Lo llaman blues, y créeme, electrocuta."
Julio Valdeón en Efe Eme
Hay algo tozudo en el blues. Un
instinto de supervivencia inédito en otro géneros del cancionero
popular. Sólo así se explica que ese ritmo triste, a ratos
jubiloso, casi siempre sentido, arrastre ya cien años de historia.
Decía Muddy Waters que “el blues tuvo un hijo y lo llamó rock.”
Pues bien, a estas alturas, podríamos decir que el padre se hizo
abuelo, tuvo nietos, bisnietos y sigue viviendo plácidamente,
pasando las tardes ociosas en su mecedora a orillas del Mississippi.
Porque sí, el blues sigue vivito y coleando. Con los achaques
propios de la edad. Pero con la robustez justa como para enganchar a
unos cuantos generación tras generación. La última en caer rendida
a sus pies, Jolie Holland, joven artista tejana que acaba de editar un
álbum sumergido en las aguas profundas del sur de Estados Unidos.
A Holland la habíamos cogido la
matrícula hace tres temporadas tras la aparición de Paint of Blood,
quinta entrega discográfica de una carrera que se había movido con
soltura por los terrenos del country más trotón y polvoriento. La
sombra de Lucinda Williams planeaba, siempre en el horizonte. No sólo
por afinidades estilísticas, sino por una voz que, como en el caso
de la de Lousiana, mezclaba gárgaras de miel y whisky a partes
iguales. Sin embargo, aquel impulso revisionista de Holland parecía
haber tocado techo en el anteriormente mencionado Paint of Blood. Un
trabajo de factura perfecta, académico y, por tanto, falto de
atributos como para sobresalir en el abultado mercado de la música
de raíces. Tocaba mover ficha.
Para su último disco la tejana ha
enfilado la autopista 61, rumbo sur, para empaparse de las melodías
turbulentas del delta. A su manera, claro. El chorro de voz sigue
ahí, en primer plano. Sin embargo, frente a la finura de anteriores
entregas, Holland se deja llevar. Tocaba romper el equilibrio, asumir
riesgos. Envenenado por el aliento del blues, Wine Dark Sea es un
álbum cargado de tormentas eléctricas y galopadas sin domar. Lleno
de cortes largos, espesos, no aptos para aquellos que buscan la
placidez de una pedal-steel. Ni rastro de las botas con espuelas y
los sombreros de ala ancha. Holland se mancha las manos de barro y
mojo. Disco para escuchar en las noches lluviosas. O en las mañanas
de niebla persistente.
El embrujo, no obstante, le dura a la
artista apenas cinco canciones. Acaso demasiado intoxicada por el
licor del blues, I Though It Was The Moon cierra una primera cara de
esas que dejan un nudo en la garganta. Pasen página. The Love You
Save inaugura una segunda mitad en la que Holland abre las ventanas,
deja pasar unos cuantos rayos de luz que convierten su arrebato en
puro soul. Piensen en una Betty Lavette en sus años mozos, cantando
después de una noche demasiado larga. Piensen también en aquella
Nina Simone entregada a la poesía vehemente cuando escuchen Palm
Wine Drunkard. Escuchen Waiting For The Sun para hacerse una idea de
lo que es capaz de hacer Holland cuando decide firmar un tema redondo
rodeada de una sección de vientos, al más puro estilo Stax. Tom
Waits, declarado fan de la música de la tejana, también sobrevuela
la mezcla. Y todo aquel que haya metido los pies hasta el fondo en
las tierras encharcadas del sur de Estados Unidos.
El cómputo, no obstante, deja a la
larga un poso amargo. Agradecido por ese giro inesperado, el oyente
puede tender a sobrevalorar el acabado. Holland no es una cantante de blues, ni de soul. Pero tiene tablas para ello. Clase de sobra para
firmar su Tonight's The Night, su joya oscura. El aguijón es
profundo, sí. El blues tiene una nueva hija bastarda, una nueva
discípula lanzada de cabeza y sin salvavidas a un mar del que es
difícil escapar. Cuidado, no se electrocuten.
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