Hace tiempo que Quique González dejó
de esperar a que llegara su tren. Dieciocho años atrás, cuando
todavía nadie conocía su firma, decidió largarse de Londres. Atrás
no dejó prácticamente nada. Sin embargo, en ese portazo, que sólo
él oyó, había una lista completa de sueños que cumplir. El
primero, hacer canciones. “Cuando no tienes nada, no tienes nada
que perder”, cantaba Dylan en Like A Rolling Stone. El Quique que
regresaba a Madrid con las maletas vacías huía de una ciudad a la
que nada debía. Hoy, recién cumplidos los cuarenta, el madrileño
todavía puede sentirse igual de ligero. Y es que pocos artistas a
su edad pueden mantener la cabeza bien alta sin haber renunciado a
los principios de su oficio. Esto es, seguir haciendo canciones para
que la gente las escuche. Sin cuentas abultadas de por medio, ni
miedo al qué dirán.
Como el título de su reciente single,
Quique González parece asentado en aquella clase media de la escena
musical española. Con la suficiente envergadura como para poner su
nombre en los alto de las listas de ventas (aunque esto, a estas
alturas del cuento, sea algo relativamente sencillo), pero sin perder
la ilusión del principiante. Su antaño inseguridad, siempre
disfrazada de gratitud e inocencia, le valió unos cuantos disgustos
en el pasado. Él, con las ideas claras, decidió a pesar de todo
seguir su camino. Ese que le ha llevado a grabar sus dos últimos
trabajos en Nashville junto a Brad Jones o el que en unas semanas le
hará compartir escenario con José Ignacio Lapido (otro forajido, sin más
deudas que sus canciones).
De esa travesía el madrileño mantiene
esas maneras de pandillero de barrio. Orgulloso del grupo que le
acompaña, haciendo cómplice al resto de una victoria que, sin
ellos, habría resultado un poco más amarga. La amistad, esa que hila Delantera Mítica, por encima de todo. Aunque,
al mismo tiempo, consciente de que nada habría sido posible si no
hubiera alguien al otro lado, se deja llevar por el furor del
momento. Atiende una petición cuando canta Aunque tú no lo sepas,
a solas, como cuando comenzaba a empuñar su guitarra en los garitos
de Madrid. Deja al público que complete la letra de Vidas cruzadas,
como si, de tantas veces tocada en directo, ya no le perteneciera. Se
rinde a la evidencia cuando cierra la noche con Y los conserjes de
noche, acaso su gran himno.
No será su concierto en Londres una
excepción a la regla. Quique ha aprendido a creerse su buen momento.
Tanto que es capaz de comenzar la velada con La Fábrica, Parece
Mentira y ¿Dónde está el dinero?, tres arañazos de ese González
aguerrido, compositor de nuevo cuño capaz de apretar los dientes.
Acostumbrados a ese Quique contenido y sobrio, resulta revelador
descubrirle guitarra eléctrica en mano, cantándole a los “gángsters
y trileros”, a los vendedores de humo. Un Quique más escorado en
lo político, dirán algunos. Poco importa. Si algo ha conseguido el
madrileño es que todos terminen uniéndose a su causa. Puede que
muchos desconozcan esos John Wayne o Christopher Walker que salpican su cancionero, al final todos juntos cantan aquello de “la suerte es una ramera de primera calidad”.
Delantera Mítica, la pieza que da
nombre a su último trabajo, marcará el primer éxtasis de la noche,
prueba definitiva de que González ha amasado un repertorio
diverso, intenso, con aristas suficientes para enganchar al melómano,
al que canta con su chica, al que se abraza al compañero de al lado.
Cuando estés en vena demuestra que, a pesar de las dudas que
surgieron en su momento, Daiquiri Blues es un disco ganador, con
músculo y un puñado de clásicos instantáneos. Miss Camiseta
Mojada y Hotel Los Ángeles suenan gamberras, con Quique (por fin)
seguro de sus maneras de rockero. Te Lo Dije liquida su deuda con ese
sonido americano que lleva nutriendo sus melodías desde hace años.
Kamikazes Enamorados confirma que, aunque versátil, la voz del
artista siempre estuvo hecha para los medios tiempos, ese terreno en
el que los buenos marcan diferencias con los mejores.
La ruleta termina siempre dejando como resultado a un Quique en el centro de
la escena. Héroe acompañado de sus fieles pistoleros. Su guitarra
ha aprendido a marcar el tempo de las canciones. Los arreglos, lejos
de emborronar el conjunto, suman atributos a unos canciones que,
ahora sí, no son condenas para el artista. Él las deja crecer,
manteniendo el esqueleto, pero cambiando el trazo. Así,
Dallas-Memphis suena a despedida, a ranchera que anuncia el final de
la madrugada. La Ciudad del Viento cambia sus maneras honky-tonk por
una sencilla y efectiva balada. Clase Media, sin duda su canción más
ambiciosa, hace las veces de escaparate de sus habilidades como
artesano de la canción, apuntando sin miedo (“la juventud se quema
y los que quedan se dirigen al norte”). Al final Quique terminará elevando el puño; disfrutando de una victoria en aquella ciudad que le vio huir, para volver a triunfar.
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