Llegados a este punto, puede que resulte
un tanto anacrónico reivindicar una banda que canta a las noches de
borrachera y el sexo esporádico. El viejo credo del rock ha sido tan
manoseado que, cada vez que un grupo de imberbes lo saca de nuevo a
la palestra, no faltan voces que anuncian el fin del invento del
siglo. En estas estamos, claro, y a quien le duela, que vierta sus
lágrimas sobre sus viejos discos de los Stones. Pero, claro, entre
copias más o menos conseguidas de viejos éxitos y discos sin poco
rascar siempre surge algo que llevarse a la boca en estos tiempos de
sequía.
Natural Child, trío angelino con
apenas un lustro de historia, había editado en 2012 una dupla de
trabajos alegres y desprejuiciados, sin más ingredientes que unos
cuantos riffs bien puestos y una actitud de barra de bar y whisky
barato. Con aquel 'Let the Good Times Roll' como lema y bandera, sus
discos servían de banda sonora al sábado noche, cuando no a los
domingos de resaca. Rock&roll sin vuelta de hoja, al estilo de
sus compatriotas Deer Tick o de los incorregibles Black Lips. Bajo el paraguas de Burger Records, la
banda californiana se había pateado la geografía norteamericana de
esquina a esquina, saltando de vez en cuando al continente europeo
cuando las ganas y la billetera se lo permitían.
Quizás fuera en ese viaje sin rumbo
fijo, entre idas y vueltas por las carreteras polvorientas, cuando el
trío descubriría la música de Waylon Jennings y otro puñado de
maestros del country. Allí, entre bolo y bolo, compartiendo horas
muertas mientras las historias de vaqueros sonaban por los altavoces
de la caravana, los tres músicos de Natural Child decidieron cambiar
las playas californianas por el polvo de Nashville. Dicho y hecho. A
mediados de 2013 la banda entraba en los estudios de Bomb Shelter
para registrar su tercer disco. Junto a ellos, Luke Schneider y Benny
Divine, pedal steel y teclados respectivamente. Dos nuevas
incorporaciones que redondeaban ese cambio de rumbo.
Con ellos, aquel registro directo de
sus dos primeros discos coge poso. Aquellos adolescentes deslenguados
aparecen ahora como forajidos de un western de serie B, con sus
sombreros de ala ancha y sus gafas de sol. Rock con espuelas, pero
sin perder el punch de antaño. Y es que, con Dancing With The
Wolves, Natural Child amplían su paleta sonora, pero sin dejar de ser esos chavales dispuestos a regar la barra de un bar de
carretera con cerveza y riffs pegajosos. Basta escuchar ese Saturday
Night Blues para darse cuenta que estos chicos no han cambiado.
En Out Of The Country, la canción
encargada de abrir la colección, la banda baja el contador de revoluciones para
dar paso a esa pedal steel y esos teclados honky tonk de reciente incorporación.
Más reposada suena la reflexiva I'm Gonna Try. Domada la fiera, el
trío se permite incluso el lujo de versionar con sus guitarras
acústicas aquel Nashville Is A Groovy Little Town original de Tom T.
Hall. Sin embargo, al final, estas canciones no dejan de ser desvíos
en un camino que sigue teniendo el rock&roll en el volante.
Country Hippie Blues promete con su
ritmo trotón lo que anuncia con su título, ni más ni menos. Don't
Let The Time Pass Quickly hace bueno el viejo credo del rock sureño.
Y en Firewater Liquor una línea de bajo propone una unión imposible
entre el sonido de Detroit y el country tejano. Casi nada. Al cómputo
global hay que sumarle el capricho fronterizo de Bailando Con Lobos
(cantada en castellano) y ese corte final que da título genérico al
trabajo. Un álbum que, aunque se mece suavemente en la segunda
mitad, mantiene el tipo tras varias escuchas. Natural Child siguen
sin inventar nada, pero opositan para registro del año en el terreno del rock gamberro. Simple, efectivo y mojado en alcohol.
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