con el plumilla de turno (probablemente no), pero seguro que, de ser así, se las hubiera tenido que ingeniar para dar una explicación parecida para White Light/White Heat. Después del rayo de luz catódico, del pop envenenado tras las gafas oscuras del rock, que había supuesto el debut de la Velvet, esta segunda entrega de los neoyorquinos parecía condenada a morir en el cajón de los olvidados. Siguiendo los pasos de su predecesor bananero, convertido en icono con el paso de los años, pero que en su momento se ahogó entre espíritu flower power y buenrrollismo hippie. No, América no era tan libre como para aguantar las letras cargadas de polvo blanco y sexo mutilante. Ni siquiera el esponsor warholiano o la dulce belleza de Nico sirvieron de gancho. Apartados estos dos del cuadro tras el fiasco comercial, la banda se preparaba para editar por vez primera un álbum sin cortapisas, capaz de caminar todo lo lejos que los cuatro miembros restantes de la formación quisieran. 

No obstante, algunos nunca olvidan. De aquella frustración por un debut teledirigido desde la factoría Warhol, rock queriendo ser estampa, nacería una colección caótica. Un fundido en negro con dos autores con nombres y apellidos: Lou Reed y John Cale. Ellos firmarían el comienzo de una nueva etapa para la banda simbolizada por esa portada impenetrable (¿el reverso oscuro del White Album de los Beatles?). Tras ella, el rock volcánico, a ratos indigesto, cargado de química explosiva, de un cuarteto abandonado a la deriva por el sello Verve. “Nadie lo censuró porque nadie lo escuchó”, aseguró Reed en su momento. Y a fuerza que así fue. Las crónicas cuentan que, en el momento de registrar la monumental Sister Ray, la banda decidió mandar a paseo a Tom Wilson, hombre detrás del cristal, para evitar interferencias. El resultado: los diecisiete minutos y medio más alucinógenos y asfixiantes de la historia del rock. Cortados a la primera toma, como un buen chute. 

Sin embargo, tras el laberinto sin salida de la cara B se escondía otro buen puñado de grandes melodías. The Gift insiste en la fórmula del caos. Esto es, John Cale declamando aquella historia de amor trágico por un canal, mientras el resto de la banda campaba libremente por el otro (ediciones posteriores permiten disfrutar de ambas pistas por separado, resolviendo la esquizofrenia de la toma original). Más contenida suena Lady Godiva's Operation, a pesar de esa letra cargada de humor negro. También Here She Comes Now, esos dos minutos de tregua antes de dar la vuelta el vinilo. Tras el giro nos encontramos con I Heard He Call My Name, rock desbocado, a punto de descarrilar. Y después... Bueno, después llega lo inevitable. La tormenta, lejos de arreciar, se vuelve más intensa. Rotos los diques de contención, la mezcla se vuelve viscosa, espesa, difícil de contener. Aquella olla a presión, inevitablemente, tenía que explotar. 



Meses después John Cale abandonaba el barco para comenzar una carrera en solitario a caballo entre la experimentación (The Academy In Peril) y el pop de chaqué (Paris 1919). Antes de su marcha todavía quedaría tiempo para registrar otro puñado de canciones que, ahora sí, remitían ya al legado de Lou Reed (aquellos coros en Temptation Inside Your Heart anunciaban sin lugar a duda el pop-soul de Transformer). También un directo en el Gymnasium que, a diferencia del mítico bootleg del Max Kansa's City, muestra a la banda jugando en el filo. Como le gustaba a Cale. Ahora que la muerte de Reed ha traído los consiguientes halagos y palmadas en la espalda, resulta esclarecedor asomarse al abismo de White Light/White Heat. Choque de trenes entre el rock narcótico de Lou y el laboratorio sin recortes de John. 

La memoria, sin embargo, ha querido ser caprichosa con la Velvet. Siempre a mitad de camino entre el icono del plátano y esos dos últimos discos en los que Lou Reed asea el rock espinoso hasta convertirlo en canciones como Sweet Jane o Pale Blue Eyes. Permanece en la bisagra, casi en el limbo, White Light/White Heat, un álbum que conviene recetar a tragos cortos pero intensos. De difícil encaje, sin embargo, la historia terminará poniéndolo en el sitio que se merece. White Light/White Heat quiso ser vanguardia musical y así quedará para nuestros nietos. Mirando de reojo al minimalismo claustrofóbico de John Cage y al free-jazz de Cecil Taylor y Ornete Coleman. Sí, puede que alguno replique que dos años atrás The Byrds ya habían empleado referencias similares en su excitante Eight Miles High. Sin embargo, comparada con la audacia de Cale y Reed, la banda californiana parece una panda de colegiales imberbes. En apenas un par de años el rock había pasado de ser un fenómeno adolescente a llenar las cabezas de los universitarios e intelectuales. Y en eso, buena parte de la culpa, la tuvieron The Velvet Underground. Sí, claro, tendrían que pasar unos cuantos años para que The Stooges y Joy Division y Sonic Youth reivindicaran su legado, pero, ¿no es eso precisamente a lo que aspira toda vanguardia artística?

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