26/11/14

El desván de las melodías: The other side of the coin


Solomon Burke fue una figura inmensa. No sólo en el sentido físico (los que tuvieron la suerte de verle en directo durante sus últimos años de vida le recordarán sentado en aquel trono, ejerciendo de de horondo rey del rock&soul), sino también en el plano espiritual. El de Philadelphia siempre intento beberse la vida a grandes sorbos. Se casó cuatro veces, tuvo 14 hijos, 90 nietos, fundó su propia Iglesia, una empresa funeraria y hasta tuvo tiempo de editar más de una treintena de referencias discográficas. Sería esto último lo que le colocaría en el corazón de muchos, en la historia de un género -el soul- que el mismo ayudaría a modular a comienzos de los sesenta con aquellos discos para la Atlantic.

Sin embargo, aunque Burke compartiera espacio con muchos de los pioneros de aquel sonido nacido en el sur de Estados Unidos, se las arregló para transitar por vías inexploradas. Consciente de que el futuro de la música negra pasaba por acercarse al (más pudiente) público blanco, nunca olvidó, a pesar de todo, su pasado como predicador, imprimiendo ese estilo profundo, de sermón dominical, a sus interpretaciones. Sería precisamente la mezcla de estos dos elementos -el sacro y el profano, el gospel y el country&western- la que daría forma a una figura única en el negociado del soul. Una especie de James Brown eclesiástico, un Otis Redding cocinado a fuego lento, un Wilson Pickett de poso profundo.

No obstante, ya sabemos cómo ha tratado la Historia a los padres de la música negra. Fragmentada, llena de fallas y expoliada a base de recopilatorios de saldo, pocos son las artistas de esa primera oleada que han envejecido para ver cómo su obra recibía el tratamiento que se merecía por parte de la industria. Incluido el propio Solomon Burke, del que, si excluimos aquel inicial Rock 'n' Soul de 1964 y el siempre reivindicable Proud Mary, única referencia para el sello Bell, poco más se puede encontrar en las cubetas de cualquier tienda al uso. Un cómputo a todas luces insuficiente para una obra rica en cantidad y calidad.

No, no se trata aquí de trastear en su discografía, desempolvar singles arrinconados en la oscuridad, reivindicar su obra en los ochenta; una década que, como para tantos otros de los pioneros, fue discreta para Burke. Ahí están las tiendas, las hemerotecas, las enciclopedias, el océano digital, para bucear en sus canciones, en sus idas y venidas, en sus interpretaciones colosales. Quien quiera peces, que se remangue la camisa y meta las manos hasta el fondo. Allí encontrará luces y sombras, destellos capaces de echar la casa abajo, alguna que otra interpretación rutinaria -las menos, todo hay que decirlo-, joyas a reivindicar para una futura historia de la música popular. Sin embargo, más allá de estos picos y fallas, conviene abrir el foco, descubrir por qué, todavía hoy, algunos consideran a Solomon Burke el más grande artista soul de todos los tiempos.

Supongo que no será por su éxito, claro. Cuando en 2002 un veterano Burke ganaba el Grammy por Don't Give Up On Me pocos eran los que recordaban a aquel artista corpulento. Muchos menos los que hubieran apostado un duro porque el viejo Solomon tuviera fuerzas para entonar un último gran sermón. Pero ahí estaba el disco para cerrar unas cuantas bocas. Un álbum de textura barnizada, que entra suave y profundo, como un trago de bourbon a altas horas de la madrugada. Joe Henry, el gran Joe Henry, firma la producción y confirma su título de gran erudito de la tradición norteamericana invitando a lo mejor de una generación de escritores de la canción. Burke, bragado en mil batallas, no falla ni una interpretación. Claro que, con el material de Dylan, Morrison, Costello, Waits y compañía en el maletero, era de esperar que el soulman lo clavara.

Sin embargo, más allá del brillo en los créditos, si algo sorprende en el álbum es la versatilidad del cantante. Los que habíamos indagado previamente en la producción del artista en los sesenta conocíamos de sobra aquella voz moldeable. Su discografía, trufada de grandes versiones, bien podría servir como mapa para estudiar la música del último medio siglo. Una brújula sin prisioneros, al servicio del sacrosanto grial de todo intérprete: la canción. 

En Don't Give Up On Me las tenemos suplicantes (la canción titular), con la fiereza de un león (Stepchild) o con un Burke lamiéndose las heridas tras la batalla (Soul Searchin'). Al final, más por dulce que por combativo, uno se queda con el brillante optimismo de The other side of the coin (la firma la pone el tipo más sencillamente brillante del pop inglés, Nick Lowe). Ya saben, hasta el predicador más beato puede a veces equivocarse. Lo importante, como siempre, es saber rectificar, hacer inventario de errores y caídas. La biografía de Solomon Burke está llena de ellos. Pero, ay, se los perdonamos cada vez que entona aquellos versos redentores.

If I'd done all the things they say I've done 
I'd be in the ground or somewhere on the run 
Take a look before you close the book 
Look at the other side of the coin 

Yes, there's much in life for which I could have done
But let him without sin cast the first stone 
Before you do, there's a point of view 
On the other side of the coin 

I'm just a man sometimes foolish and proud
Bull all too quick they say to play up to the crowd 
But before you judge me, if judge ye must 
Take your time, be sure that the verdicts is judge 

Before you do, there's one point of view
Can you stand up and say justice was done today 
And that I was wrong, so wrong, before you see what's going on 
The other side of the coin, the other side of the coin 

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